En la búsqueda constante y universal de Dios hay quienes se muestran dispuestos a seguir fielmente sus indicaciones, llenos de confianza en la ruta diseñada
Estos días de Adviento meditamos con toda la Iglesia acerca del misterio de la venida de Cristo a la Tierra: Dios que sale al encuentro del hombre. El valor de nuestra vida, de hecho, consiste en saber aprovechar y fomentar ese deseo −constitutivo en cada persona− de encontrar a Aquel que desde el principio de nuestra existencia no deja de llamar a nuestro corazón.
En esa búsqueda constante y universal de Dios, hay personas que le encuentran tras muchas rectificaciones; otros lo logran incluso “a pesar de ellos mismos”, podríamos decir. Pero también hay quienes se muestran dispuestas a seguir fielmente sus indicaciones, llenas de confianza en la ruta diseñada. Ese fue el caso de Guadalupe Ortiz de Landázuri. Su vida aparece ya descrita, intuida, en estas palabras sagradas y poéticas del Cantar de los Cantares[1]:
De noche busqué a quien mi alma adora
Lo busqué, pero no lo encontré.
¡Me levantaré y me adentraré en la ciudad
para buscar por calles y plazas
a quien mi alma adora!
Lo busqué, pero no lo encontré...
A mí me encontraron los guardias que custodian la ciudad:
−“¿Vieron por casualidad a quien mi alma adora?”
¡Nada más pasarlos encontré a aquel a quien mi alma adora!
A él me agarré, y no lo solté
hasta introducirlo en casa de mi madre,
en la cámara de aquella que me gestó.
Como gustaba repetir al papa Benedicto XVI, no somos criaturas arrojadas a la existencia de un modo casual y desorientados. Desde que nacemos llevamos en nosotros, en nuestra conciencia, como un GPS interior ya predeterminado y bien orientado que nos lleva a Dios. Podemos equivocar la ruta, pero nuestro corazón nos volverá a encontrar otra posible vía.
Desde el comienzo de su vida, Guadalupe no hizo otra cosa en el fondo más que salir al encuentro de ese amor, seguir sus indicaciones. Como muestra su biografía, creció en un ambiente de piedad familiar, de generosidad y fortaleza, en la forja del dolor, en la preocupación por los demás y por su propia alma, en su ya enorme capacidad para la amistad… Todo la fue llevando al encuentro que cambiaría su vida.
Mientras, tocaba esperar activamente. Y es que Guadalupe, en realidad, nunca había dejado de tratar a Dios, pero sin mayores perspectivas que cualquier chica joven de su generación. Sin embargo, a comienzos de ese año 1944, al salir de Misa de la iglesia de la Concepción en Madrid, notó en su interior que Dios le pedía algo y que necesitaba hablar con su sacerdote. Ese día había sido el elegido por Dios para sembrar de inquietud divina su alma, para llamar a la puerta.
Inmediatamente después, aquel golpe de la gracia vendría corroborado por Dios, quien le marcaba de nuevo y claramente la ruta a seguir: al tomar el tranvía se encontró con su gran amigo Jesús Serrano de Pablo. A raíz de la amistad que tenían, le comentó su necesidad de hablar con un sacerdote sobre el estado de su alma, y Jesús le facilitó el teléfono de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Aquella conversación con san Josemaría, el día 25 de enero, en un pequeño chalé en la calle Jorge Manrique 19 −el primer centro de mujeres de la Obra que hubo en el mundo− sería decisiva en su vida. Así lo describe ella misma: “acudí a la dirección que me dieron para conocer a don Josemaría Escrivá de Balaguer, de quien yo no sabía, hasta ese momento, absolutamente nada, ni tampoco, naturalmente, de la existencia del Opus Dei (...). Nos sentamos y me preguntó: ¿Qué quieres de mí? Yo contesté, sin saber por qué: Creo que tengo vocación. El Padre me miraba: Eso yo no te lo puedo decir. Si quieres puedo ser tu director espiritual, confesarte, conocerte...”
