El día 1 de septiembre, 28ª edición de la Jornada Mariana de la Familia; y el día 2 de septiembre, ordenación sacerdotal de tres fieles del Opus Dei
El prelado del Opus Dei, monseñor Fernando Ocáriz, presidió el pasado sábado, 1 de septiembre, la 28ª edición de la Jornada Mariana de la Familia en el santuario de Torreciudad, en la que participaron cerca de 16.000 personas procedentes de todos los puntos de España.
A lo largo de la jornada las familias protagonizaron una ofrenda de flores, frutos y artesanías a la Virgen de Torreciudad y participaron en la misa y en el rosario rezado al aire libre.
Monseñor Ocáriz presidió la multitudinaria concelebración eucarística, en la que puso a los pies de Santa María las peticiones de las familias ante el nuevo curso. Con palabras del Papa Francisco, señaló que “muchas familias, que están lejos de considerarse perfectas, viven en el amor, realizan su vocación y siguen adelante, aunque caigan muchas veces a lo largo del camino”.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador” (Salmo responsorial, Lc 1,46-47). Al repetir, en el salmo responsorial, estas palabras de la Santísima Virgen, hemos querido acompañar a Nuestra Madre en su actitud de agradecimiento y alabanza a Dios. Tenemos muchos motivos para levantar nuestra alma al Señor, que ha querido y quiere realizar cosas grandes en nosotros y, a través de nosotros, en nuestras familias, en la sociedad y en el mundo entero.
Hoy, al celebrar esta Jornada Mariana de la Familia junto a la Virgen de Torreciudad, elevamos nuestro corazón al Señor con esas palabras de santa María. Ciertamente, somos y nos sabemos poca cosa, muy necesitados de la ayuda de Dios para ser buenos hijos suyos y para sacar adelante nuestras familias según su querer, pero con nuestra Madre del Cielo nos sentimos capaces de esta oración de acción de gracias a Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”.
En el Evangelio hemos visto cómo un ángel tranquilizó a san José, en un momento complicado para la historia de la familia de Nazaret (cfr. Mt 1,18-23). ¡Qué asombroso es contemplar cómo María y José encontraron también dificultades para sacar adelante su familia! La historia de su hogar no es una historia idealizada: sí, la Sagrada Familia fue sin duda la más feliz que ha habido y habrá en la tierra, pero no por eso dejaron de tener que afrontar contrariedades y problemas.
“Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8,28). Son palabras de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura. Muchos recordaremos que san Josemaría las resumía en tres palabras, omnia in bonum, todo es para bien. Estas palabras, tantas veces nos habrán servido para abrazarnos a la voluntad de Dios, también cuando no comprendíamos por qué permitía algo que nos hacía sufrir a nosotros o a los demás. Esta jaculatoria la podemos aplicar también en cada hogar; todo es para bien: un problema económico que obliga a cambiar de planes, los retos que supone educar a los hijos, las dificultades para armonizar un trabajo exigente con los cuidados de la casa... Todo es para bien, si todo lo ponemos en las manos de Dios: Él dará la fuerza para convertirlo en ocasiones de crecer como familia, en hacer que esos pequeños o grandes dramas al final también la unan más, porque se lleven entre todos con amor.
“Doy gracias a Dios −dice el Papa Francisco− porque muchas familias, que están lejos de considerarse perfectas, viven en el amor, realizan su vocación y siguen adelante, aunque caigan muchas veces a lo largo del camino” (Exh. ap. Amoris laetitia, 57). Son palabras esperanzadoras. Al mismo tiempo, nos invitan a preguntarnos: ¿somos conscientes del gran bien que hacen las familias cuando se esfuerzan en ser una escuela de comunión, de perdón, de solidaridad? Sí, las familias pueden dar luz y calor a otras familias, a amigos, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo. “Dios quiere que cada familia cristiana sea un faro que irradie la alegría de su amor en el mundo. ¿Qué significa esto?” −preguntaba el Santo Padre hace unos días en Irlanda. “Significa −decía− que, después de haber encontrado el amor de Dios que salva, intentemos, con palabras o sin ellas, manifestarlo a través de pequeños gestos de bondad en la rutina cotidiana y en los momentos más sencillos de cada día” (Discurso, Dublín, 25-VIII-2018).
Para conseguirlo, no es necesario esperar a que todo en la propia casa marche a la perfección. “Cada hogar cristiano −afirma san Josemaría− debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida” (Es Cristo que pasa, n. 22). Es así como estas familias cooperan muy directa y eficazmente a construir y fortalecer la civilización del amor, de la que hablaba san Juan Pablo II.
