Mis recuerdos personales son poca cosa al lado de una figura que se agranda con el transcurso del tiempo
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“Mis recuerdos personales son poca cosa al lado de una figura que se agranda con el transcurso del tiempo”
Esta semana mi artículo tiene que versar sobre don Álvaro, el primer obispo-prelado del Opus Dei, porque no puedo —no debo— ocultar mi alegría ante la aprobación por el PapaBenedicto XVI del Decreto de la Congregación para las causas de los santos, que declara la heroicidad de sus virtudes humanas y cristianas
Además, se ha producido una feliz coincidencia: pocos días antes EUNSA publicaba una semblanza personal de don Álvaro, breve, pero intensa. Al redactar la introducción hace un par de meses, terminaba con estas palabras: «Y confío en que, tras el periodo cognicional, la correspondiente Congregación romana culmine el proceso con el reconocimiento jurídico de sus virtudes heroicas».
Repetiré aquí que había aceptado con gusto la propuesta de Tomás Trigo, codirector de la colección Persona y cultura, para escribir esas líneas: no puedo decir que no a nada que se refiera a don Álvaro, por simple razón de gratitud personal: para corresponder aún mínimamente a lo mucho que he recibido del hoy Venerable. Titulé mi trabajo Una semblanza personal..., para dejar claro que no se trataba de una biografía —exigiría otro enfoque, con el correspondiente aparato crítico—, sino de un testimonio sobre la hombría señera de don Álvaro, desde mis impresiones de años.
Mi deuda había sido contraída antes de conocerle personalmente, el 8 de septiembre de 1960, en el Colegio Mayor Aralar, de Pamplona. Provenía de la amistad con miembros de su familia que vivían en Segovia, y con personas de la cercana La Granja, que tanto le querían... Luego, lógicamente, de mi adscripción al Opus Dei cuando cursaba el curso primero de la carrera de Derecho en la que entonces se llamaba Universidad Central, de Madrid.
Mis recuerdos personales son poca cosa al lado de una figura que se agranda con el transcurso del tiempo. Alguna vez, al contestar preguntas concretas, he referido que, si no me falla la memoria, todos los presidentes y secretarios de las diversas comisiones del Concilio Vaticano II —excepto Mons. Onclin, que no aceptó la dignidad episcopal— murieron siendo cardenales de la Iglesia Católica. A la enorme sencillez humana y cristiana de Álvaro del Portillo, que cautivaba a todo el mundo, puede corresponderle por paradoja ser el primero de esos grandes hombres de la Iglesia en el siglo XX en recibir el reconocimiento oficial de la santidad de su vida.
Su pensamiento teológico y jurídico se expresó en libros que alcanzaron amplia difusión y un justo reconocimiento: sobre el estatuto de los fieles y laicos en la Iglesia, sobre el sacerdocio (recordaré que fue secretario de la comisión conciliar que preparó el decreto del Concilio Vaticano II sobre los presbíteros), o sobre temas relativos al Opus Dei y a su Fundador. Otros muchos textos de Álvaro del Portillo, que habían ido apareciendo en sedes dispersas a lo largo de una dilatada vida intelectual, se recopilaron y ordenaron en un volumen que le ofrecería como homenaje por sus bodas de oro sacerdotales —las habría cumplido el 25 de junio de 1994, unos meses después de su fallecimiento— el entonces Ateneo de la Santa Cruz —pronto, Universidad pontificia—, del que era Gran Canciller. Los compiladores le dieron el expresivo título Rendere amabile la verità("hacer amable la verdad"): una sencilla frase que acierta a sintetizar su vida y su personalidad.
Por lo demás, dediqué en su día cierto tiempo a las presentaciones de otro libro, Recuerdo de Álvaro del Portillo, de 1996. A veces, lo definía como una crónica —a diferencia de largo reportaje de 1976 titulado Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei—, porque estaba construido a partir de vivencias y escenas de las que fui testigo presencial. Ciertamente, no puedo por menos de agradecer a la providencia haber pasado muchas horas a su lado, desde 1976 hasta muy poco antes de su fallecimiento: en tiempos de trabajo y descanso, lejos de sus actividades ordinarias en Roma; y en la realización de encargos temporales en la Ciudad Eterna.
A veces le he aplicado el conocido verso de Antonio Machado: era un hombre fundamentalmente bueno, en el buen sentido de la palabra bueno. Lo comenté, por ejemplo, en noviembre de 1996, en un acto con periodistas en Madrid. Uno de los asistentes, Santiago Martín, que se ocupaba entonces de las páginas religiosas del diario ABC, se refirió a ese calificativo antes de introducir una pregunta: había conocido a don Álvaro con motivo de su trabajo informativo —incluida alguna entrevista— y su percepción fue siempre la de estar ante un hombre, no bueno, sino santo. Tenía toda la razón.