“Contaba la propia Guadalupe que la primera impresión al ver a san Josemaría era la de un sacerdote joven aún, de 42 años, con una sonrisa abierta que denotaba profunda alegría y una extraordinaria viveza de palabra y de movimiento, que no ocultaba, sin embargo, su recogimiento interior. Guadalupe se sintió impresionada y atraída de modo que enseguida se abrió en confidencia. Nada de esto se puede entender si no partimos de ese deseo, apasionado ya, de buscar y encontrar al amor de los amores que Dios había metido en su alma. Pero tampoco podría comprenderse cómo llegó Guadalupe al final de su trayecto si no fuera por el encuentro con san Josemaría, quien supo desvelarle el misterio que tenía delante de sus propios ojos”[2].
Guadalupe comprendía perfectamente ese clima de misterio que envuelve cada llamada de Dios, y no estaba dispuesta ni a dejarla pasar sin más, ni a compartirla con cualquiera. Confía en Dios, como confía en aquellos amigos que de verdad pueden ayudarla a que su vocación no sea un problema sino un misterio, no algo que ella tenga que resolver sino algo que resolverá Dios a través de esas conversaciones amables y sinceras. En eso consiste la verdadera amistad. Y la Providencia puso en aquel tranvía otra señal del GPS. Dios confía en Guadalupe y en su sentido de la amistad, y Guadalupe confía en Dios y en quien puede actuar como su intermediario.
La conversación con san Josemaría le hizo ver con más claridad a Guadalupe las virtudes más importantes que son necesarias para descubrir la llamada de Dios. En primer lugar la obediencia. Si alguien cree que tiene vocación es necesario descubrir antes que nada que es a Dios a quien ha de seguir, no la voz de los hombres ni la suya propia. Y eso requiere libertad. San Josemaría es claro. Él sabe mejor que nadie que él −en cuanto tal: Josemaría Escrivá− no llama a nadie; pero Dios sí lo hace, y de modo a veces (es el caso de Guadalupe) casi imperativo.
Junto a la obediencia, la humildad. Una humildad parecida a la sencillez encantadora de aquellos Reyes Magos que entienden el sentido de la estrella que les llevará a Jesús, la sencillez de los niños que comprenden perfectamente ese misterio y aprenden antes el lenguaje de las estrellas que el lenguaje de los hombres. Seguir la estrella supone la humildad de quien sabe que necesita un director espiritual, que le confiese, le conozca… Un buen pastor y no un Herodes ni un conjunto de sabiondillos de las imprudentes prudencias humanas.
Y junto a la obediencia y −más profundamente− la humildad, por supuesto la Fe: Es el último estrato de quien desea profundizar hasta encontrar, en el terreno de la llamada, el tesoro escondido. Una fe que Guadalupe tuvo siempre. Una fe que le hizo saber que en ese momento Dios le estaba hablando al corazón. Así se entiende el entusiasmo que generó en ella aquella conversación. Como se entiende que, por más que pasaran los años, pudiera describir perfectamente el lugar y el ambiente donde tuvo lugar aquel flechazo divino: una salita alegre, tapizada de rosa viejo, donde destacaba la figura del Padre y −cómo no− la mirada de la Virgen de Guadalupe que presidía aquella estancia.
Qué bien entendía ella (“eso fue lo que me pasó a mí”, decía) aquello que años antes había escrito san Josemaría describiendo el proceso de toda vocación: Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación.
La vocación nos lleva −sin darnos cuenta− a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada3[3].
Así es el encuentro definitivo entre el alma y el amado. Algo que estaba ya inscrito en su corazón desde el principio del camino. No se comienza a ser cristiano por una ética, sino por un encuentro, nos enseñó el papa Benedicto XVI. No se entrega nadie a Dios sino por muchos encuentros que nos llevan a ese lugar, a esa persona, a ese Dios, que estuvo siempre marcado en el GPS de nuestra vida. Guadalupe buscó y acabó encontrando: la voz de Dios en la santa Misa, aquel amigo entrañable en el ruido del tranvía, a san Josemaría… y cómo no a la Virgen que desde su mismo nacimiento le iba a marcar su rumbo, que fue siempre su centinela −como aquellos del Cantar de los Cantares− al tiempo que la madre que la gestó.
Encontró el Amor, a Él se agarró, y ya jamás lo soltaría.
Antonio Schlatter Navarro
[1] Cantar de los Cantares, 3, 1-4.
[2] EGUIBAR, M., Guadalupe Ortiz de Landázuri, ed. Palabra, p.16 y ss.
[3] San Josemaría, carta 9.I.32, n.9.
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