El Papa ha explicado en su catequesis de hoy, durante la Audiencia general, los dos últimos mandamientos
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy reflexionamos sobre el último mandamiento: «No codiciarás los bienes de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo».
A simple vista parece coincidir con los mandamientos: «No cometerás adulterio» o «no robarás». Sin embargo, hay una diferencia.
En este epílogo el Señor nos propone llegar al fondo del sentido del decálogo y evitar que pensemos que basta un cumplimiento nominal y farisaico para conseguir la salvación.
La diferencia estriba en el verbo empleado: “no codiciarás”; con este verbo se subraya que, en el corazón del hombre −como dice Jesús en el evangelio−, nace la impureza y los deseos malvados que rompen nuestra relación con Dios y con los hombres.
Por eso, nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que nuestra debilidad se supera solo con nuestras fuerzas, en virtud de una observancia externa.
Debemos suplicar, como mendigos, la humildad y la verdad que nos pone frente a nuestra pobreza, para poder aceptar que solo el Espíritu Santo puede corregirnos, dando a nuestros esfuerzos el fruto deseado.
Esa verdad es apertura auténtica y personal a la misericordia de Dios que nos transforma y renueva.
Bienaventurados los pobres de espíritu; aquellos que, no fiándose de sus propias fuerzas, se abandonan en Dios, que con su misericordia cura sus faltas y les da una vida nueva.
Nuestros encuentros sobre el Decálogo nos llevan hoy al último mandamiento. Lo hemos escuchado al principio. No son solo las últimas palabras del texto, sino mucho más: son el cumplimiento del viaje a través del Decálogo, tocando el núcleo de todo lo que en él se nos da. Bien mirado, no añaden un nuevo contenido: las indicaciones «no codiciarás la mujer […], ni cosa alguna de tu prójimo» (Ex 20,17) están por lo menos latentes en los mandamientos sobre el adulterio y el robo; ¿cuál es entonces la función de estas palabras? ¿Es un resumen? ¿Es algo más?
Tengamos muy presente que todos los mandamientos tienen la tarea de indicar el confín de la vida, el límite más allá del cual el hombre se destruye a sí mismo y al prójimo, estropeando su relación con Dios. Si vas más allá, te destruyes a ti mismo, destruyes también el trato con Dios y el trato con los demás. Los mandamientos señalan eso. A través de esta última palabra se pone de relieve que todas las transgresiones nacen de una común raíz interior: los malos deseos. Todos los pecados nacen de un mal deseo. Todos. Ahí empieza a moverse el corazón, y uno entra en esa onda, y acaba en una transgresión. Y no en una transgresión formal, legal: en una transgresión que te hiere a ti mismo y a los demás.
En el Evangelio lo dice explícitamente el Señor Jesús: «Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre» (Mc 7,21-23).
Comprendemos pues que todo el recorrido hecho por el Decálogo no tendría ninguna utilidad si no llegase a tocar este nivel, el corazón del hombre. ¿De dónde nacen todas esas cosas feas? El Decálogo se muestra claro y profundo en este aspecto: el punto de llegada −el último mandamiento− de este viaje es el corazón, y si el corazón no es liberado, el resto sirve para poco. Ese es el reto: liberar el corazón de todas esas cosas malas y feas. Los preceptos de Dios pueden reducirse a ser solo la bonita fachada de una vida que se queda en una existencia de esclavos y no de hijos. A menudo, tras la máscara farisaica de la corrección asfixiante se esconde algo feo y no resuelto.
Debemos, en cambio, dejarnos desenmascarar por estos mandatos sobre el deseo, porque nos muestran nuestra pobreza, para conducirnos a una santa humillación. Cada uno puede preguntarse: ¿qué deseos feos me vienen a menudo? ¿La envidia, la avaricia, la murmuración? Toda esas cosas que me vienen de dentro. Cada uno puede preguntárselo y le hará bien. El hombre necesita esa bendita humillación, aquella por la que descubre que no puede liberarse solo, aquella por la que grita a Dios para ser salvado. Lo explica de modo insuperable san Pablo, precisamente refiriéndose al mandamiento no desearás (cfr. Rm 7,7-24).
Es vano pensar que nos podemos corregir sin el don del Espíritu Santo. Es vano pensar que podemos purificar nuestro corazón con uno esfuerzo titánico de nuestra sola voluntad: eso no es posible. Hay que abrirse a la relación con Dios, en la verdad y en la libertad: solo así nuestros esfuerzos pueden dar fruto, porque es el Espíritu Santo quien nos lleva adelante.
La tarea de la Ley Bíblica no es engañar al hombre de que una obediencia literal lo lleva a una salvación artificial y, además, inalcanzable. La tarea de la Ley es llevar al hombre a su verdad, o sea a su pobreza, que es apertura auténtica, apertura personal a la misericordia de Dios, que nos transforma y nos renueva. Dios es el único capaz de renovar nuestro corazón, con tal de que nosotros abramos el corazón a Él: es la única condición; Él hace todo, pero debemos abrirle el corazón.
