Ante la cercanía de la Jornada Mundial de la Juventud que se desarrollará en Panamá del 22 al 27 de enero de 2019, ofrecemos una homilía predicada en Roma por el beato Álvaro del Portillo en 1985 con ocasión del Año internacional de la Juventud
“La juventud es la edad del inconformismo, de las rebeldías, de las ansias de todo lo que es bello, y bueno, y noble. Por eso, es joven de verdad quien mantiene vivos en su espíritu estos impulsos, aunque el cuerpo se desgaste por el paso del tiempo; y al contrario, es viejo −aunque tenga pocos años− quien se deja subyugar por la rutina, por el egoísmo, por la vejez del pecado”
«Venid, subamos al monte de Yavé, a la casa del Dios de Jacob, y Él nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas [...]. Él juzgará a las gentes y dictará sus leyes a numerosos pueblos, que de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas, hoces. No alzarán la espada gente contra gente, ni se ejercitarán para la guerra [...]. No habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yavé, como las aguas llenan el mar[1].
Acogiendo la invitación del Santo Padre Juan Pablo II, habéis acudido a Roma en este Año Internacional de la Juventud. ¡Bienvenidos a la Ciudad Eterna!
En las palabras del profeta Isaías, que acabo de citar, se nos recuerda que la paz, ese bien tan grande por el que suspiran millones de personas en todos los rincones del mundo, es ante todo una consecuencia del sometimiento libre del hombre a la Voluntad divina, del cumplimiento amoroso de sus leyes, del esfuerzo por recorrer sus caminos. Como se lee en el frontispicio de esta Basílica de San Eugenio, opus iustitiæ pax[2]: la paz es fruto de la justicia, del respeto del orden establecido por el Creador, que nos impulsa a dar a cada uno lo suyo, y a Dios lo que es de Dios. Donde hay amor a la justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona humana, donde no se busca el propio capricho o la propia utilidad, sino el servicio a Dios y a los hombres, allí se encuentra la paz.
Hoy se habla mucho de paz. Sin embargo, quizá nunca como ahora ha asistido nuestro mundo al desatarse de la guerra y la violencia. Se repiten casi al pie de la letra las exclamaciones engañosas de los falsos profetas de tiempos antiguos, que anunciaban: «Paz, paz; y no había paz»[3].
¿Cuáles son las causas de esos desequilibrios que turban el mundo? Lo ha recordado el Papa en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz: «La violencia y la injusticia tienen raíces profundas en el corazón de cada individuo, de cada uno de nosotros»[4]. Ya lo advirtió Jesucristo, cuando afirmaba que «del corazón proceden los malos pensamientos, homicidios, adulterios, actos impuros, robos, falsos testimonios, blasfemias»[5]: todos los desórdenes que los hombres son capaces de cometer contra Dios, contra los hermanos y contra ellos mismos, provocando en lo más íntimo de sus conciencias un desgarrón, una profunda amargura, una falta de paz que necesariamente se refleja en el tejido de la vida social. Pero es también del corazón humano, de su inmensa capacidad de amar, de su generosidad para el sacrificio, de donde pueden surgir −fecundados por la gracia de Cristo− sentimientos de fraternidad y obras de servicio a los hombres, que «como río de paz»[6] cooperen a la construcción de un mundo más justo, en el que la paz tenga carta de ciudadanía e impregne todas las estructuras de la sociedad.
Si queréis −como queréis− ser operadores de paz, «sembradores de paz y de alegría por todos los caminos de la tierra», como solía decir san Josemaría Escrivá de Balaguer, debéis hacer un gran acopio de paz en vuestro corazón. Así, de vuestra abundancia, podréis dar a los demás hombres, comenzando por los que se encuentran más cerca de vosotros: vuestros parientes, vuestros amigos, vuestros compañeros, vuestros conocidos. Con palabras del Santo Padre, os recordaré que «el futuro de la paz está en vuestros corazones»[7].
En esta gran tarea de sembrar a manos llenas la paz, no podéis conformaros sólo con buenos deseos. «Este deseo −afirma el Papa en su Mensaje− debe transformarse en una firme convicción moral que abarca toda la cadena de problemas humanos y construye sobre valores profundamente apreciados. El mundo necesita jóvenes que hayan bebido en la profundidad de las fuentes de la verdad. Necesitáis escuchar la verdad, y para eso precisáis pureza de corazón; necesitáis comprenderla, y para eso precisáis humildad; necesitáis rendiros a ella y compartirla, y para eso precisáis la fuerza de resistir a las tentaciones del orgullo, de la autosuficiencia, y a la manipulación. Debéis forjar en vosotros mismos un profundo sentido de responsabilidad»[8].
