El Santo Padre ha recordado el tema de los escándalos en la Iglesia, como el de los abusos contra los niños, pero también recuerda a los numerosos mártires, a los nuevos santos y que la luz es más fuerte que las tinieblas
«La noche está avanzada, el día está cerca. Abandonemos, por tanto, las obras
de las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz» (Rm 13,12).
Queridos hermanos y hermanas, envueltos en la alegría y la esperanza que irradian del rostro del Niño divino, nos encontramos también este año para felicitarnos la Navidad, llevando en el corazón todas las fatigas y alegrías del mundo y de la Iglesia.
Os deseo de todo corazón una Santa Navidad a vosotros, a vuestros colaboradores, a todas las personas que prestan servicio en la Curia, a los Representantes Pontificios y a los colaboradores de las Nunciaturas. Y quiero agradeceros vuestra dedicación diaria al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia y del Sucesor de Pedro. ¡Muchas gracias! Permitidme también dar una calurosa bienvenida al nuevo Sustituto de la Secretaría de Estado, Su Excelencia Mons. Edgar Peña Parra, que inició su servicio, delicado e importante, el pasado 15 de octubre. Su proveniencia venezolana refleja la catolicidad de la Iglesia y la necesidad de abrir cada vez más los horizontes hasta los confines de la tierra. ¡Bienvenido, querida Excelencia, y buen trabajo!
La Navidad es la fiesta que nos llena de alegría y nos da la certeza de que ningún pecado será nunca más grande que la misericordia de Dios, y ningún acto humano podrá jamás impedir al alba de la luz divina nacer y renacer en los corazones de los hombres. Es la fiesta que nos invita a renovar el compromiso evangélico de anunciar a Cristo, Salvador del mundo y luz del universo. Pues si «Cristo “santo, inocente, inmaculado” (Hb 7,26), no conoció el pecado (cfr. 2Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación. La Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” −entre las persecuciones del espíritu mundano y los consuelos del Espíritu de Dios− anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cfr. 1Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» (Lumen gentium, 8).
Por tanto, con la firme convicción de que la luz es siempre más fuerte que la oscuridad, quisiera reflexionar con vosotros sobre la luz que conecta la Navidad −es decir, la primera venida en humildad−, con la Parusía −la segunda venida en esplendor−, y nos confirma con la esperanza de que nunca defrauda. Esa esperanza de la que depende la vida de cada uno de nosotros y toda la historia de la Iglesia y del mundo. ¡Sería fea una iglesia sin esperanza!
Jesús, en realidad, nace en una situación sociopolítica y religiosa cargada de tensión, de agitaciones y de oscuridad. Su nacimiento, por una parte esperado y por otra rechazado, resume la lógica divina que no se detiene ante el mal, es más lo transforma radical y gradualmente en bien, y también la lógica maligna que transforma incluso el bien en mal, para llevar a la humanidad a permanecer en la desesperación y en las tinieblas: «la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron» (Jn 1,5).
Cada año la Navidad nos recuerda, sin embargo, que la salvación de Dios, dada gratuitamente a toda la humanidad, a la Iglesia y en particular a nosotros, personas consagradas, no actúa sin nuestra voluntad, sin nuestra cooperación, sin nuestra libertad, sin nuestro esfuerzo diario. La salvación es un don, es verdad, pero un don que debe ser recibido, conservado y hecho fructificar (cfr. Mt 25,14-30). Ser cristianos, en general, y para nosotros en particular ser ungidos, consagrados del Señor, no significa comportarnos como un círculo de privilegiados que creen tener a Dios en el bolsillo, sino como personas que se saben amadas por el Señor a pesar de ser pecadores e indignos. Los consagrados no son otra cosa que siervos en la viña del Señor que deben dar, a su tiempo, la cosecha y lo obtenido al Dueño de la viña (cfr. Mt 20,1-16).
