En su catequesis, durante la Audiencia general de hoy, el Santo Padre ha meditado sobre cómo rezaba Jesús, quien “antes de tomar decisiones importantes, ora, dialoga con el Padre”
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra catequesis de hoy hace referencia al Evangelio de san Lucas, del que provienen los 3 himnos diarios de la Liturgia de las Horas: el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis, y que nos muestra a Jesús en una atmósfera de oración. Jesús es, sobre todo, el orante. En cada paso de su vida, es el Espíritu Santo quien lo guía en su actuar. Antes de tomar decisiones importantes, Jesús ora, dialoga con el Padre.
Este Evangelio también nos relata la petición de uno de los discípulos que suplica a Jesús que les enseñe a orar. Jesús les muestra con qué palabras y qué sentimientos deben tener para dirigirse a Dios. Lo hace enseñándoles el Padrenuestro las actitudes que el creyente debe tener cuando ora, que son la perseverancia y la confianza.
La perseverancia en la oración, porque aunque a veces pareciera que Dios no nos escucha, sin embargo no es así, porque ninguna oración queda desatendida. A la perseverancia se une la confianza puesta en Dios, porque Él es un Padre bueno y nunca olvida a sus hijos que sufren. La oración cambia la realidad, y nos cambia también a nosotros. Es, ya desde ahora, la victoria sobre la soledad y la desesperación; un camino que nos lleva a Dios, nuestro Padre, que espera todo y a todos con los brazos abiertos.
La catequesis de hoy hace referencia al Evangelio de Lucas. Porque es sobre todo este Evangelio, desde los relatos de la infancia, el que describe la figura de Cristo en una atmósfera de intensa oración. En él se contienen los tres himnos que marcan cada día la oración de la Iglesia: el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis.
Y en esta catequesis que seguimos sobre el Padrenuestro vemos a Jesús como orante. Jesús reza. En el relato de Lucas, por ejemplo, el episodio de la transfiguración surge de un momento de oración. Dice así: «Mientras rezaba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante» (9,29). Y cada paso de la vida de Jesús está como impulsado por el soplo del Espíritu que lo guía en todas sus acciones. Jesús reza en el bautismo en el Jordán, dialoga con el Padre antes de tomar las decisiones más importantes, se retira frecuentemente en soledad a rezar, intercede por Pedro que, de ahí a poco, lo negará. Dice así: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca» (Lc 22,31-32). Esto consuela: saber que Jesús reza por nosotros, reza por mí, por cada uno para que nuestra fe no decaiga. Y eso es verdad. “Pero padre, ¿todavía lo hace?” Todavía lo hace ante el Padre. Jesús reza por mí. Cada uno puede decirlo. Y también podemos decirle a Jesús: “Tú estás rezando por mí, sigue rezando, que lo necesito”. Así, valientes.
Incluso la muerte del Mesías está inmersa en un clima de oración, tanto que las horas de la pasión aparecen marcadas por una calma sorprendente: Jesús consuela a las mujeres, reza por sus verdugos, promete el paraíso al buen ladrón, y expira diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). La oración de Jesús parece suavizar las emociones más violentas, los deseos de venganza y revancha, reconcilia al hombre con su enemiga acérrima, reconcilia al hombre con esa enemiga que es la muerte.
En el Evangelio de Lucas también encontramos la petición, expresada por uno de los discípulos, de poder ser educados por Jesús mismo en la oración. Y dice así: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Veían que Él rezaba. “Enséñanos −también nosotros podemos decir al Señor−: Señor tú estás rezando por mí, lo sé, pero enséñame a rezar, para que también yo sepa rezar”. De esa petición −«Señor, enséñanos a orar»− nace una enseñanza bastante extensa, mediante la que Jesús explica a los suyos con qué palabras y sentimientos se deben dirigir a Dios.
La primera parte de esa enseñanza es precisamente el Padrenuestro. Rezad así: “Padre, que estás en los cielos”. “Padre”: esa palabra tan bonita de decir. Podemos estar todo el tiempo de la oración solo con esa palabra: “Padre”. Y sentir que tenemos un padre: no un patrón ni un padrastro. No: un padre. El cristiano se dirige a Dios llamándolo principalmente “Padre”.
En la enseñanza que Jesús da a sus discípulos es interesante detenerse en algunas instrucciones que enmarcan el texto de la oración. Para darnos confianza, Jesús explica algunas cosas. Insiste en la actitud del creyente que reza. Por ejemplo, está la parábola del amigo inoportuno, que va a molestar a toda una familia que duerme porque, de manera imprevista, ha llegado una persona de un viaje y no tiene pan para darle. ¿Qué dice Jesús del que llama a la puerta y despierta al amigo?: «Os digo −explica Jesús− que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite» (Lc 11,8). Con esto quiere enseñarnos a rezar y a insistir en la oración. E inmediatamente después pone el ejemplo de un padre que tiene un hijo hambriento. Los padres y abuelos que estáis aquí, cuando el hijo o el nieto le pide algo, tiene hambre, y pide y pide, y hasta llora y grita porque tiene hambre: «¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente?» (v. 11). Todos tenéis experiencia cuando el hijo pide, y le dais de comer lo que pide, por su bien. Con estas palabras Jesús enseña que Dios responde siempre, que ninguna oración quedará desatendida. ¿Por qué? Porque es Padre, y no olvida a sus hijos que sufren.
Pero estas afirmaciones nos ponen en crisis, porque muchas de nuestras oraciones parece que no obtengan ningún resultado. ¿Cuántas veces hemos pedido y no obtenido −todos tenemos experiencia−, cuántas veces hemos llamado y encontrado una puerta cerrada? Jesús nos recomienda, en esos momentos, insistir y no darnos por vencidos. La oración transforma siempre la realidad, siempre. Si no cambian las cosas a nuestro alrededor, al menos cambiamos nosotros, cambia nuestro corazón. Jesús ha prometido el don del Espíritu Santo a todo hombre y mujer que reza.
