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El trabajo y la confianza en Dios centraron ayer la homilía del Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, en la festividad de san Josemaría
Queridos hermanos y hermanas
Con ocasión de otros aniversarios, ya hemos comentado las lecturas de la Misa en honor de san Josemaría. Hoy deseo que vosotros y yo detengamos nuestra atención en el mensaje que nos ha transmitido el fundador del Opus Dei: la santificación de la vida ordinaria, tal y como la predicó Jesucristo y se nos presenta en los textos del Génesis, de la carta de san Pablo a los Romanos y en el pasaje del Evangelio de la Misa de hoy.
Consideremos la parte final del texto del Génesis que acabamos de escuchar: el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara (Gn 2, 15). La invitación a trabajar, en cuanto complemento de la obra de la creación, es la vocación originaria de cada mujer y de cada hombre. Con razón, pues, san Josemaría podía afirmar que cualquier trabajo honrado es «un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna» (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 57). De este modo nos invitaba a descubrir de nuevo a Dios, tanto en los trabajos importantes como en las ocupaciones cotidianas, que pueden convertirse en sólido fundamento para la santidad personal.
Esta dimensión originaria del trabajo es la razón más profunda del derecho de todos a tener una ocupación profesional que les consienta vivir y atender las necesidades de su familia. Desgraciadamente, en las circunstancias actuales, muchos países sufren la plaga del desempleo, que causa tantas preocupaciones e incomodidades a innumerables familias. Recemos por las autoridades civiles y por los responsables de la vida pública, en todos los niveles, para que, iluminados por la Sabiduría divina, sepan hallar y poner en práctica las medidas idóneas para hacer salir de la actual crisis a sus respectivas naciones, respetando plenamente la dignidad de las personas y el bien común. Confiemos esta intención a Dios por intercesión de san Josemaría, apóstol de la santificación del trabajo.
¡Somos hijos de Dios!
La segunda lectura recuerda, con palabras de san Pablo, que los cristianos somos hijos de Dios, guiados por el Espíritu Santo. El Apóstol saca, de esta afirmación, una consecuencia inmediata: no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15).
Pablo tiene presente los miedos y las angustias de la sociedad de su tiempo, sometida a múltiples poderes, malignos en gran parte, característicos del antiguo paganismo. Por esta razón, como explica Benedicto XVI en una de sus encíclicas, aquellos pueblos vivían inmersos en el temor, aun teniendo muchos dioses; «pero sus dioses —comenta el Papa— se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban "sin Dios" y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío» (Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 30-XI-1007, n. 2). Los cristianos, al contrario, en cuanto hijos de Dios, saben que tienen un futuro luminoso. «No es que conozcan los pormenores de lo que les espera —prosigue el Santo Padre—, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente» (Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 30-XI-1007, n. 2).
Meditemos con frecuencia esta realidad: soy hijo de Dios, soy hija de Dios; y, ante este don, es lógico que tratemos de dar relieve sobrenatural a todo lo que hacemos. San Josemaría solía repetir que lo sobrenatural, cuando se refiere a los hombres, resulta plenamente humano. Si correspondemos a la gracia, estamos en condiciones de mantenernos en diálogo con Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, en cualquier circunstancia y actividad.
Esta gran maravilla de nuestra fe tendría que llenarnos de valentía, hermanas y hermanos queridísimos, para afrontar con confianza en Dios y serenidad las dificultades que se vayan presentando en nuestra existencia; también las que se derivan de la actual crisis económica y de la falta de trabajo. Sostenidos por esta certeza, podemos hacer nuestras las palabras del salmo responsorial: laudate Dominum omnes gentes, en respuesta a las promesas que Dios mismo nos dirige: pídeme y te daré en herencia las naciones, los confines de la tierra en propiedad (Sal 2, 8). Pero hemos de pedir con fe y perseverancia que se resuelvan positivamente los sufrimientos producidos por la falta de trabajo. Unidos firmemente a la Voluntad de Dios, que dirige todos los acontecimientos para el bien de los que creen en Él, podemos repetir: Servid al Señor con temor, y aclamadle con temblor (...). Dichosos cuantos se refugian en Él (Sal 2, 11-12)
Una vez más, hemos contemplado en el Evangelio el gran prodigio de la primera pesca milagrosa. Desde el punto de vista humano, la orden de Jesús —echar las redes en pleno día, tras una noche infructuosa— parecía inútil y absurda. Además, Pedro y los otros eran pescadores de profesión: conocían bien su oficio y las zonas más escondidas del lago de Tiberíades no guardaban secretos para ellos. Sin embargo, obedecen: in verbo autem tuo laxabo retia (Lc 5, 5), sobre tu palabra echaré las redes. ¿No os causa maravilla la fe de Simón Pedro? También nosotros tenemos necesidad de fe para hacer frente a las vicisitudes de nuestra existencia, especialmente aquellas que exigen una respuesta generosa a los designios de Dios.
El Año de la fe
Dentro de pocos meses, en octubre, comenzará el Año de la Fe convocado por el Papa. ¿Cómo nos estamos preparando? ¿Hacemos actos explícitos de esta virtud antes de recibir el sacramento de la Confesión o de la Comunión? ¿Nos dirigimos a Dios con fe en la oración, frente a las variadas obligaciones propias de una vida llena de ocupaciones profesionales? ¿Tratamos de acercar al Señor a las personas queridas, a los amigos, a los compañeros de estudio o de trabajo? No olvidemos —porque es verdad— que Dios desea servirse de cada una y de cada uno de nosotros para que los demás le conozcan, le traten y le amen.
Mirad que la fe abre todas las puertas de par en par y muestra horizontes que parecían cerrados. Ésta es la enseñanza del pasaje evangélico. Obedeciendo al mandato del Señor, Pedro y sus compañeros lanzaron las redes: lo hicieron —cuenta san Lucas— y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían (Lc 5, 6-7).
¡Qué gran lección de fe y de obediencia a Dios! Jesucristo nos invita también a nosotros a santificarnos en todas las circunstancias corrientes de la vida y a echar las redes del apostolado en el mar del mundo.
Pidamos a la Virgen María, mediante la intercesión de san Josemaría, que cada uno sepa escuchar la voz de Cristo y aplicarse —insisto— para que esa voz resuene en los oídos de muchas otras personas. De este modo seremos, como los Apóstoles, seguidores de Cristo y pescadores de hombres en medio de nuestras ocupaciones habituales.
Y, naturalmente, pidamos al Señor —como buenos hijos del Sucesor de Pedro— que ayude al Santo Padre, a los Obispos, a los sacerdotes, en su misión de Pastores que saben dar la vida para servir a todas las almas. Así sea.
Roma, Basílica de san Eugenio, 26-VI-2012
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