El temor por el hecho de sentir la llamada de Dios no tiene por qué ser malo, sino que muchas veces es una muestra de que valoramos la importancia de lo que Él nos pide, y comprobamos que nos da cierto vértigo
Jonás era un hombre al que un buen día Dios le reveló de repente su vocación: “Anda y vete a Nínive, la gran ciudad, y predica en ella: porque el clamor de sus maldades ha subido hasta mi presencia”.
Dios le manifestó claramente su voluntad: quería contar con él para llegar a esas muchedumbres desorientadas que no le conocen, o que le conocen mal. El designio de Dios estaba bien claro, pero a pesar de eso, o quizá precisamente por eso, Jonás escapó. Se llenó de miedo. Se resistía al sacrificio, a la entrega de su vida a esa tarea que se le antojaba muy ardua. No captaba la grandeza y el atractivo de esa misión. Por eso se entristeció y huyó de Dios.
Lo suyo fue una escapada en toda regla. “Tomó el camino huyendo del Señor, y así que llegó a Jope, halló una nave que se hacía a la vela para Tarsis; pagó su pasaje, y entró en ella con los demás para llegar a Tarsis huyendo del Señor”. Huía de Dios y quizá aún más de sí mismo. Quería poner la mayor distancia posible, “airearse”, “probar otras cosas”, “conocer otros ambientes”… como quizá dirían ahora algunos cuando intuyen una voluntad de Dios cuya grandeza no saben apreciar. Pensaba que en medio del tráfago de otra ciudad, otro país, otras gentes, otro ambiente…, aquella voz se callaría, dejaría de oírla. Y abandonó su tierra, sus amigos, los lugares que le hablaban de Dios.
“Pero el Señor envió un viento recio sobre el mar, con lo que se movió en él una gran borrasca, de suerte que se hallaba la nave a punto de partirse”. Los marineros se asustaron. Intuían que aquella tremenda tempestad, que batía con tanta furia el barco, se debía a una poderosa razón divina. Jonás acabó por contarles su historia y aquellos hombres “comprendieron que huía, desobedeciendo a Dios”.
Jonás se arrepintió de su mala actitud y, después de diversas peripecias, finalmente obedeció y marchó a la ciudad que Dios le indicaba. Nínive era una ciudad enorme, hacían falta tres días de camino para recorrerla. Habló a los ninivitas con fuerza, los movió a hacer penitencia y consiguió que salieran de la inmoralidad en que vivían. Y Dios, “viendo las obras que hacían, y cómo se habían convertido de su mala vida, se movió a misericordia y no les envió los males que había declarado”. Nínive se convirtió y se salvó gracias a la predicación de Jonás.
Es bastante normal. Además, ese temor no tiene por qué ser malo, sino que muchas veces es una muestra de que valoramos la importancia de lo que Dios nos pide, y comprobamos que nos da cierto vértigo. Por eso, tener miedo puede incluso ser señal de vocación. Si todo te diera igual, no sentirías miedo. El hecho de plantearse la entrega a Dios, y el que esa idea nos imponga un poco, ya es un dato importante, pues muy pocos llegan a pensar nunca en esa posibilidad, y si alguien les hablara de ello no les produciría ninguna inquietud.
El mejor sistema es disponerse a escuchar la voz de Dios y a seguir su voluntad. Tener el coraje de decir que sí a lo que Dios nos pida. Aunque suponga derribar de un manotazo todo un mundo cómodo de seguridades en el que estamos instalados.
Así lo hizo la Virgen. Cuando el ángel le anuncia que va a ser Madre de Dios, se produce en ella una turbación natural, y el ángel la tranquiliza: “No temas”. Y le dice por qué: “Porque has hallado gracia ante los ojos de Dios”. Nosotros tampoco debemos tener miedo, porque Dios nos da la gracia necesaria para seguir el camino que nos señala.
Dios cuenta con todo eso. La percepción de la vocación, como sucedió con el anuncio del ángel a María, no es un acontecimiento aislado en la historia de la salvación, sino la continuación y culminación de una serie de intervenciones divinas anteriores. Dios va preparando todo, en la vida de cada uno, también lo que podría llamarse la psicología de la percepción de lo sobrenatural. Nos sitúa ante un anuncio que nos produce quizá maravilla, temor o admiración, ya que cuando percibimos la llamada captamos la trascendencia de lo que nos está sucediendo. Pero esa misma llamada nos ilumina interiormente y nos ayuda a superar el miedo natural que producen las intervenciones sobrenaturales.