Podemos estar seguros de que Dios responderá. La única incertidumbre es cuándo, pero no dudemos de que Él responderá. Quizá nos toque insistir toda la vida, pero Él responderá. Nos lo ha prometido: Él no es como un padre que da una serpiente en vez de un pez. No hay nada más cierto: el deseo de felicidad que todos llevamos en el corazón un día se cumplirá. Dice Jesús: «¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar?» (Lc 18,7). Sí, hará justicia, nos escuchará. ¡Qué día de gloria y de resurrección será ese! Rezar es desde ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Rezar. La oración cambia la realidad, no lo olvidemos. O cambia las cosas o cambia nuestro corazón, pero siempre cambia. Rezar es desde ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Es como ver cada fragmento de la creación pululando en el sopor de una historia de la que a veces no captamos el porqué. Pero está en movimiento, está en camino, y al final de cada camino, ¿qué hay al final de nuestra senda? Al final de la oración, al final de un tiempo en que estamos rezando, al final de la vida: ¿qué hay? Hay un Padre que espera todo y espera a todos con los brazos abiertos de par en par. Miremos a ese Padre.
Me alegra saludar a los peregrinos provenientes de Francia y de otros países francófonos, en particular a los seminaristas y formadores de la Archidiócesis de Paris y del Ordinariato Militar, acompañados por el Arzobispo Aupetit y sus Auxiliares, junto al Ordinario, Mons. De Romanet. Saludo también al grupo de Aprendices de Auteuil. Que el Espíritu Santo pueda ayudaros a insistir en la oración y a no daros nunca por vencidos. Es seguro que Dios responderá a nuestra oración, porque es nuestro Padre y nos espera con los brazos abiertos. ¡Dios os bendiga!
Doy la bienvenida a los peregrinos de lengua inglesa presentes en esta Audiencia, especialmente a los grupos provenientes de los Estados Unidos de América. Para vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor Jesucristo. ¡Dios os bendiga!
Saludo de todo corazón a los peregrinos de lengua alemana. Para vuestro camino de fe, os deseo la correcta actitud interior que viene de la oración, y os conduce siempre de nuevo a la oración. Cuando se lo pedimos sinceramente, el Padre celestial nos da todo lo que llena realmente nuestra vida. ¡Dios os bendiga!
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús nos dé la gracia de entender que la oración conmueve el corazón de Dios, Padre compasivo, que nos ama y nos da su Espíritu Santo; y que la Virgen Santa nos ayude a ser hombres y mujeres de oración, y a confiar en la bondad del Señor que siempre nos escucha. Muchas gracias.
Con agradecimiento y cariño saludo a todos los peregrinos de lengua portuguesa, invocando sobre vuestros pasos la alegría del encuentro con Dios: Jesucristo es la Tienda divina en medio de nosotros; id a Él, vivid en su gracia y tendréis la vida eterna. Que sobre vosotros y vuestras familias descienda la Bendición de Dios.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los provenientes de Medio Oriente. Queridos hermanos y hermanas, ¡llamad y se os abrirá! ¡Nunca os deis por vencidos! La oración transforma siempre la realidad: si en torno a nosotros las cosas no cambian, al menos cambiamos nosotros. ¡El Señor os bendiga!
Saludo cordialmente a todos los polacos participantes en esta Audiencia. Hermanos y hermanas, en el Nuevo Año 2019, recién iniciado, no olvidéis el poder de la oración. Al confiar al Señor en la oración del “Padrenuestro” vuestros problemas, estad seguros de que obtendréis de Él todo lo que sea para vosotros sea bueno, útil y necesario. Fiándoos de la bondad del Señor, comprenderéis el sentido de los acontecimientos y el fin de vuestra vida. Que en vuestra oración no falten la confianza y la perseverancia. ¡Sea alabado Jesucristo!
Dirijo un cordial saludo y una bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. Me alegra recibir a los sacerdotes de la diócesis de Trapani, acompañados por su Obispo, Mons. Pietro Maria Fragnelli y a los seminaristas del Ordinariato Militar de Italia, con el Arzobispo, Mons. Santo Marcianò. Saludo a las parroquias, en particular a la de los Santos Cosme y Damián de Terracina; a la Asociación “Los hijos de la luz” y al Instituto Vassalluzzo de Roccapiemonte.
Un pensamiento particular a los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. ¡Son muchos hoy! El domingo que viene celebraremos la Fiesta del Bautismo del Señor. Esa celebración, que cierra el tiempo litúrgico de Navidad, nos invita a redescubrir la gracia del Sacramento de nuestro bautismo. El bautismo nos ha hecho cristianos, incorporándonos a Cristo y a su Iglesia. Todos sabemos la fecha de nuestro nacimiento, pero no todos saben la fecha del bautismo, que es el nacimiento a la vida de la Iglesia, cuando el Espíritu Santo viene al corazón. Por eso os pido, hoy por ejemplo, para prepararnos a la Fiesta del próximo domingo, preguntar −a los que lo saben, recordarlo−, y a los que no saben la fecha del bautismo, preguntar a los familiares, a los padrinos, a los padres, a los abuelos: “¿Cuándo nací a la vida de la fe?”. Es decir: “¿Cuándo fui bautizado?”. Y fijar siempre en el corazón la fecha del bautismo. ¿Lo haréis? Es muy importante celebrar el día del bautismo. Agradezcamos al Señor el don de la fe y pidamos al Espíritu Santo la fuerza de ser valientes testigos de Jesús.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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