Recuperamos su discurso, pronunciado el domingo 22 de octubre de 1978, con motivo del comienzo de su pontificado
Hace 40 años Juan Pablo II inauguró su pontificado. Hoy, en su fiesta, recuperamos el discurso en el que dijo: “¡No temáis! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los amplios campos de la cultura, la civilización y el desarrollo. ¡No temáis! Cristo sabe qué hay dentro del hombre... ¡Sólo él sabe!”.
1. “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Estas palabras pronunció Simón, hijo de Jonás, en la región de Cesárea de Filipo. Sí, las expresó con su propia lengua, con una convicción profunda, vivida, sentida, si bien no tienen su origen en él: “...porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos” (Mt 16,17). Eran palabras de Fe.
Ellas marcan el comienzo de la misión de Pedro en la historia de la salvación, en la historia del Pueblo de Dios. A partir de semejante confesión de Fe, desde ese momento la historia sagrada de la salvación y el Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión: expresarse en la dimensión histórica de la Iglesia. Esta dimensión eclesiástica de la historia del Pueblo de Dios tiene sus orígenes y de hecho nace de estas palabras de Fe, y entronca con el hombre que las pronunció: “Tú eres Pedro −roca, piedra− y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia”.
2. Hoy día en este lugar tienen que pronunciarse y escucharse nuevamente las mismas palabras: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Sí, Hermanos e Hijos, ante todo estas palabras. Su contenido abre ante nuestros ojos el misterio de Dios vivo, misterio que el Hijo conoce y ha acercado a nosotros. En realidad, nadie ha acercado el Dios vivo a los hombres, nadie Lo ha revelado como únicamente él mismo lo hizo. En nuestro conocimiento de Dios, en nuestro camino hacia Dios estamos enteramente ligados al poder de las palabras “Quien a mí me ve, también ve al Padre”. Aquel que es Infinito, inescrutable, inefable se hizo cercano para nosotros en Jesucristo, el Hijo unigénito, nacido de María Virgen en el establo de Belén.
Todos aquellos que ya tenéis la inestimable suerte de creer, todos aquellos que aún buscáis a Dios, y también quienes estáis atormentados por la duda:
Acoged una vez más −hoy en este lugar sagrado− las palabras pronunciadas por Simón Pedro. En esas palabras se encuentra la fe de la Iglesia. En esas mismas palabras está la nueva verdad, más bien dicho la verdad última y definitiva sobre el hombre: el hijo de Dios vivo. “¡Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo!”.
3. Hoy el nuevo Obispo de Roma inicia solemnemente su ministerio y la misión de Pedro. De hecho, Pedro llevó a cabo en esta Ciudad la misión que le confió el Señor.
El señor se dirigió hacia él diciendo: “... cuando eras joven, tú te ceñías e ibas donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras” (Jn 21,18).
¡Pedro vino a Roma!
¿Qué lo guió y condujo a esta Urbe, centro del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Tal vez este pescador de Galilea no habría deseado venir hasta acá. Tal vez habría preferido permanecer allá, en las orillas del lago de Genesaret, con su embarcación y sus redes; ¡pero guiado por el Señor, obedeciendo su inspiración, llegó acá! Según una antigua tradición (que encontró también una magnífica expresión literaria en una novela de Henryk Sienkiewicz), durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma; pero el señor intervino, yendo a su encuentro. Pedro se dirigió a él preguntando: “Quo vadis, Domine?” (¿Adónde vas, Señor?). Y el Señor le respondió de inmediato: “Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez”. Así, Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.
Sí, Hermanos e Hijos, Roma es la Sede de Pedro. En el curso de los siglos siempre se han sucedido nuevos Obispos en esta Sede. Hoy un nuevo Obispo sube a la Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temor, consciente de su indignidad. ¿¡Y cómo no temer ante la grandeza de semejante llamado y la misión universal de esta Sede Romana!?
En la Sede de Pedro en Roma, sube hoy un Obispo que no es romano, un Obispo que es hijo de Polonia; pero desde este momento él también se convierte en romano. ¡Sí, romano! Y lo es también por ser hijo de una nación donde la historia, desde sus primeros albores, y las milenarias tradiciones están marcadas por un vínculo vivo, fuerte, jamás interrumpido, sentido y vivido con la Sede de Pedro, una nación que siempre permaneció fiel a esta Sede de Roma. ¡Inescrutable es el designio de la Divina Providencia!
4. En los siglos anteriores, cuando el Sucesor de Pedro tomaba posesión de su Sede, ponían sobre su cabeza la tiara. El último coronado fue el Papa Pablo VI, en 1963, quien sin embargo, después del solemne rito de la coronación, jamás volvió a usar la tiara, dejando a sus Sucesores en libertad de decidir al respecto.
