Poder celebrar la Navidad es poder disfrutar todavía de la vida de los demás y de la propia, y estar dispuesto, a pesar de todo, a dejarse sorprender, a dejarse regresar a lo elemental y festejarlo
La Navidad es una festividad nocturna. No se trata solo de que sus celebraciones centrales sean Noche Buena, Noche Vieja y la noche de Reyes, o de que las galas públicas y domésticas navideñas luzcan sobre todo de noche, mientras que los días parecen vísperas. Es que se celebran en el centro del dominio de la noche, en el solsticio de invierno, cuando la noche extiende todo su poder sobre los días más breves. Por eso me parece que se entiende mejor la Navidad al hacerse cargo de la simbología universal de la noche, pero nuestra época está lejos de facilitarlo.
Nuestras sociedades nos han vuelto muy ajenos a obviedades que fueron cruciales para la existencia del hombre. Nos cuesta imaginar, por ejemplo, el efecto que la llegada de la noche tenía −y tiene− en cualquier lugar donde el hombre tiene motivos para temerla. Durante milenios y desde el principio de la existencia humana, el frío y la oscuridad nocturna diferenciaron netamente el tiempo de la vida que dividía en dos partes opuestas. Mientras que el día hacía habitable el mundo, la noche exigía ponerse a cubierto, buscar abrigo y velar juntos el sueño.
La humanidad no habría poblado la totalidad del planeta y seguramente no habría superado el poder de la noche sin la domesticación del fuego que permitió vencer el frío, la oscuridad y la indefensión. Inconscientemente, el hombre revocó los efectos de la rotación y traslación del planeta al vencer el frío y la oscuridad nocturna que cada día regresaba todo al caos confuso de lo amenazante. Y de ahí que la humanidad haya padecido desde el principio lo que los pediatras definen ahora como una alteración infantil del sueño: los terrores nocturnos.
La noche misma es el escenario natural del terror y el tiempo de la inquietud. Por el contrario, la continuidad, duración y profundidad del sueño parece ser la ventaja evolutiva que permitió un mayor desarrollo neurológico entre los homínidos. En cualquier caso, lo cierto es que la noche iluminada por el fuego es la señal de la civilización humana y de que en el mundo no todo es intemperie. Nuestras viviendas siguen siendo los lugares del fuego, el «hogar», donde nos protegemos del frío, la oscuridad y la indefensión. La Navidad incluye la celebración de todo eso: en el centro de la noche, cuando el mundo es menos amistoso y más inquietante, juntos podemos habitar y velar la vida y el sueño de los nuestros.
La Navidad guarda en su seno, pues, una celebración elemental: tenemos casa y no estamos solos. Pero hay debajo de ésta otra razón todavía más primordial. Para identificarla merece la pena no olvidar la mitología latina que identificaba a la noche, Nix, como hija de Caos y madre de unos gemelos: Hipno, el sueño, y Tánato, la muerte. Y es que, en efecto, lo que nos «aterra» sobre cualquier otra cosa es lo que nos derrumba en tierra, y eso es lo que significa cadáver, lo caído, así que nada aterroriza más que la noche y el frío perpetuo del sepulcro. Ahí abatidos tenemos que dejar a los nuestros, rodeados de un frío y una oscuridad sin solución que ya no podemos vencer. No hay terror nocturno parecido a este.
Pero si la ausencia de los muertos es invencible, no lo es la de los vivos que sí vuelven. Poder volver es poder volver a empezar, pues justo cuando la noche parece haber vencido al día, éste empieza a recobrarse y hacerla retroceder. Ahí empieza de nuevo la vida y su tiempo, los años. Y eso es también lo que se celebra: poder volver a estar juntos en el principio. Es decir, estar vivos y reunidos en el calor y la luz de una noche vencida, burlando una ausencia que todavía no ha salido victoriosa. Por eso el dispendio de vitalidad que se expresa en disfrutar comiendo y bebiendo lo inhabitual, y en cantar y bailar y festejar la mutua presencia de los que pueden compartir un hogar, un mismo lugar luminoso y templado por el fuego en el centro mismo del poder de la noche, que todavía no sale victoriosa. Por eso en Navidad hiere renovadamente la ausencia de los que ya no pueden volver, o simplemente de los que no vuelven.
Pero, más todavía, en Navidad la noche deja de ser el escenario del terror para convertirse en la ocasión de las bienaventuranzas nocturnas, de las ilusiones cumplidas y los colmos inesperables: el escenario encantado de los regalos y las sorpresas que son lo contrario que amenazas. Así que poder celebrar la Navidad es poder disfrutar todavía de la vida de los demás y de la propia, y estar dispuesto, a pesar de todo, a dejarse sorprender, a dejarse regresar a lo elemental y festejarlo.
Por todo ello es tan exitosa la celebración de la Navidad, y tan universal su representación mediante el nacimiento a la intemperie de un Niño, apenas amparado por sus padres y unos desconocidos sin más hogar que el fuego encendido. Todo lo cual lo podemos celebrar juntos los cristianos y los que no lo son. A este respecto los creyentes solo se distinguen de los demás en que creen que todo eso es sencillamente verdad: que la noche ha sido realmente vencida, que hay motivos para una felicidad jubilosa, que los Reyes Magos existen, que los sueños traerán buenaventuras inesperadas, que el regalo más inaudito e inimaginable tendrá lugar, porque el Niño nacido es el mismo que dejará su sepulcro vacío, abatiendo del todo y para siempre el poder de la noche.
Por eso se entiende que fijaran la celebración de la Navidad sobre la fiesta judía «de las luces» y la romana del «Sol invicto», es decir de la luz y el calor que no se apagan. Tal vez por eso se encienden luces y llenamos nuestras ciudades y casas de destellos de maravillas que parpadean para ayudarnos a creer que todo eso es verdad, que ocurrió.