Estas palabras del Romano Pontífice son una llamada a emprender con decisión, apoyados en la fortaleza divina, la gran tarea de la construcción de la paz. Esta tarea comienza cuando cada uno lucha contra las tendencias desordenadas que anidan en el corazón humano, que son el amargo fruto del pecado original y de los pecados personales. Porque «la paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí» −de cada uno de los hombres− «una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz»[9].
Habréis recibido la Carta que el Santo Padre os ha escrito con ocasión del Año Internacional de la Juventud. Leedla con sosiego, meditadla profundamente. Entre otras consideraciones, Juan Pablo II os exhorta a buscar la fortaleza en la Palabra de Cristo, en la oración, y en la frecuencia de sacramentos. De este modo, añade, seréis «fuertes en la lucha; no una lucha contra el hombre, en nombre de cualquier ideología o práctica alejada de las raíces mismas del Evangelio, sino fuertes en la lucha contra el mal, contra el verdadero mal; contra todo lo que ofende a Dios, contra toda injusticia y toda explotación, contra toda falsedad y mentira, contra todo lo que ofende y humilla, contra todo lo que profana la convivencia humana y las relaciones humanas, contra todo crimen que atenta a la vida: contra todo pecado»[10].
Esta batalla durará lo que nuestra existencia terrena. «Es milicia la vida del hombre sobre la tierra»[11], está escrito en el libro de Job. No penséis, pues, que con el paso de los años amainará la urgencia de la pelea interior. Dios no quiere para sus hijos la falsa tranquilidad de los comodones, ni de los egoístas, ni de los cobardes. La vida humana se desarrolla en la gran palestra del mundo y, como escribe un antiguo Padre de la Iglesia, «estáis bajo la mirada del público. Y no sólo del género humano; también la muchedumbre de los ángeles contempla vuestras luchas [...] y el Señor de los ángeles es quien preside la pelea»[12]. Jesucristo se complace en vuestro esfuerzo personal cuando tratáis de seguirle a Él, cuando os esforzáis por imitarle a pesar de la debilidad del ser humano. «En los juegos olímpicos −continúa diciendo San Juan Crisóstomo−, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios, sin favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se coloca entre los dos combatientes, es porque su actitud es neutral. En el combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por entero de nuestra parte»[13]. Ante nuestras caídas y pecados, la misericordia divina nos sale al encuentro, especialmente en el sacramento de la paz y la reconciliación, el Sacramento de la Penitencia. Acercaos a la Confesión siempre que lo necesitéis, para limpiaros de vuestros pecados y recuperar la gracia de Dios, y poder así recibir la Sagrada Eucaristía, donde «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres»[14]. Acercaos también al Sacramento de la Penitencia, y frecuentemente, aunque no tengáis conciencia de pecado grave, porque en la Confesión vuestra alma se fortalecerá para combatir con alegría las batallas de la paz, para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
La juventud es la edad del inconformismo, de las rebeldías, de las ansias de todo lo que es bello, y bueno, y noble. Por eso, es joven de verdad quien mantiene vivos en su espíritu estos impulsos, aunque el cuerpo se desgaste por el paso del tiempo; y al contrario, es viejo −aunque tenga pocos años− quien se deja subyugar por la rutina, por el egoísmo, por la vejez del pecado. El Señor espera vuestra rebeldía juvenil, que yo bendigo con mis manos de sacerdote, contra todo lo que intente apartaros del cumplimiento de la ley de Cristo, que es un yugo suave y ligero[15].
Rebelaos contra los que pretenden inculcaros una visión materialista de la vida. Rebelaos contra los que intentan apagar, con mentiras que narcotizan el espíritu, vuestras ansias de verdad y de bien. Rebelaos contra los torpes mercaderes del sexo y de la droga, que tratan de enriquecerse a vuestra costa. Rebelaos contra los que quieren aprovecharse de vuestra juventud y de vuestra carga ideal, para perpetuar sistemas opresivos de la dignidad humana. Rebelaos contra los que intentan arrancar a Dios de vuestras mentes y de vuestras vidas, de vuestra familia, de vuestro lugar de estudio o de trabajo.