La Biblia y la historia de la Iglesia nos demuestran que tantas veces hasta los mismos elegidos, a lo largo del camino, empiezan a pensar, a creer y a comportarse como dueños de la salvación y no como beneficiarios, como controladores de los misterios de Dios y no como humildes distribuidores, como funcionarios de aduana de Dios y no como siervos del rebaño a ellos confiado.
Muchas veces –por celo excesivo y mal dirigido– en vez de seguir a Dios nos ponemos delante de Él, como Pedro que criticó al Maestro y mereció el reproche más duro que Cristo haya dirigido nunca a una persona: «¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mc 8,33).
Queridos hermanos y hermanas, en el mundo turbulento, la barca de la Iglesia este año ha vivido y vive momentos difíciles, y ha sida envestida por tempestades y huracanes. Muchos se han encontrado preguntando al Maestro, que aparentemente dormía: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Otros, sorprendidos por las noticias, han empezado a perder la confianza en ella y a abandonarla; otros, por miedo, por interés, por oscuros motivos, han intentado percutir su cuerpo aumentando las heridas; otros no esconden su satisfacción al verla difamada; pero muchísimos siguen agarrándose con la certeza de que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).
Mientras tanto, la Esposa de Cristo prosigue su peregrinar entre alegrías y aflicciones, entre éxitos y dificultades, externas e internas. Ciertamente las dificultades internas son siempre las más dolorosas y más destructivas.
Muchas son las aflicciones. Cuántos inmigrantes –obligados a dejar la patria y arriesgar la vida– encuentran la muerte, o cuántos sobreviven pero encuentran las puertas cerradas y a sus hermanos en humanidad ocupados en conquistas políticas y de poder. ¡Cuánto miedo y prejuicio! ¡Cuántas personas y cuántos niños mueren cada día por falta de agua, de comida y de medicinas! ¡Cuánta pobreza y miseria! ¡Cuánta violencia contra los débiles y contra las mujeres! ¡Cuántos escenarios de guerras declaradas y no declaradas! ¡Cuánta sangre inocente se derrama cada día! ¡Cuánta inhumanidad y brutalidad nos rodean por todas partes! ¡Cuántas personas son sistemáticamente torturadas todavía hoy en las estaciones de policía, en las cárceles y en los campos de prófugos en diversas partes del mundo!
Vivimos también, en realidad, una nueva época de mártires. Parece que la cruel y atroz persecución del imperio romano no conozca fin. Nuevos Nerones nacen continuamente para oprimir a los creyentes, solo por su fe en Cristo. Nuevos grupos extremistas se multiplican tomando como punto de mira las iglesias, los lugares de culto, los ministros y los simples fieles. Nuevos y viejos círculos y conciliábulos viven alimentándose de odio y hostilidad hacia Cristo, la Iglesia y los creyentes. ¡Cuántos cristianos viven todavía hoy bajo el peso de la persecución, de la marginación, de la discriminación y de la injusticia en tantas partes del mundo! Sin embargo, siguen valientemente abrazando la muerte para no negar a Cristo. ¡Qué difícil es, hoy día, vivir libremente la fe en tantas partes del mundo donde falta la libertad religiosa y la libertad de conciencia!
Por otra parte, el ejemplo heroico de los mártires y de los numerosísimos buenos samaritanos, o sea de jóvenes, familias, movimientos caritativos y de voluntariado y tantos fieles y consagrados, no nos hace olvidar el anti-testimonio y los escándalos de algunos hijos y ministros de la Iglesia.
Me limito aquí solamente a las dos plagas de los abusos y de la infidelidad.
La Iglesia desde hace varios años está seriamente empeñada en erradicar el mal de los abusos, que grita venganza al Señor, al Dios que nunca olvida el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de clérigos y personas consagradas: abusos de poder, de conciencia y sexuales.
Pensando en esto doloroso tema me vino a la cabeza la figura del rey David –un «ungido del Señor» (cfr. 1Sam 16,13; 2Sam 11–12). Él, de cuya descendencia deriva el Niño Divino −llamado también el “Hijo de David”−, a pesar de haber sido elegido rey y ungido del Señor, cometió un triple pecado, tres graves abusos a la vez: abuso sexual, de poder y de conciencia. Tres abusos distintos, pero que convergen y se solapan.
