¿Hasta qué punto es bueno que en nuestra tarea educativa ejerzamos una profunda influencia en nuestros hijos? Si así lo hacemos, ¿no estaremos impidiendo el desarrollo de su propia personalidad?
Un asunto crucial en la educación y, en general, en las relaciones humanas es el de la libertad. En más de una ocasión he recordado las palabras con que Luis Bordonaba, gran profesor y mejor persona, comenzó una conferencia sobre la adolescencia a la que tuve la fortuna de poder asistir: “cuando se trae un hijo al mundo, solo hay un objetivo: ¡sacarlo de casa!” Después explicó que “sacarlo de casa” consistía en educarle para la libertad, para que sea él mismo, autónomo, resistente y real lo antes posible. Hoy diríamos: empoderarle.
Podríamos preguntarnos: entonces, ¿hasta qué punto es bueno que en nuestra tarea educativa ejerzamos una profunda influencia en nuestros hijos? Si así lo hacemos, ¿no estaremos impidiendo el desarrollo de su propia personalidad?
Todos comprobamos una y otra vez la influencia que los padres ejercen sobre sus hijos, y cómo esa influencia, tantas veces inadvertida por los hijos, se intensifica con el tiempo, incluso estando separados, y se hace más evidente en los modos de comportamiento.
Romano Guardini ofrece en uno de sus libros unas imágenes interesantes, que escuché a John F. Crosby, un pensador experto en personalismo. Son figuras conocidas, pero normalmente aplicadas a otras realidades: la levadura, por ejemplo, hace crecer un cuerpo mucho más grande que ella misma…, aunque es cierto que lo hace con la pasividad de ese cuerpo, que crece sin poner nada de su parte y como controlada por la levadura. Más convincente es, para el autor, la imagen de la relación entre la luz del sol y las plantas: la luz estimula la naturaleza propia de la planta, que toma de ella la dosis que necesita para transformarla en sí misma, en planta.
Así es como hemos de influir en nuestros hijos y en las personas que se cruzan en nuestras vidas: con exquisito respeto, con reserva y contención, llega a decir Guardini, pues la educación no consiste en llenar el cerebro de información, sino en estimular y hacer crecer la propia personalidad del niño, evitando a toda costa la tentación de querer transformarlo en una extensión de nosotros mismos.
Kierkegaard, un enamorado de Sócrates, pensaba que para los discípulos del filósofo griego fue una gran bendición tener un maestro tremendamente feo según los estándares de la belleza griega porque les libró de seguirle esclavamente, por razones ajenas a la propia verdad que les transmitía. La fealdad de Sócrates, explicaba Kierkegaard, devolvía a los discípulos a ellos mismos, en lugar de dejarlos atrapados en el maestro.
En efecto, no pocas veces el discípulo entusiasta termina siendo una mala copia del maestro, afirma Crosby. La influencia tiene que ejercerse de manera que ayude a su destinatario a despertar a la vida independiente. Esto no implica renunciar a ejercer una profunda influencia, pues, sin ella, dejarán de suceder en los demás experiencias y situaciones que de otra forma nunca tendrían lugar y que irán conformando su personalidad. Pero debe ser exquisitamente respetuosa, buscando siempre empoderar y no dominar al otro.
Guardini, al cabo, era un teólogo humanista, y siempre recalaba en Dios. Hay gente, decía, que se rebela contra el aparente silencio y ocultamiento de Dios. Y, sin embargo, para Guardini, esta es la gran paradoja: el acto en que Dios crea a la persona humana es un acto de divina reverencia, de “cortesía divina”, dirá con palabras de Dante Alighieri. Es la pedagogía divina: Dios respeta la verdad de la persona humana y actúa con reserva y respeto porque honra a la persona. No la abandona a su suerte, sino que ejerce sobre ella un gran poder que toma, paradójicamente, la forma de empoderamiento y de respeto a sus decisiones libres.
No es fácil educar así a nuestros hijos. Pero es el camino. A medida que avanzan en edad y adquieren el uso de razón adulto (la edad concreta la dejo para que la decida cada uno), hay que ir abriendo ámbitos de libertad con responsabilidad. Acompañarles, sí, pero sin invadirles; aconsejarles, pero sin imponerles; interesarse, pero sin interrogarles, dejando espacio a ese ámbito de intimidad y misterio que rodean a toda persona.
De todos modos, me voy a permitir matizar al gran Kierkegaard para afirmar que, en lo que respecta a los padres, es mejor que no seamos feos, porque, como decía en mi anterior post, de nosotros depende que nuestros hijos descubran la belleza de la virtud. Al contrario, cuanto más guapos, mejor: por dentro… y también por fuera, con esa belleza que concede lo auténticamente humano, que, a partir de cierta edad, uno tiene ya cierta responsabilidad sobre la cara que lleva por la calle. Y, como siempre, el mejor educador, el ejemplo: “el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice”, dice Guardini.