Como cada año, el Papa recibió las cenizas en la romana basílica de Santa Sabina, donde ha presidido la misa de Miércoles de Ceniza
Texto de la Homilía del Santo Padre
«Tocad la trompeta en Sión, proclamad un ayuno santo» (Jl 2,15), dice el profeta en la primera Lectura. La Cuaresma se abre con un sonido estridente, el de una trompeta que no acaricia los oídos, sino que anuncia un ayuno. Es un sonido fuerte, que quiere frenar nuestra vida que va siempre corriendo, pero a menudo no sabe bien adónde. Es una llamada a pararse −un “¡detente!”−, a ir a lo esencial, a ayunar de lo superfluo que distrae. Es una alarma para el alma.
Al sonido de esa alarma le acompaña el mensaje que el Señor trasmite por boca del profeta, un mansaje breve y encendido: «Volved a mí»[1] (v. 12). Volver. Si debemos volver, quiere decir que nos hemos ido a otro sitio. La Cuaresma es el tiempo para encontrar la ruta de la vida. Porque en el recorrido de la vida, como en todo camino, lo que cuenta de verdad es no perder de vista la meta. En cambio, cuando en el viaje lo que interesa es admirar el paisaje o pararse a comer, no se va lejos. Cada uno puede preguntarse: en el camino de la vida, ¿busco la ruta? ¿O me contento con vivir al día, pensando solo en estar bien, en resolver algún problema y en divertirme un poco? ¿Cuál es la ruta? ¿Quizá la búsqueda de la salud, que hoy muchos dicen que es lo primero, pero que antes o después pasará? ¿Tal vez los bienes y el bienestar? ¡Pero no estamos en el mundo para eso! Volved a mí, dice el Señor. A mí. Es el Señor la meta de nuestro viaje en el mundo. La ruta hay que ponerla en Él.
Para encontrar la ruta, hoy se nos da una señal: ceniza en la cabeza. Es una señal que nos hace pensar qué tenemos en la cabeza. Nuestros pensamientos persiguen a menudo cosas pasajeras, que vienen y van. La ligera capa de ceniza que recibiremos es para decirnos, con delicadeza y verdad: de tantas cosas que tienes en la cabeza, tras las que cada día corres y te afanas, no quedará nada. Por mucho que te apures, de la vida no te llevarás ninguna riqueza. Las realidades terrenas se desvanecen, como el polvo al viento. Los bienes son provisionales, el poder pasa, el éxito se acaba. La cultura de la apariencia, hoy dominante, que induce a vivir para las cosas que pasan, es un gran engaño. Porque es como una llamarada: una vez se acaba, solo queda la ceniza. La Cuaresma es el tiempo para liberarnos de la ilusión de vivir persiguiendo el polvo. La Cuaresma es descubrir que estamos hechos para el fuego que siempre arde, no para la ceniza que en seguida se apaga; para Dios, no para el mundo; para la eternidad del cielo, no para el engaño de la tierra; para la libertad de los hijos, no para la esclavitud de las cosas. Podemos preguntarnos hoy: ¿de qué parte estoy? ¿Vivo para el fuego o para la ceniza?
En este viaje de vuelta a lo esencial que es la Cuaresma, el Evangelio propone tres etapas, que el Señor nos pide recorrer sin hipocresía, sin ficciones: la limosna, la oración, el ayuno. ¿Para qué sirven? La limosna, la oración y el ayuno nos remiten a las únicas tres realidades que no desaparecen. La oración nos une a Dios; la caridad al prójimo; el ayuno a nosotros mismos. Dios, los hermanos, mi vida: son las realidades que no acaban en la nada, en las que hay que invertir. Ahí es donde nos invita a mirar la Cuaresma: a lo Alto, con la oración, que libera de una vida horizontal, plana, donde se halla tiempo para el yo pero se olvida a Dios. Y luego al otro, con la caridad, que libera de la vanidad del tener, del pensar que las cosas van bien si me van bien a mí. Finalmente, nos invita a mirarnos dentro, con el ayuno, que libera del apego a las cosas, de la mundanidad que anestesia el corazón. Oración, caridad, ayuno: tres inversiones para un tesoro que dura.
Jesús dijo: «Donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6,21). Nuestro corazón apunta siempre a alguna dirección: es como una brújula en busca de orientación. Podemos también compararlo a un imán: necesita pegarse a algo. Pero si se pega solo a las cosas terrenas, antes o después acaba esclavo: las cosas de las que servirse se convierten en cosas a las que servir. El aspecto exterior, el dinero, la carrera, los pasatiempos: si vivimos para eso, se convertirán en ídolos que nos usan, sirenas que nos encantan y luego nos mandan a la deriva. En cambio, si el corazón se apega a lo que no pasa, nos encontramos a nosotros mismos y nos hacemos libres. Cuaresma es el tiempo de gracia para liberar el corazón de las vanidades. Es tiempo de curación de las dependencias que nos seducen. Es tiempo para fijar la mirada en lo que queda.
¿Dónde fijar entonces la mirada a lo largo del camino de la Cuaresma? Es fácil: en el Crucifijo. Jesús en la cruz es la brújula de la vida que nos orienta al cielo. La pobreza del leño, el silencio del Señor, su expolio por amor nos muestran la necesidad de una vida más sencilla, libre de tanto afán por las cosas. Jesús desde la cruz nos enseña el fuerte valor de la renuncia. Porque cargados con pesos engorrosos nunca iremos adelante. Necesitamos liberarnos de los tentáculos del consumismo y de los lazos del egoísmo, del querer siempre más, del no contentarnos nunca, del corazón cerrado a las necesidades del pobre. Jesús, que en el leño de la cruz arde de amor, nos llama a una vida ardiente de Él, que no se pierde entre las cenizas del mundo; una vida que arde de caridad y no se apaga en la mediocridad. ¿Es difícil vivir como Él pide? Sí, es difícil, pero conduce a la meta. Nos lo muestra la Cuaresma. Empieza con la ceniza, pero al final nos lleva al fuego de la noche de Pascua; a descubrir que, en el sepulcro, la carne de Jesús no se vuelve ceniza, sino que resurge gloriosa. También vale para nosotros, que somos polvo: si volvemos al Señor con nuestras fragilidades, si tomamos la vía del amor, abrazaremos la vida que no acaba. Y sin duda viviremos en la alegría.