Ayer aprendí que hay una juventud activa e inquieta, capaz de convocar a treinta personas un viernes por la tarde en un bar de copas para hablar de todo lo humano con ningún respeto humano. Aprendí…
Ayer me invitaron a dar una charla a un grupo de jóvenes en el bar Versalles. El bar, aunque tenga este nombre tan parisino, está en Barcelona, que nadie se haga ilusiones, o sí, porque Barcelona es una de las ciudades más bonitas del mundo, si no la más.
La charla fue en una especie de altillo que tiene el bar. Retiraron las mesas, colocaron sillas en forma de U y se juntaron unos treinta jóvenes. Me pidieron hablar sobre noviazgo, amor y comunicación de pareja, y así lo hice. Tuve que improvisar un poco porque, mea culpa, me había confundido de charla y había preparado una sobre el matrimonio.
En la parte de abajo del bar había bastante gente y, entre la tendencia mediterránea de hablar alto y la euforia de un viernes por la noche, el murmullo era constante y elevado.
La primera parte de la sesión, a pesar de que mi voz no es especialmente buena y estaba saliendo de un constipado, tiré de garganta y agua.
Los lavabos del bar estaban en el altillo que ocupábamos, de modo que, cada ciertos minutos, aparecía un joven que reclamaba acceder al baño. El primero que subió, al ver que era imposible franquear las atestadas sillas, dijo en voz alta y con total desparpajo: “¡y los que queremos mear, qué hacemos! ¡Tenéis que dejar un pasillito, que esto es un bar!”
Todos le comprendimos, la naturaleza no espera, e hicimos el pasillo. Como el lavabo estaba detrás de mí, los que sentían la llamada de la naturaleza tenían que pasar junto a mí y abrir la puerta del baño justo a mi espalda. Uno de los asistentes me aconsejó: “Si quieres saludarles, es mejor que les des la mano al entrar que al salir”. Decidí saludarles con un movimiento de cabeza.
A mitad, se compadecieron de mí y sacaron un micrófono y un altavoz portátiles. El altavoz generó una cierta reacción de contagio y el murmullo del bar fue subiendo de tono para compensar el efecto megáfono.
A pesar de todo lo que he dicho, o quizás gracias a ello, la sesión fue profunda, divertida, colorista, variada y muy, muy fructífera. Y yo me sentí muy cómodo y acogido. Después, me invitaron a quedarme a cenar, aunque yo decliné, en coherencia con mi charla, porque había visto poco a mi familia esta semana.
El organizador de la charla se me disculpó antes, durante y después. Era la primera vez que él organizaba algo en ese bar y le había cogido por sorpresa. Pero a mí, no, porque yo sí había estado antes, hace un par de años, dando otra charla a jóvenes. Le dije que no hacía falta ninguna disculpa, que el que tenía que disculparse era yo por haberme equivocado de charla. No sé si me creyó. Espero que lo hiciera, porque yo me lo pase en grande y aprendí mucho.
Aprendí que hay una juventud activa e inquieta, capaz de convocar a treinta personas un viernes por la tarde en un bar de copas para hablar de todo lo humano con ningún respeto humano. Aprendí que las cosas más profundas se pueden tratar en cualquier momento y en cualquier ambiente. Aprendí que las ganas, la motivación y el buen ambiente de esta juventud pueden superar cualquier obstáculo. Aprendí que cuando hay “buen rollo”, hasta una cierta improvisación puede resultar una ventaja. Aprendí que tenemos que confiar en esta juventud que parece haberse propuesto de verdad cambiar el mundo utilizando todos los medios a su alcance.
Y volví a mi casa la mar de contento. Así que, Jordi, y tu amiga, la nieta de la dueña del bar, y todos los demás que, de forma tan generosa, ayudáis a elevar el tono humano de esta sociedad, muchas gracias a todos y mucho ánimo. No cejéis nunca en esta noble causa de la familia, el amor y la verdad.