El trabajo pertenece a la condición originaria del hombre y precede a su caída; no es, por ello, ni un castigo ni una maldición
En una época como la actual, en que ha aumentado tanto el trabajo en cantidad y en intensidad, podría parecer a primera vista que nos encontramos ante una poderosa cultura del trabajo. Pero no nos engañemos: más bien predomina una cultura del entretenimiento y la dispersión. Ante la realidad del trabajo es frecuente la resignada aceptación o la huída hacia ocupaciones más placenteras.
Por otra parte la mentalidad clientelista o populista lleva a esperarlo todo del Estado, sin necesidad de un serio trabajo personal. La viveza o el oportunismo sustituyen al trabajo serio.
Una cultura del trabajo puede llevarnos a valorarlo como fuente de bienes para la persona y para la sociedad. Recuerdo con agrado aquella calcomanía, pegada en el vidrio trasero de un automóvil, en pleno tráfico caraqueño: −¿Amas a Venezuela? Trabaja.
Podría ser el lema de una auténtica cultura del trabajo.
La visión cristiana del trabajo reconoce su gran importancia para el bien del hombre, según los planes de Dios (Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, nn. 255-258).
El Antiguo Testamento presenta a Dios como Creador omnipotente (cf. Gn 2,2; Jb 38-41; Sal 104; Sal 147), que plasma al hombre a su imagen y lo invita a trabajar la tierra (cf. Gn 2,5-6), y a custodiar el jardín del Edén en donde lo ha puesto (cf. Gn 2,15). La vida del hombre en este mundo implica la tarea y la responsabilidad de trabajar. Dios confía a la primera pareja humana la tarea de someter la tierra y de dominar todo ser viviente (cf. Gn 1,28).
En el designio del Creador, las realidades creadas, buenas en sí mismas, existen en función del hombre. El trabajo pertenece a la condición originaria del hombre y precede a su caída; no es, por ello, ni un castigo ni una maldición. Como realidad humana corresponde a la tarea y a la perfección del hombre. El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza o, al menos, de condiciones para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la pobreza (cf. Pr 10,4).
Pero no se debe ceder a la tentación de idolatrarlo, porque en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre. La enseñanza bíblica sobre el trabajo se complementa con el mandamiento del descanso sabático. La memoria y la experiencia del sábado constituyen un baluarte contra el sometimiento humano al trabajo, una esclavitud voluntaria o impuesta.
En su predicación, Jesucristo enseña a apreciar el trabajo (Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, nn. 259-263). Él mismo «se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero», en el taller de José (cf. Mt 13,55; Mc 6,3), al cual estaba sometido (cf. Lc 2,51). Jesús condena el comportamiento del siervo perezoso, que esconde bajo tierra el talento (cf. Mt 25,14-30) y alaba al siervo fiel y prudente a quien el patrón encuentra realizando las tareas que se le han confiado (cf. Mt 24,46).
Jesús enseña a los hombres a no dejarse dominar por el trabajo. Deben, ante todo, preocuparse por su alma; ganar el mundo entero no es el objetivo de su vida (cf. Mc 8,36). Durante su ministerio terreno, Jesús trabaja incansablemente, realizando obras poderosas para liberar al hombre de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte.
La actividad humana de enriquecimiento y de transformación del universo puede y debe manifestar las perfecciones escondidas en él, que tienen en el Verbo increado su principio y su modelo. El trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no sólo como participación en la obra de la creación, sino también de la redención: en el perfeccionamiento de este mundo según los planes de Dios, y en el cumplimiento del amoroso designio divino de que el hombre alcance su plenitud junto a Él.