Esta mañana el Santo Padre ha tenido un encuentro con los trabajadores del Vaticano y sus familias para felicitarles la Navidad
Queridos hermanos y hermanas, gracias por haber venido, muchos también con sus familiares. Me ha gustado saludar a las familias, pero el premio es para la bisabuela de 93 años, con la hija, que es abuela, con los padres y los dos niños. ¡Es bonita la familia así! Y vosotros trabajáis por la familia, por los hijos, para sacar adelante la familia. ¡Es una gracia! Proteged las familias. ¡Y feliz Navidad a todos!
La Navidad es por excelencia una fiesta alegre, pero a menudo nos damos cuenta de que la gente, y quizá nosotros mismos, estamos pillados por tantas cosas y al final la alegría no está, o si está, es muy superficial. ¿Por qué?
Me ha venido a la cabeza aquella expresión del escritor francés León Bloy: «No hay más que una tristeza, […] la de no ser santos» (La mujer pobre; cfr. Gaudete et exsultate, 34). Así que, lo contrario de la tristeza, es decir la alegría, está unida a ser santos. También la alegría de la Navidad. Ser buenos, al menos tener el deseo de ser buenos.
Miremos al pesebre. ¿Quién es feliz en el pesebre? Esto me gustaría preguntároslo a los niños, que os gusta mirar las figuritas… y quizá hasta moverlas un poco, desplazarlas, haciendo enfadar a papá, que las ha colocado con tanto esmero.
Entonces, ¿quién es feliz en el pesebre? La Virgen y San José están llenos de alegría: miran al Niño Jesús y son felices porque, tras mil preocupaciones, han recibido este Regalo de Dios, con tanta fe y tanto amor. Están “rebosando” santidad y, por tanto, alegría. Y me diréis: “¡Por supuesto! ¡Son la Virgen y San José!”. Sí, pero no pensemos que para ellos fue fácil: santos no se nace, se hace, y esto vale también para ellos.
Luego, llenos de alegría están los pastores. También los pastores son santos, cierto, porque han respondido al anuncio de los ángeles, han acudido enseguida a la gruta y han reconocido la señal del Niño en el pesebre. No era tan obvio. En concreto, en los pesebres suele haber un pastorcillo joven que mira a la gruta con aire soñador, encantado: ese pastor expresa la alegría asombrosa de quien acoge el misterio de Jesús con ánimo de chiquillo. Eso es un rasgo de la santidad: conservar la capacidad de asombrarse, de maravillarse ante los dones de Dios, ante sus “sorpresas”, y el don más grande, la sorpresa siempre nueva es Jesús. ¡La gran sorpresa es Dios!
Además, en algunos belenes, en los más grandes, con muchos personajes, están los oficios: el zapatero, el aguador, el herrero, el panadero…, y así sucesivamente. Y todos son felices. ¿Por qué? Porque están como “contagiados” por la alegría del acontecimiento en el que participan, es decir, el nacimiento de Jesús. Así también su trabajo es santificado por la presencia de Jesús, por su venida en medio de nosotros.
Y esto nos hace pensar también en nuestro trabajo. Naturalmente trabajar tiene siempre una parte de fatiga, es normal. Pero yo en mi tierra conocí a alguno que nunca se cansaba: fingía trabajar, pero no trabajaba. ¡No se cansaba, se entiende! Pero si cada uno refleja un poco de la santidad de Jesús, basta poco, un pequeño rayo −una sonrisa, un detalle, una cortesía, un pedir perdón− entonces todo el ambiente del trabajo se vuelve más “respirable”, ¿no es verdad? Se aligera ese clima pesado que a veces los hombres y mujeres creamos con nuestras prepotencias, cerrazones, prejuicios, y hasta se trabaja mejor, con más fruto.
Hay una cosa que nos hace tristes en el trabajo y empeora el ambiente de trabajo: es el chismorreo. Por favor, no habléis mal de los demás, no critiquéis. “Sí, pero ese me es antipático, y aquel…”. Mira, reza por él, pero no critiques, por favor, porque eso destruye: destruye la amistad, la espontaneidad. Criticar a ese y aquel… Mira, mejor callar. Si tienes algo contra él, ve y díselo directamente. Pero no critiques. “Ya padre, pero es que la crítica me sale sola…”. Pues hay una buena medicina para no criticar, y os la diré: morderse la lengua. Cuando te vengan ganas, muérdete la lengua y así no criticarás.
También en los ambientes de trabajo existe “la santidad de la puerta de al lado” (cfr. Gaudete et exsultate, 6-9). También aquí en el Vaticano, cierto, yo puedo testimoniarlo. Conozco a algunos de vosotros que son un ejemplo de vida: trabajan por su familia, y siempre con esa sonrisa, con esa laboriosidad sana, hermosa. Es posible la santidad. Es posible. Esta ya es mi sexta Navidad como Obispo de Roma, y debo decir que he conocido a varios santos y santas que trabajan aquí. Santos y santas que viven la vida cristiana bien, y si hacen algo mal piden perdón. Pero siguen adelante, con la familia. Se puede vivir así. Es una gracia, y es tan hermoso. Habitualmente son personas que no aparecen, personas sencillas, modestas, pero que hacen mucho bien en el trabajo y en las relaciones con los demás. Y son personas alegres; no porque rían siempre, no, sino porque tienen dentro una gran serenidad y saben trasmitirla a los demás. ¿Y de dónde viene esa serenidad? Siempre de Él, Jesús, el Dios-con-nosotros. Es Él la fuente de nuestra alegría, ya sea personal, en familia o en el trabajo.
Así que mi deseo es este: ser santos para ser felices. Pero no santos de estampita, no, no. Santos normales. Santos y santas de carne y hueso, con nuestro carácter, nuestros defectos, también nuestros pecados −pedimos perdón y seguimos adelante−, pero dispuesto a dejarnos “contagiar” por la presencia de Jesús entre nosotros, dispuestos a acudir a Él, como los pastores, para ver ese Acontecimiento, ese Signo increíble que Dios nos ha dado. ¿Qué decían los ángeles? «Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10). ¿Iremos a verlo? ¿O estaremos pillados por otras cosas?
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de la santidad. Os lo aseguro, es el camino de la alegría. ¡Feliz Navidad a todos!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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