La historia comienza, como sabemos, cuando el rey, a pesar de ser experto en guerras, se queda en casa ocioso en vez de ir con el pueblo de Dios a la batalla. David aprovecha, por su comodidad e interés, su ser rey (abuso de poder). El ungido, abandonándose a la comodidad, inicia el irrefrenable declive moral y de conciencia. Y es precisamente en ese contexto cuando, desde la terraza del palacio, ve a Betsabé, mujer de Urías el hitita, mientras se bañaba, y se siente atraído (cfr. 2Sam 11). La manda llamar y se une a ella (otro abuso de poder, más abuso sexual). Así abusa de una mujer casada y sola y, para tapar su pecado, llama a casa a Urías e intenta en vano convencerlo de que pase la noche con su mujer. Y posteriormente ordena al jefe del ejército que exponga a Urías a una muerte segura en la batalla (otro abuso de poder, más abuso de conciencia). La cadena del pecado se extiende como mancha de aceite y rápidamente se convierte en una red de corrupción. Él se quedó en casa ocioso.
De las chispas de la pereza y de la lujuria, y del “bajar la guardia”, inicia la cadena diabólica de los pecados graves: adulterio, mentira y homicidio. Presumiendo, siendo rey, de poder hacerlo todo y obtenerlo todo, David intenta también engañar al marido de Betsabé, a la gente, a sí mismo e incluso a Dios. El rey descuida su relación con Dios, trasgrede los mandamientos divinos, hiere su propia integridad moral, sin tan siquiera sentirse culpable. El ungido continuaba ejerciendo su misión como si nada. Lo único que le importaba era salvaguardar su imagen y su apariencia. «Porque quienes sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden descuidarse en una especie de atontamiento o adormecimiento. Como no encuentran algo grave que reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a poco se va apoderando de su vida espiritual y terminan desgastándose y corrompiéndose» (Gaudete et exsultate, 164). De pecadores acaban convirtiéndose en corruptos.
También hoy hay muchos “ungidos del Señor”, hombres consagrados, que abusan de los débiles, aprovechando su poder moral y de persuasión. Hacen abominaciones y siguen ejerciendo su ministerio como si nada; no temen a Dios o a su juicio, sino que temen solo ser descubiertos y desenmascarados. Ministros que hieren el cuerpo de la Iglesia, causando escándalos y desacreditando la misión salvadora de la Iglesia y los sacrificios de tantos hermanos suyos.
También hoy, queridos hermanos y hermanas, muchos David, sin parpadear, entran en la red de corrupción, traicionan a Dios, sus mandamientos, su propia vocación, a la Iglesia, al pueblo de Dios y la confianza de los pequeños y de sus familiares. A menudo, tras su desmesurada gentileza, impecable diligencia y cara angelical, esconden impudorosamente un lobo atroz dispuesto a devorar almas inocentes.
Los pecados y los crímenes de las personas consagradas se tiñen de colores aún más oscuros de infidelidad, de vergüenza y deforman el rostro de la Iglesia minando su credibilidad. Porque la Iglesia, junto a sus hijos fieles, es también víctima de estas infidelidades y de estos verdaderos y auténticos “delitos de peculado”.
Queridos hermanos y hermanas, quede claro que ante estas abominaciones la Iglesia no ahorrará esfuerzos en hacer todo lo necesario para entregar a la justicia a cualquiera que haya cometido dichos delitos. La Iglesia nunca intentará enterrar o subestimar ningún caso. Es innegable que algunos responsables, en el pasado, por ligereza, por incredulidad, por falta de preparación, por inexperiencia –debemos juzgar el pasado con la hermenéutica del pasado– o por superficialidad espiritual y humana han tratado muchos casos sin la debida seriedad e prontitud. Eso no debe pasar nunca más. Esta es la postura y la decisión de toda la Iglesia.
