Una cosa es creer en Dios y otra, bien distinta, encarnar la vida de Cristo en nuestra vida, tarea de todo nuestro peregrinaje por estos pastos
Tu vida está por diseñar, y nadie puede ser el artista de tu propia vida más que tú. Los demás la ven pasar, pero tú eres el protagonista de tu propia historia. Dios te ha hecho un regalo concediéndotela, y en ese regalo tu corazón juega un papel clave, enseñándote a no pasar por ella sin disfrutarla, sin dejar rastro. Aprovéchala para tu propia felicidad e irradia esa felicidad a los que se cruzan contigo por alguna circunstancia.
Nuestro corazón es un gran tesoro que alberga lo más preciado, ser arropado, querido. En el amor nos sentimos seguros. Unos ojos que nos miran con cariño nos alientan nuestro día. Pero, y nosotros ¿alentamos a los demás?, ¿qué hay de nuestra mirada?, ¿es de disponibilidad, acogedora, comprensiva, hace sentir a los demás en casa, en zapatillas; o es una mirada de indiferencia? ¿Qué hay de nuestro egoísmo? ¿Somos conscientes de que las personas que pasan por nuestra vida necesitan de nosotros, aunque su apariencia no lo denote, ni su voz lo demande?
Resolver estas cuestiones deriva en aprender que nuestra vida se enriquece y desarrolla su potencial cuando se convierte en un compromiso de servicio y se entrega a los demás de manera digna y generosa. El amor es el núcleo de cualquier vida, pero no el amor pasional, sino el amor tierno y sereno de nuestro yo. San Josemaría decía “lo que se necesita para conseguir la felicidad no es una vida cómoda sino un corazón enamorado” (Surco, 795). Dos líneas escritas en un soplo, pero entrañan todo un estilo de vida.
Siendo el corazón el lugar donde se cuece nuestro mejor proyecto, nuestras relaciones familiares, sociales y profesionales, hemos de estar al acecho de nuestro propio corazón porque en muchas ocasiones no se porta como debiera y descuida el amor verdadero. Disfrazamos nuestros sentimientos; tenemos miseria dentro y no la vemos; nos mueve lo perecedero, placentero, superficial; la tentación nos persigue; nuestras debilidades nos desaniman; perdemos con facilidad el punto de referencia y no ponemos la confianza en Quien tanto nos quiere y ha dado su Vida por nosotros. Enmascaramos nuestros vicios, envidias, apegos, celos, tristezas, ira, avaricia.
Entonces, ante este panorama, se hace necesario adentrarnos en nuestro pobre corazón, sin miedo a lo que podamos descubrir. Quizás no nos guste o nos sorprenda ver a lo que aspira, o lo sucio y pegajoso que es; pero bien valdrá la pena conocerlo para limpiarlo y hacerlo feliz. Nuestro norte, el Cielo; nuestra referencia, Jesucristo, que no puso límites ni condiciones; nuestra escuela, el Evangelio.
La valentía es virtud esencial para hacer un buen análisis de nuestro corazón. No tener miedo a examinar lo que se esconde dentro de nosotros, no tener miedo a esos sentimientos que brotan y acampan libremente, dando como consecuencia unas disposiciones y unos actos más y menos acertados, es indispensable para que nuestro corazón rebose de plenitud. ¿Cómo es nuestro corazón? ¿Es un corazón frío, duro como una piedra; o es un corazón que escucha, alberga, acoge y comprende? ¿Tenemos un corazón apático, amargo, angustioso; o es alegre, dicharachero, optimista? ¿Está herido, descuidado, contaminado, que no puede alzar el vuelo por la carga que lleva; o es un corazón libre, desasido, ligero? Por otro lado, es esencial preguntarse de qué amores se alimenta. ¿Son amores frágiles, mentirosos? ¿Nos apegamos a cualquiera que nos da un poco de cariño, cariño falso en algunas ocasiones; o amamos lo divino, lo eterno, y el mismo cielo lo predispone a servir a quien tiene alrededor?
