El Santo Padre ha presidió este sábado 3 de noviembre de 2018, en la Basílica Vaticana, la celebración Eucarística en sufragio de los Cardenales y Obispos fallecidos durante el año
«No nos fijemos en las dinámicas terrenas, miremos más allá. Es cierta aquella célebre expresión: “lo esencial es invisible a los ojos”. Lo esencial en la vida es escuchar la voz del esposo, que nos invita a entrever cada día al Señor que viene y a transformar toda actividad en un preparativo para las bodas con Él», afirmó el Papa en su Homilía.
Texto de la Homilía del Santo Padre
Hemos escuchado en la parábola del Evangelio que las vírgenes «salieron al encuentro del esposo» (Mt 25,1), las diez. Para todos la vida es una llamada continua a salir: desde el seno de la madre, de la casa donde se nació, de la infancia a la juventud y de la juventud a la edad adulta, hasta la salida de este mundo. También para los ministros del Evangelio la vida está en continua salida: de la casa de familia a aquella adonde la Iglesia nos manda, de un servicio al otro; estamos siempre de paso, hasta el paso final.
El Evangelio recuerda el sentido de esta salida continua que es la vida: ir al encuentro del esposo. Esto es para lo que vivir: para ese anuncio que en el Evangelio resuena en la noche y que podremos acoger plenamente en el momento de la muerte: «¡Ya está aquí el esposo, salid a su encuentro!» (v. 6). El encuentro con Jesús, Esposo que «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25), dé sentido y orientación a la vida. No es otra cosa. Es el final que ilumina lo que precede. Y como la siembra se juzga por la cosecha, así el camino de la vida se enfoca a partir de la meta.
Entonces la vida, si es un camino en salida hacia el esposo, es el tiempo que se nos da para crecer en el amor. Vivir es una preparación diaria para las bodas, un gran noviazgo. Preguntémonos: ¿vivo como uno que prepara el encuentro con el esposo? En el ministerio, detrás de todos los encuentros, actividades que organizamos y prácticas que tratamos, no puede olvidarse el hilo que une toda la trama: la espera del esposo. El centro no puede ser sino un corazón que ama el Señor. Solo así el cuerpo visible de nuestro ministerio será sostenido por un alma invisible. Comprendemos entonces lo que dice el Apóstol Pablo en la segunda Lectura: «nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son pasajeras, y en cambio las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). No nos fijemos en las dinámicas terrenas, miremos más allá. Es cierta aquella célebre expresión: «lo esencial es invisible a los ojos». Lo esencial en la vida es escuchar la voz del esposo, que nos invita a entrever cada día al Señor que viene y a transformar toda actividad en un preparativo para las bodas con Él.
Nos lo recuerda el elemento que en el Evangelio es esencial para las vírgenes que esperan la boda: no el vestido, ni siquiera las lámparas, sino el aceite, guardado en pequeñas vasijas.
Surge una primera característica de ese aceite: no es vistoso. Queda oculto, no aparece, pero sin él no hay luz. ¿Qué nos sugiere esto? Que ante el Señor no cuentan las apariencias, cuenta el corazón (cfr. 1Sam 16,8). Los que el mundo busca y ostenta −los honores, el poder, las apariencias, la gloria− pasa, sin dejar nada. Tomar distancias de las apariencias mundanas es indispensable para prepararse al cielo. Hay que decir no a la “cultura del maquillaje”, que enseña a cuidar las apariencias. En cambio, debe purificarse y protegerse el corazón, el interior del hombre, precioso a los ojos de Dios; no lo exterior, que se desvanece.
Después de esta primera característica −no ser vistoso sino esencial− hay un segundo aspecto del aceite: existe para dejarse consumir. Solo quemándose ilumina. Así la vida: difunde luz solo si se consume, si se gasta en el servicio. El secreto para vivir es vivir para servir. El servicio es el billete que mostrar a la entrada de las bodas eternas. Los que queda de la vida, ante el umbral de la eternidad, no es lo que hayamos ganado, sino lo que hemos dado (cfr. Mt 6,19-21; 1Cor 13,8). El sentido del vivir es dar respuesta a la propuesta de amor de Dios. Y la respuesta pasa a través del amor verdadero, el don de sí, el servicio. Servir cuesta, porque significa gastarse, consumirse, pero en nuestro ministerio no sirve para vivir quien no vive para servir. Quien protege demasiado su propia vida, la pierde.
Una tercera característica del aceite surge de modo importante en el Evangelio: la preparación. El aceite hay que prepararlo con tiempo y llevarlo consigo (cfr. vv. 4.7). El amor, ciertamente, es espontáneo, pero no se improvisa. Precisamente en la falta de preparación está la necedad de las vírgenes que se quedan fuera de la boda. Ahora es el tiempo de los preparativos: en el momento presente, día tras día, se va alimentando el amor. Pidamos la gracia de renovar cada día el primer amor con el Señor (cfr. Ap 2,4), no dejar que se apague. La gran tentación es aplanarse en una vida sin amor, que es como un vaso vacío, como una lámpara apagada. Si no se invierte en el amor, la vida se apaga. Los llamados a las bodas con Dios no pueden acomodarse a una vida sedentaria, plana y horizontal, que adelante sin empuje, buscando pequeñas satisfacciones y siguiendo reconocimientos efímeros. Una vida mediocre y rutinaria, que se contenta con cumplir su deber sin entregarse, no es digna del Novio.
Mientras rezamos por los Cardenales y Obispos difuntos en el curso del año, pedimos la intercesión de quien ha vivido sin querer aparecer, de quien ha servido de corazón, de quien se preparó día a día para el encuentro con el Señor. Con el ejemplo de estos testigos, que gracias a Dios existen, y son tantos, no nos contentemos con una vista breve del hoy; deseamos en cambio una mirada que va más allá, a las bodas que nos esperan. Una vida atravesada por el deseo de Dios y entrenada en el amor estará dispuesta a entrar en la morada del Esposo, y esto para siempre.