Si Dios se ha encontrado en su Hijo Jesucristo, ¿cómo no vamos a anticipar en el “sacramental” humano de una imagen un rastro de su presencia?
No deja de sorprender año tras año que, a pesar del contagio secularista, las procesiones de Semana Santa, las tradicionales peregrinaciones u otras festividades cristianas gocen de tanto fervor por los creyentes y respeto por quienes no lo son.
A pesar de que muchos sólo entenderán como culturales o simplemente estéticos estos actos de culto de procesionar con el paso de la imagen de un Cristo o de la Santísima Virgen o de acudir a un monasterio en peregrinación, no puede ser sólo algo externo o devocional. Es también reivindicar el derecho de la religión católica a ocupar un puesto en el espacio público de nuestro país, de innegable raíces e impronta cristiana, no sólo en su historia, sino también en su presente.
La conveniencia de promover estas manifestaciones religiosas vale tanto para las más estrictamente litúrgicas, como para las devocionales; y no sólo por razones de presencia pública, sino también teológicas, pues el más central de los misterios, el de Encarnación, hace que las imágenes tengan carta de ciudadanía en la religión cristiana: si Dios se ha encontrado en su Hijo Jesucristo, ¿cómo no vamos a anticipar en el “sacramental” humano de una imagen un rastro de su presencia?
Si el evangelista Juan anatematiza a quien niegue que Dios se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14), y nos habla (cf. Jn 1, 1-3) de que para percatarnos de su presencia necesitamos ver, oír, palpar…, ¿cómo no vamos a entender que la fe de los sencillos llegue al misterio de Dios, al de Cristo paciente y resucitado, por la humilde y bella mediación de una imagen, en la que el creyente de ayer y de hoy, como un día lo hiciera el apóstol Tomás (cf. Jn 20, 24-29), precisa palpar las llagas y hendiduras de la humanidad de Cristo representada, y se abre con ello al misterio de su presencia sacramental y al compromiso con el necesitado, en quien también se refleja?
Se trata, en definitiva, de ser católicos en la vida personal y pública, no sólo en el templo y en la procesión. Todo un desafío pastoral.