En febrero próximo la Iglesia recordará su firme voluntad de proseguir, con toda su fuerza, por el camino de la purificación. La Iglesia se interrogará, valiéndose también de expertos, sobre cómo proteger a los niños; cómo evitar tales desastres, cómo cuidar y reintegrar a las víctimas; cómo reforzar la formación en los seminarios. Se procurará transformar los errores cometidos en oportunidad para desterrar dicha plaga no solo del cuerpo de la Iglesia sino también del de la sociedad. Pues, si esta gravísima calamidad ha llegado a afectar a algunos ministros consagrados, nos preguntamos: ¿Cuán profunda sería en nuestras sociedades y en nuestras familias? La Iglesia pues no se limitará a cuidarse, sino que intentará afrontar este mal que causa la muerte lenta de tantas personas, a nivel moral, psicológico y humano.
Queridos hermanos y hermanas, hablando de esta plaga, algunos dentro de la Iglesia se enfadan con ciertos medios de comunicación, acusándoles de ignorar la gran mayoría de los casos de abusos, que no son cometidos por clérigos de la Iglesia −las estadísticas hablan de más del 95%− y acusándoles de querer intencionalmente dar una falsa imagen, como si ese mal solo hubiese afectado a la Iglesia Católica. En cambio, yo querría agradecer vivamente a los medios que han sido honestos y objetivos y que han intentado desenmascarar a esos lobos y dar voz a las víctimas. Aunque se tratase de un solo caso de abuso −que representa ya per sé una monstruosidad− la Iglesia pide no callar y sacarlo objetivamente a la luz, porque el escándalo más grande en esta materia es el de tapar la verdad.
Recordemos todos que solo gracias al encuentro con el profeta Natán David comprende la gravedad de su pecado. Necesitamos hoy nuevos Natán que ayuden a los muchos David a despertarse de una vida hipócrita y perversa. Por favor, ayudemos a la Santa Madre Iglesia en su tarea difícil, la de reconocer los casos verdaderos distinguiéndolos de los falsos, las acusaciones de las calumnias, los rencores de las insinuaciones, los rumores de las difamaciones. Una tarea bastante difícil, en cuanto los verdaderos culpables saben esconderse escrupulosamente, hasta el punto de que tantas mujeres, madres y hermanas no logran descubrirlos en las personas más cercanas: maridos, padrinos, abuelos, tíos, hermanos, vecinos, maestros... También las víctimas, bien escogidas por sus predadores, a menudo prefieren el silencio e incluso, a merced del miedo, se someten a la vergüenza y al terror de ser abandonadas.
Y a cuantos abusan de los menores querría decirles: convertíos y entregaos a la justicia humana, y preparaos para la justicia divina, acordándoos de las palabras de Cristo: «Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo hundieran en el fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que vengan los escándalos. Sin embargo, ¡ay del hombre por cuya culpa se produce el escándalo!» (Mt 18,6-7).
Queridos hermanos y hermanas, ahora permitidme hablar también de otra aflicción, la infidelidad de los que traicionan su vocación, su juramento, su misión, su consagración a Dios y a la Iglesia; los que se esconden tras buenas intenciones para apuñalar a sus hermanos y sembrar cizaña, división y desconcierto; personas que siempre encuentran justificaciones, hasta lógicas, incluso espirituales, para continuar recorriendo imperturbables la senda de la perdición.
Y esa no es una novedad en la historia de la Iglesia. San Agustín, hablando del buen grano y de la cizaña, afirma: «¿Acaso creéis, hermanos míos, que la cizaña no puede llegar hasta las cátedras episcopales? ¿Creéis quizá que solo se da en las clases bajas y no en las superiores? ¡Quiera el cielo que nosotros no seamos cizaña! […] Hasta en las cátedras episcopales hay trigo y hay cizaña; y entre las varias comunidades de fieles hay trigo y hay cizaña» (Sermo 73,4: PL 38,472).