¿Y qué significa esta rebelión a la que os invito? Quiere decir negar obediencia a esa siembra de males e injusticias. Quiere decir no ausentarse de tomar posición clara, no quedarse en una ambigua neutralidad ante las imposiciones que mortifican la dignidad del hombre. Quiere decir, y ésta es la rebelión de los hijos de Dios, no tener miedo a dar testimonio de la Cruz de Cristo ante un mundo arraigado en el egoísmo. Rebelaos ante los falsos profetas de la paz, que claman contra la guerra y, a la vez, financian la matanza de los que están por nacer. Amad, amad a Dios y a los hombres, que el Amor es el nuevo nombre de la rebelión contra el mal. Amad la Verdad que se nos ha manifestado en Cristo, que éste es el modo cristiano de rebelarse contra las tinieblas del error.
El mundo necesita esta rebeldía vuestra: una rebeldía para la paz. La Iglesia la espera. Y el Papa desea urgir en vosotros este sentido de responsabilidad y compromiso con los valores morales, cuando −en la Carta que os ha escrito en estos días− os invita a poneros ante Cristo para dialogar sinceramente con Él, sin miedo a las posibles exigencias que quiera plantearos. A la pregunta de aquel joven que tenía profundas inquietudes en su corazón −«¿Qué obras buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna?»[16]−, el Señor contestó: «Guarda los mandamientos»[17]. Es una primera respuesta que Jesús dirige a todos sin excepción. Luego añadió: «Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Y ven después, y sígueme»[18]. Aquel muchacho no supo corresponder a la llamada de Dios: y se fue triste, porque «la tristeza es la escoria del egoísmo»[19], la aliada del demonio. Que no suceda esto con ninguno de vosotros. Con palabras del Papa, os digo a cada uno «que si tal llamada llega a tu corazón, no la acalles. Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. “La mies es mucha!” (Mt 9, 37), y hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo [...]. El “sígueme” de Cristo se puede escuchar a lo largo de distintos caminos, a través de los cuales andan los discípulos y los testigos del divino Redentor»[20].
Corresponded a las esperanzas que el Romano Pontífice deposita con tanta confianza en vosotros, los jóvenes. Demostrad con vuestras vidas que sí, que estáis decididos a pelear valerosamente en vuestro interior, para contribuir así a la causa de la paz. Que, en lo que esté a vuestro alcance, no queráis levantar barreras que os separen de Nuestro Padre Dios ni de nuestros hermanos los hombres. Procurad ser cristianos cabales, hombres y mujeres como Dios manda. En otras palabras, esforzaos por responder con vigor y entusiasmo a la llamada divina, que os invita a ser santos. Es el mensaje, perennemente actual, que se contiene en unas palabras del Fundador del Opus Dei, que muchos de vosotros habréis leído y meditado. «Un secreto. −Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.
−Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. −Después... “pax Christi in regno Christi” −la paz de Cristo en el reino de Cristo»[21].
Acudamos a la Virgen Santísima, Regina pacis, Reina de la paz. Para que, con su intercesión maternal, nos obtenga −a cada uno de nosotros, y al mundo entero− este don divino, tan propio de los hijos de Dios.
Beato Álvaro del Portillo
Fuente: opusdei.org.
[1] Is 2, 3-4; 11, 9.
[2] Cfr. Is 32, 17.
[3] Jer 6, 14.
[4] San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 8-XII-1984, n. 1.
[5] Mt 15, 19.
[6] Is 66, 12.
[7] San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 8-XII-1984, n. 3
[8] San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 8-XII-1984, n. 10.
[9] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 308.
[10] San Juan Pablo II, Carta apostólica con ocasión del Año Internacional de la Juventud, 31-III-1985, n. 15.
[11] Job 7, 1.
[12] San Juan Crisóstomo, Catequesis III, 8.
[13] San Juan Crisóstomo, Catequesis III, 9.
[14] Concilio Vaticano II, decr. Presbyterorum Ordinis, n. 5.
[15] Cfr. Mt 11, 30.
[16] Mt 19, 16.
[17] Ibid. 17.
[18] Ibid. 21.
[19] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n. 92.
[20] San Juan Pablo II, Carta con ocasión del Año Internacional de la Juventud, 31-III-1985, nn. 8-9.
[21] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 301.
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