Las últimas palabras del Decálogo enseñan a todos a reconocerse mendigos; ayudan a ponernos ante el desorden de nuestro corazón, para dejar de vivir egoístamente y llegar a ser pobres de espíritu, auténticos en la presencia del Padre, dejándonos redimir por el Hijo y adiestrar por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el maestro que nos guía: dejémonos ayudar. Seamos mendigos, pidamos esa gracia.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3). Sí, bienaventurados los que dejan de engañarse creyendo que pueden salvarse de su propia debilidad sin la misericordia de Dios, la única que puede curar. Solo la misericordia de Dios cura el corazón. Bienaventurados los que reconocen sus malos deseos y con corazón arrepentido y humillado no están ante Dios y los demás hombres como justos, sino como pecadores. Es bonito lo que Pedro dijo al Señor: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5,8) Bonita oración: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Esos son los que saben tener compasión, los que saben tener misericordia de los demás, porque la experimentan en sí mismos.
Saludo cordialmente a los peregrinos provenientes de Francia y de otros países francófonos, en particular al coro Hosanna de París. Queridos amigos, hoy celebramos la fiesta de la Presentación de la Virgen María. No tengáis miedo de confiar en Ella, que os conducirá a su Hijo Jesús. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la Audiencia de hoy, especialmente a los provenientes de Inglaterra, Irlanda, Nigeria, Israel, Japón, Filipinas, Taiwán, Canadá y Estados Unidos de América. Sobre todos vosotros y sobre vuestras familias, invoco la alegría y la paz del Señor. ¡Dios os bendiga!
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua alemana. Dios está cerca de nosotros como un padre bueno. Reconozcámonos hijos que reciben cada día los dones de su misericordia. ¡El Señor os bendiga a vosotros y a vuestras familias!
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. En este día que celebramos la Presentación de la Virgen María en el Templo, los animo a que, siguiendo su ejemplo, sean testigos de la misericordia de Dios en medio del mundo, comunicando la ternura y la compasión que han experimentado en sus propias vidas. Muchas gracias.
Queridos peregrinos de lengua portuguesa, os saludo a todos, en particular al grupo «Canção Nova» de Curitiba, a los miembros de la Corte de Justicia de Pernambuco, a los fieles de São Caetano do Sul y de Santo André, así como a los peregrinos de Fátima. Os animo a tomar como modelo para vuestra vida personal y social a la Virgen María, que hoy veneramos en su Presentación a Dios. El secreto de su paz y de su valentía se encuentra en esta certeza: «Nada es imposible para Dios». Del mismo modo, vuestros corazones puedan hallar confianza y consuelo en la misericordia que el Señor derrama, sin cansarse nunca, sobre vosotros y vuestras familias. Rezad por mí. Gracias.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los provenientes del Medio Oriente. Queridos hermanos y hermanas, el Señor Jesús nos enseña que del corazón de los hombres, salen los propósitos de mal. Proteged vuestros corazones, para que se dejen compenetrar por el Espíritu y llevar por los caminos del amor que conducen a los hermanos. ¡El Señor os bendiga!
Doy mi cordial bienvenida a los peregrinos polacos. En particular saludo a los aquí presentes miembros de la Asociación Cultura Polaca de la Región de Leópolis en Ucraina. Como he dicho hace poco, los mandamientos nos orientan en el camino espiritual y sensibilizan nuestros corazones, para que podamos descubrir nuestras debilidades y nuestros malos deseos, y humildemente confiarlos a la misericordia de Dios. ¡Su gracia y bendición os acompañen siempre!
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. Me alegra recibir a los grupos de fieles de las parroquias, sobre todo los de Sant’Elpidio a Mare y de Salerno; y al grupo Laboratorio del valor, acompañado por el Arzobispo Mons. Renato Boccardo. Saludo a la Delegación del Proyecto básquet en Tierra Santa; al Banco de Alimentos; a la Asociación internacional de Policía de Puglia y al Instituto Garibaldi-Leone, de Trinitapoli.
Un pensamiento particular a los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. Hoy celebramos la memoria de la Presentación de la Virgen María. Miremos a Aquella que engendró a Cristo y venerémosla como Madre y poderoso Auxilio de los cristianos. De Ella aprendemos qué es consagrarse enteramente al plan que Dios tiene para cada uno de nosotros y para el mundo entero.
Hoy, memoria litúrgica de la Presentación de María Santísima en el Templo, celebramos la Jornada pro Orantibus, dedicada al recuerdo de las comunidades religiosas de clausura: ¡hay tantas! Es una ocasión más que oportuna para agradecer al Señor el don de tantas personas que, en monasterios y cartujas, se dedican totalmente a Dios en la oración, en el silencio, pasando ocultos. ¡Que no les falte a esas comunidades el afecto, la cercanía, el apoyo también material de toda la Iglesia!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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