Estas palabras de San Agustín nos exhortan a recordar el proverbio: “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”; y nos ayudan a entender que el Tentador, el Gran Acusador, es el que divide, siembra discordia, insinúa enemistad, persuade a los hijos y los lleva a dudar.
En realidad, tras esos sembradores de cizaña se encuentran casi siempre las treinta monedas de plata. Por eso la figura de David nos lleva a la de Judas Iscariote, otro elegido por el Señor que vende y entrega a la muerte a su maestro. David pecador y Judas Iscariote estarán siempre presentes en la Iglesia, en cuanto representan la debilidad, que forma parte de nuestro ser humano. Son imágenes de los pecados y de los crímenes realizados por personas elegidas y consagradas. Unidos en la gravedad del pecado, sin embargo se distinguen en la conversión. David se arrepintió confiándose a la misericordia de Dios, mientras que Judas se suicidó.
Así pues, todos nosotros, para hacer brillar la luz de Cristo, tenemos el deber de combatir toda corrupción espiritual, que «es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras el gran pecador David supo remontar su miseria» (Gaudete et exsultate, 165).
Pasemos a las alegrías. Han sido numerosas este año, por ejemplo, el buen resultado del Sínodo dedicado a los jóvenes, del que hablaba el Cardenal Decano. Los pasos dados hasta ahora en la reforma de la Curia. Muchos se preguntan: ¿cuándo acabará? Nunca acabará, pero los pasos son buenos. Por ejemplo, los trabajos de claridad y transparencia en la economía; los laudables esfuerzos realizados por la Oficina del Revisor General y por la Autoridad de Información Financiera; los buenos resultados logrados por el Instituto para las Obras de Religión; la nueva Ley del Estado de la Ciudad del Vaticano; el Decreto sobre el trabajo en el Vaticano, y tantas otras realizaciones menos visibles. Recordemos, entre las alegrías, los nuevos Beatos y Santos que son las “piedras preciosas” que adornan el rostro de la Iglesia e irradian en el mundo esperanza, fe y luz. Es obligado mencionar aquí a los 19 mártires de Argelia: «Diecinueve vidas entregadas por Cristo, por su Evangelio y por el pueblo argelino, […] modelos de santidad corriente, la santidad “de la puerta de al lado”» (Thomas Georgeon, “En el signo de la fraternidad”, L’Osservatore romano, 8-XII-2018, p. 6); el alto número de fieles que cada año, al recibir el Bautismo, renuevan la juventud de la Iglesia, como madre siempre fecunda, y los numerosísimos hijos que regresan a casa y vuelven a abrazar la fe y la vida cristiana; las familias y los padres que viven seriamente la fe y la trasmiten diariamente a sus hijos a través de la alegría de su amor (cfr. Amoris laetitia, 259-290); el testimonio de tantos jóvenes que deciden valientemente la vida consagrada y el sacerdocio.
Un verdadero motivo de alegría es también el gran número de consagrados y consagradas, obispos y sacerdotes, que viven diariamente su vocación con fidelidad, silencio, santidad y abnegación. Son personas que iluminan lo oscuro de la humanidad, con su testimonio de fe, de amor y de caridad. Personas que trabajan pacientemente, por amor a Cristo y a su Evangelio, a favor de los pobres, de los oprimidos y de los últimos, sin buscar salir en las primeras páginas de los periódicos ni ocupar los primeros puestos. Personas que, dejando todo y ofreciendo su vida, llevan la luz de la fe donde Cristo está abandonado, sediento, hambriento, encarcelado y desnudo (cfr. Mt 25,31-46). Y pienso particularmente en los numerosos párrocos que dan cada día buen ejemplo al pueblo de Dios, sacerdotes cercanos a las familias, conocen los nombres de todos y viven su vida con sencillez, fe, celo, santidad y caridad. Personas olvidadas por los medios pero sin las cuales reinaría la oscuridad.
