Una persona que decide acabar con su vida −por el suicidio o por la eutanasia− claudica de su capacidad de encontrar el sentido de su vida; quizá el problema que tiene esa persona es que nunca supo cuál era el fin de su vida
Hay temas graves de los que se trata con bastante frecuencia en la prensa, como es la eutanasia, a menudo de modo superficial. Cuando se plantea como meta política de un partido, con más razón tenemos la impresión de que nadie quiere esclarecer debidamente de qué se trata. Se da la paradoja de que, en el partido en el poder en estos momentos, se esté hablando de cómo evitar los suicidios, que se ven como una lacra social muy extendida, y ese mismo partido tiene como meta a conseguir, en esta frágil legislatura, la aprobación de la eutanasia.
Al hablar de eutanasia se da por supuesto que nos referimos únicamente a la posibilidad de que un enfermo pida que se acabe con su vida porque cree que no tiene ya sentido, en una enfermedad terminal con mucho sufrimiento. Seguramente a nadie se le ocurriría defender una eutanasia sin el deseo expreso del paciente, pero también muchos consideran el gran peligro de que se pase de una eutanasia −voluntad del paciente− a una eutanasia sin permiso, por necesidades prácticas, de dejar paso a otros enfermos, por ejemplo. Dado que esto ya ha ocurrido, en casos tristemente célebres, nadie se fía de hasta dónde podría llegarse.
En todo caso hay que tener claro que la eutanasia, aunque sea voluntaria, es antinatural. En un reciente libro −El final de la vida, de Zurriaraín− se trata de todos estos casos posibles. Se deja caer, de paso, que decidir la eutanasia por parte de un paciente es actuar contra la propia libertad. En este libro breve, no se profundiza en esta idea, que es la más importante a tener en cuenta para determinar la perversidad de esta elección. La libertas de que habla San Agustín, la libertad ontológica o de adhesión, es la capacidad que tiene el hombre de adherirse a su fin último. Y su fin último o es trascendente o no es el último. Una persona que decide acabar con su vida −por el suicidio o por la eutanasia− claudica de su capacidad de encontrar el sentido de su vida. Quizá el problema que tiene esa persona es que nunca supo cuál era el fin de su vida.
Porque no hay que olvidar que algunos van por la vida creyendo ser libres, pero no tienen más libertad que la del taxi, que se define como libre cuando está vacío y no sabe a dónde va. El que sabe a dónde va, quien conoce su destino eterno, sabe que su vida está en manos de Dios y que el sufrimiento de la enfermedad es purificador. Solo Dios sabe para qué sirve cada minuto de nuestra vida, y no puede el hombre cometer semejante desliz que le lleva a olvidarse de lo más importante de su vida, por el sufrimiento del final.
Interesa aquí considerar la importancia de los cuidados paliativos. La medicina ha dado grandes pasos en el cuidado de los enfermos terminales, y eso no es antinatural, es cuidar, como siempre lo hacen médicos y enfermeras, de esa persona que sufre. Es indudable que los medios que se ponen para que el enfermo sufra menos, aparta, en gran medida, de la ocurrencia por parte del enfermo de quitarse la vida. Y, ciertamente, queda mucho por hacer, porque hay todavía muchas personas que apenas pueden llegar a esos medios paliativos que les cambiarían los últimos momentos de su vida.
Qué duda cabe que un planteamiento religioso de la vida, una idea clara de la trascendencia del fin último ayuda a afrontar esos momentos con la alegría de saber que Dios nos quiere. Es totalmente distinto, porque, además, los cristianos contamos con los sacramentos, que nos fortalecen. Sacramentos queridos por Dios para paliar la angustia del final y ayudar a buscar a Dios. Además, con este planteamiento de la vida es mucho más fácil evitar el ensañamiento terapéutico, que tan absurdo llega a ser.