De todas formas, la clave no está en el miedo, sino en cómo reaccionamos ante ese miedo. Porque lo que distingue a un cobarde de un héroe, no es el miedo, sino su capacidad de superar ese miedo. Y el miedo siempre aparece ante todas las decisiones importantes, que siempre suponen riesgos.
Unos te aconsejarán una cosa y otros otra. Si, por cobardía, tiendes a escuchar demasiado a los que “te apaciguan” y te dan “consejos tranquilizadores”, para así nunca asumir riesgos, no decidirás con acierto.
Es cierto, y por eso hay que encontrar un punto intermedio que nos aleje tanto de la temeridad como de la indecisión. Pero sabes que no puedes pedir una seguridad matemática, ni metafísica. Tienes que aceptar el riesgo del amor, pero recuerda que es un riesgo en manos de Dios.
Dios quizá quiere contar contigo para llegar a mucha gente. No busca un simple paso adelante, un gesto, o un poco de tu tiempo. A lo mejor te pide, como a Jonás, una dedicación completa. Te pide cambiar de planes, cambiar de vida. Te muestra, quizá, un cometido concreto, una misión. Es mejor no hacer oídos sordos, como él hizo al principio, a pesar de ser tan claro el querer de Dios. Tuvo miedo, como quizá ahora tú, y puede que ese miedo no sea un simple vientecillo en tu corazón, sino a lo mejor un viento cada vez más fuerte que acabe volteando las campanas de tu alma.
Las decisiones más importantes de la vida dan un poco de miedo, pero hay que tomarlas. Como decía Benedicto XVI en una entrevista previa a su viaje a Alemania en 2006, el mundo necesita de nuestro compromiso personal por la búsqueda del bien, y necesita
“el valor de tomar decisiones definitivas. En la juventud hay mucha generosidad, pero ante el riesgo de comprometerse para toda la vida, ya sea en el matrimonio o en el celibato, se experimenta miedo. El mundo está evolucionando mucho, y ahora parece que podemos disponer continuamente de nuestra vida entera con todos sus imprevisibles eventos futuros. ¿Entonces, con una decisión definitiva, no ato mi libertad y no me privo de la libertad de movimientos? Es preciso despertar el valor de atreverse a tomar decisiones definitivas, que en realidad son las únicas que hacen posible el crecimiento, caminar hacia adelante y alcanzar cualquier cosa importante en la vida, las únicas que no destruyen la libertad, sino que le ofrecen el mejor camino. Arriesgarse a dar este salto, tomar decisiones definitivas, y con eso acoger plenamente la vida, esto es algo que quisiera poder comunicar a los jóvenes”.
No puede olvidarse, por ejemplo, que el matrimonio no es simplemente un acto de sinceridad, de quien afirma con cierta solemnidad que cree que ama sinceramente al otro. Es sobre todo un acto de la voluntad, de quien se compromete a amar al otro, de quien sabe que la fuerza de ese amor no se mide por la intensidad emocional del momento presente, sino por la determinación de ambos para construir juntos ese camino de amor. Por eso el matrimonio es también un contrato entre dos personas que deciden libremente unir sus vidas, para los momentos buenos y para los malos, en la prosperidad y la adversidad, en la plenitud de la vida y en la enfermedad o la vejez.
Indudablemente, pues para adquirir compromisos importantes hay que haber sido educado −y haberse educado a uno mismo− en una actitud de compromiso habitual por la mejora del mundo que nos rodea. De lo contrario, los compromisos suelen eludirse, y eso lleva a que al final nos situemos casi inadvertidamente en unas coordenadas de egoísmo y de desimplicación.
Sentir un poco de miedo, o bastante, ante una decisión importante en la vida, no debe considerarse extraño. Una verdadera educación debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy muchos consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en todo su esplendor y su atractivo. De esa educación surge nuestro “no” a formas endebles y desfiguradas del amor o de la libertad, que son un “sí” al amor verdadero, a la realidad del hombre tal como ha sido creado por Dios.
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
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