Queridos hermanos y hermanas, hablando de la luz, de la aflicciones, de David y de Judas, he querido destacar el valor de la conciencia, que se debe transformar en un deber de vigilancia y protección por parte de quien, en las estructuras de la vida eclesiástica y consagrada, ejerce el servicio de gobierno. En realidad, la fuerza de cualquier Institución no reside en estar compuesta por hombres perfectos (eso es imposible) sino en su voluntad de purificarse continuamente; en su capacidad de reconocer humildemente los errores y corregirlos; en su habilidad de levantarse de las caídas; en ver la luz de la Navidad que parte del pesebre de Belén, recorre la historia y llega hasta la Parusía.
Es necesario pues abrir nuestro corazón a la verdadera luz, Jesucristo: la luz que puede iluminar la vida y transformar nuestras tinieblas en luz; la luz del bien que vence el mal; la luz del amor que supera el odio; la luz de la vida que derrota a la muerte; la luz divina que transforma en luz todo y todos; la luz de nuestro Dios: pobre y rico, misericordioso y justo, presente y escondido, pequeño y grande.
Recordemos las palabras estupendas de San Macario el Grande, padre del desierto egipcio del siglo IV, que, hablando de la Navidad, afirma: «¡Dios se hace pequeño! El inaccesible e increado, en su infinita e inimaginable bondad ha asumido un cuerpo y se ha hecho pequeño. En su bondad ha bajado de su gloria. Nadie, en los cielos y en la tierra puede comprender la grandeza de Dios y nadie, e los cielos y en la tierra puede comprender cómo Dios se hace pobre y pequeño para los pobres y pequeños. Como es incomprensible su grandeza, asó lo es también su pequeñez» (cfr. Homilías IV, 9-10; XXXII, 7: en Espíritu y fuego. Homilías espirituales. Colección II, Qiqajon-Bose, Magnano 1995, p. 88-89; 332-333).
Recordemos que la Navidad es la fiesta del «Dios grande que se hace pequeño y en su pequeñez no deja de ser grande. Y en esa dialéctica, grande es pequeño: es la ternura de Dios. Esa palabra que la mundanidad intenta siempre quitar del diccionario: ternura. El Dios grande que se hace pequeño, que es grande y sigue haciéndose pequeño» (cfr. Homilía en Santa Marta, 14-XII-2017; Homilía en Santa Marta, 25-IV-2013).
La Navidad nos da cada año la certeza de que la luz de Dios continuará brillando a pesar de nuestra miseria humana; la certeza de que la Iglesia saldrá de estas tribulaciones, aún más bella y purificada y espléndida. Porque todos los pecados, las caídas y el mal cometido por algunos hijos de la Iglesia no podrán jamás oscurecer la belleza de su rostro, es más, dan incluso la prueba cierta de que su fuerza no está en nosotros, sino que está sobre todo en Cristo Jesús, Salvador del mundo y Luz del universo, que la ama y dio su vida por ella, su esposa. La Navidad da la prueba de que los graves males cometidos por algunos nunca podrán ofuscar todo el bien que la Iglesia realiza gratuitamente en el mundo. La Navidad da la certeza de que la verdadera fuerza de la Iglesia y de nuestra labor diaria, tantas veces escondida –como la de la Curia, donde hay santos–, está en el Espíritu Santo que la guía y la protege a través de los siglos, transformando incluso los pecados en ocasiones de perdón, las caídas en ocasiones de renovación, el mal en ocasión de purificación y victoria.
¡Muchas gracias y feliz Navidad a todos!
También este año quería dejaros un pensamiento. Es un clásico: el Compendio de teología ascética y mística de Tanquerey, pero en la reciente edición elaborada por Mons. Libanori, Obispo auxiliar de Roma, y por el padre Forlai, director espiritual del Seminario de Roma. Creo que es bueno. No leerlo de principio a fin, sino buscar en el índice esta virtud, esta actitud, esta cosa… Nos hará bien, para la reforma de cada uno de nosotros y la reforma de la Iglesia. ¡Es para vosotros!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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