El Papa Juan Pablo I, cuyo recuerdo está tan vivo en nuestros corazones, no quiso la tiara y hoy no la desea su Sucesor. No es una época, en realidad, para volver a un rito y aquello que tal vez injustamente se consideró símbolo del poder temporal de los Papas.
Nuestra época nos invita, nos impulsa, nos obliga a mirar al Señor y entregarnos a una humilde y devota meditación sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo. Aquel que nació de la Virgen María, el Hijo del carpintero –como se creía–, el Hijo de Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros “un reino de sacerdotes”.
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo −Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey− prosigue en la Iglesia. Y tal vez en el pasado se ponía sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar con ese símbolo que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su “sacra potestad”, ejercida en ella no es sino el servicio, un servicio con un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios sea partícipe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual no tiene su origen en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y el misterio de la Cruz y la Resurrección.
La potestad absoluta y a la vez dulce y suave del Señor responde al hombre en toda su profundidad, a sus más elevadas aspiraciones del intelecto, la voluntad y el corazón. Ella no habla con un lenguaje de fuerza, expresándose en cambio en la caridad y la verdad.
El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una ferviente, humilde y confiada plegaria: “¡Oh, Cristo! ¡Haz que yo pueda convertirme en servidor de tu única potestad y serlo! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce el ocaso! ¡Haz que yo pueda ser un siervo! Más aún, siervo de tus siervos”.
5. Hermanos y Hermanas, ¡no tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su potestad!
Ayudad al Papa y a cuantos quieren servir a Cristo, y con la potestad de Cristo, servir al hombre y a toda la humanidad!
¡No temáis! ¡Abrid, más bien dicho abrid de par en par las puertas a Cristo!
Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, lo amplios campos de la cultura, la civilización y el desarrollo. ¡No temáis! Cristo sabe “qué hay dentro del hombre”... ¡Sólo él sabe! Hoy en día el hombre desconoce tan a menudo lo que hay adentro, en lo profundo de su ánimo y su corazón; tan a menudo carece de certeza ante el sentido de su vida en esta tierra. Lo invade la duda, que se transforma en desesperación. Permitid, por tanto −os ruego, os imploro con humildad y confianza−, permitid a Cristo hablar al hombre. Sólo él tiene palabras de vida, ¡sí!, de vida eterna.
Precisamente hoy día toda la Iglesia celebra su “Jornada Misionera Mundial”, y reza, es decir, medita, actúa para que las palabras de vida de Cristo lleguen a todos los hombres y sean escuchadas por ellos como mensaje de esperanza, salvación y liberación total.
6. Agradezco a todos los presentes que han querido participar en esta solemne inauguración del ministerio del nuevo Sucesor de Pedro.
Agradezco cordialmente a los Jefes de Estado, a los Representantes de las Autoridades y a las Delegaciones de los Gobiernos por su presencia que tanto me honra.
¡Gracias a vosotros, Eminentísimos Cardenales de la Santa Iglesia Romana!
¡Os agradezco, queridos Hermanos del Episcopado!
¡Gracias a vosotros, Sacerdotes!
A vosotros, Hermanas y Hermanos, Religiosas y Religiosos de las Órdenes y las Congregaciones! ¡Gracias!
¡Gracias a vosotros, Romanos!
¡Gracias a los peregrinos que han acudido de todo el mundo!
¡Gracias a todos aquellos que están ligados a este Sagrado Rito a través de la Radio y la Televisión!
7. Mi pensamiento se dirige ahora hacia el mundo de la lengua española, una porción tan considerable de la Iglesia de Cristo.
A vosotros, Hermanos e hijos queridos, llegue en este momento solemne el afectuoso saludo del nuevo Papa. Unidos por los vínculos de una común fe católica, sed fieles a vuestra tradición cristiana, hecha vida en un clima cada vez más justo y solidario, mantened vuestra conocida cercanía al Vicario de Cristo y cultivad intensamente la devoción a nuestra Madre, María Santísima
(Se omite aquí el texto en otras lenguas)
Abro el corazón a todos los Hermanos de las Iglesias y Comunidades Cristianas, saludando en particular a vosotros que estáis presentes, en espera del próximo encuentro personal; pero desde ya os expreso un sincero aprecio por haber querido asistir a este solemne rito.
Y una vez más me dirijo a todos los hombres, a cada hombre, ¡y con qué veneración debe el apóstol de Cristo pronunciar esta palabra: ¡hombre!
¡Orad por mí!
¡Ayudadme para que os pueda servir! Amén.
[Traducción propia, no oficial]
Fuente: opusdei.org.
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