El trabajo humano no es nunca una simple mercancía, ni el trabajador un recurso humano más, dentro del proceso productivo. El trabajo es siempre un acto de la persona
Hay una importante distinción, que no es una sutileza académica, sino que corresponde a la índole de la realidad: “El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En sentido objetivo, es el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir, para dominar la tierra, según las palabras del libro del Génesis. El trabajo en sentido subjetivo es el actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones que pertenecen al proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal” (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 270).
Una sociedad con rostro humano debe tener muy en cuenta esta distinción: «El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque, como “imagen de Dios”, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo” (San Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6).
El trabajo en sentido objetivo tiene un valor circunstancial. En cambio el trabajo en sentido subjetivo tiene un carácter esencial y permanente: “El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, que varía incesantemente en sus modalidades con la mutación de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas. El trabajo en sentido subjetivo se configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no depende de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que ejercita, sino sólo y exclusivamente de su dignidad de ser personal. Esta distinción es decisiva, tanto para comprender cuál es el fundamento último del valor y de la dignidad del trabajo, cuanto para implementar una organización de los sistemas económicos y sociales, respetuosa de los derechos del hombre” (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 270).
El trabajo humano no es nunca una simple mercancía, ni el trabajador un recurso humano más, dentro del proceso productivo. El trabajo es siempre un acto de la persona: “Cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza–trabajo, a valor exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente humana. La persona es la medida de la dignidad del trabajo” (idem, n. 271).
Hace falta un reajuste de la mentalidad, para valorar siempre que es el hombre mismo el que realiza el trabajo, aquello que determina su calidad y su más alto valor. Para que no ocurra el hecho de que “la actividad laboral y las mismas técnicas utilizadas se consideran más importantes que el hombre mismo y, de aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad” (idem).
El trabajo humano procede de la persona y está también orientado hacia el bien de la persona: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Así «la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre −aunque fuera el trabajo “más corriente”, más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina−, sigue siendo siempre el hombre mismo» (San Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2428).