Pongámonos en alerta si no tenemos ilusión; si no vamos campantes y seguros por la vida; si no sentimos la fuerza de Dios; si no somos felices independientemente de nuestras circunstancias, pues la felicidad no depende de nuestra situación, sino de nuestra actitud. Pongámonos en alerta si nuestro corazón es murmurador, envidioso, materialista, comodón, poco luchador. Seamos muy sencillos, humildes, no nos vanagloriemos, pues todo lo hemos recibido. Seamos más humanos, aceptemos nuestros altos y bajos, y aprendamos que hacemos muchas cosas mal, que caemos una y mil veces, pero nos levantamos si miramos a Cristo, que cargó con la Cruz y no dudó en ponerse en pie.
Tenemos tarea por delante analizando estos conceptos, pero es una tarea gustosa si da como resultado un corazón alegre, disfrutón, ágil, sencillo, amoroso con Dios y con los nuestros. Para ello, hemos de ser valientes y honrados con nuestros propios sentimientos, haciendo una buena limpieza de intenciones, de deseos, de palabras. Cuando nuestro corazón está limpio, transparente, nuestra mirada cambia, “te he dado un corazón semejante al mío” (Cfr. Gn 1,26), capaz de amar y ser amado, ¡enamorémoslo de la vida y de todo lo que lo rodee! Cambiémosle las disposiciones, llenándolo de entrega a Dios y a los que más cerca tenemos.
Porque Dios nos vacía de nuestro egoísmo y de nuestros apegos, para llenarnos de nuestro prójimo y hacernos más sensibles a sus necesidades. Cuántos agobios nos evitaríamos si le dejáramos entrar y adueñarse de nuestro corazón, seguros de que no nos faltará lo necesario para llevar una vida plena y rica. Porque una cosa es creer en Dios y otra, bien distinta, encarnar la vida de Cristo en nuestra vida, tarea de todo nuestro peregrinaje por estos pastos.
Tratar a Dios moverá nuestro corazón a la acción, a la toma de decisiones ante la aparición de durezas, cansancios, sinsabores, desalientos, abatimientos. Él nos dará la sabiduría para saber encajar reproches, contrariedades, o cualquier ataque del mundo. Dios nos enseñará que no tenemos el control de casi nada y esto nos instará a intimar con Él, quererle, a confiar en su hacer para sacar fuerza, y con ella combatir en nuestra vida. Es en el diálogo con Dios donde nos hacemos más humanos, más sensibles a lo que los demás necesitan, menos juzgadores, más compasivos, más misericordiosos, despegándonos de nuestro ombligo para servir a los demás.
Hemos de mostrarnos a Dios tal cual somos, sin cubrir nuestras debilidades o vicios. No nos concedamos la altivez, la sabiduría, el endiosamiento, porque somos muy pequeños, frágiles. Escuchemos a Dios, dejémonos limpiar, quiere contar con nosotros y su Gracia la pone a nuestra disposición. Sigámosle, tratémosle, y con paciencia nos irá diciendo cómo actuar. Estar con Dios en nuestro día a día nos dará la capacidad de ver su acción en los momentos más difíciles.
Disfrutemos del abrazo de Dios, de sus caricias. No estamos solos. Nuestra historia con Él es una historia de amor. Dejémosle entrar en lo más profundo de nuestro corazón. Quiero estar contigo, nos dice, y ser un solo cuerpo, tu corazón es mi Sagrario. Me uno a tus luchas, a tus fracasos y éxitos. Todo lo tuyo es Mío. Vive Conmigo esta locura de amor, nos va susurrando.
El Espíritu Santo vendrá en nuestra ayuda si se lo pedimos, nos dará la fuerza, nos llevará de la mano y nos capacitará para ir comprendiendo o admitiendo todo lo que nos acontece. Dejemos que Él haga su Obra maestra en nosotros: que nos moldee, que nos dé un corazón ágil, sencillo, bondadoso, emprendedor, misericordioso, libre, sin resquicios. Seamos valientes, sinceros, honrados con nosotros mismos, y nuestro corazón será más amable y amoroso, y se irá pareciendo cada vez más al Corazón de Cristo.
Beatriz Ródenas Tolosa
Licenciada en Filología Anglogermánica y Doctora en Filología Inglesa, especialidad Inglés Científico-Técnico Médico, en las Ciencias de la Salud. Universidad Católica de Valencia. Facultad de Medicina y Odontología.
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