En la oración colecta de hoy, nos hemos dirigido al Señor, diciendo que en sus “mandatos encuentra la familia su auténtico y seguro fundamento”. Esta es, en efecto, la roca que da estabilidad a la familia: el designio amoroso y sabio de nuestro Creador y Padre sobre ella. Por eso, queremos conocer y apreciar cada vez más los rasgos de ese maravilloso plan de Dios, y difundirlos con alegría en toda la sociedad.
Renovemos también hoy, junto a la Virgen, el propósito de vivir con intensidad la Comunión de los santos. Recemos por la Iglesia, por el Papa y por todos los pastores y fieles. Y que, en esta jornada, se alce al Cielo nuestra plegaria especialmente por todas las familias del mundo: que a ellas llegue la fuerza de la oración y del sacrificio que acompañe cada una de nuestras jornadas.
Madre nuestra, Virgen de Torreciudad, con tu ayuda queremos compartir esta visión alegre y esperanzada de la familia con las personas que tenemos a nuestro alrededor. Te pedimos que sepamos caminar juntos, en familia, hacia el encuentro con Dios y con los demás. No nos desalienta que la senda pueda ser ardua, o que podamos tropezar, porque sabemos que tú nos acompañas siempre.
* * *
Al día siguiente, domingo 2 de septiembre, tres fieles del Opus Dei recibieron la ordenación sacerdotal en el santuario mariano de Torreciudad de manos de Mons. José María Yanguas, obispo de Cuenca.
Los nuevos sacerdotes son los españoles Javier Pérez León, diseñador gráfico de 55 años, el filólogo de 57 años Gabriel Robledillo, y el mexicano Emanuel Estrada, también filólogo, nacido en Monterrey hace 52 años.
Queridos sacerdotes concelebrantes, ordenandos, familiares y amigos. Un saludo especial dirijo al Prelado del Opus Dei. Muchas gracias, Padre, por invitarme a conferir el sacramento del Orden a estos tres fieles del Opus Dei.
1) La Iglesia desea que en la homilía de esta celebración los fieles sean ilustrados acerca del misterio del sacerdocio cristiano. Que el Señor nos conceda penetrar su verdad más íntima: la de la identificación de algunos fieles cristianos con Cristo, Cabeza y Pastor del pueblo cristiano. Gracias a ella podrán actuar “en la persona de Cristo”, siendo ellos mismos Cristo, de manera que la Iglesia, su Cuerpo, se edifique y crezca como pueblo de Dios y templo santo. Configurados con Cristo, conformados a Él, anunciarán el Evangelio, apacentarán el Pueblo de Dios y celebrarán los misterios divinos, principalmente el Sacrificio del Señor.
El Evangelio que la liturgia nos propone hoy para la Misa de ordenación de los nuevos presbíteros nos recuerda que el sacerdote participa en el oficio de buen Pastor, propio de Jesucristo nuestro Señor. Buen Pastor es aquel que da la vida por las ovejas; el que se da, el que se entrega a las ovejas hasta la muerte, hasta la donación total de sí mismo en beneficio de cuantos le han sido confiados. Es oficio de amor, de desvelo, de sacrificio sin límite: ¡hasta la muerte! Por ser oficio de personas enamoradas se desempeña con alegría, que es la nota que hace visible el amor. Quien se dona totalmente, lo hace, en efecto, con alegría, feliz de derramarse en libación de suave olor por las ovejas del rebaño. La Iglesia, queridos ordenandos, os pide ser sacerdotes alegres, llenos del amor de Dios, deseosos de sacrificaros sin reservas, de servir a vuestros hermanos, los tesoros de la gracia divina.
El mal pastor, en cambio; quien quizás ha recibido ese oficio, pero no lo ha asumido gozosamente, ese no da la vida. Es un asalariado: no le importan las ovejas. No se interesa por ellas. No las cuida por amor, sino por mísera ganancia. No es pastor, no es dueño-servidor, no las considera suyas, se despreocupa, se desentiende. Si las ve en peligro, las abandona; él vive, aunque las ovejas mueran. No las ama, no se desvive por ellas. No pierde la vida en su favor. Tiene otros intereses, lo mueven otras preocupaciones, son otras las cosas que llenan su corazón, su cabeza está en otro lugar. No es buen pastor. Habla y habla pero no anuncia a Jesús desde un corazón creyente; se mueve y actúa sin parar en favor de los demás, pero sin acabar de saber qué pretende con ello; no arrastra, no enciende porque ha dejado que se enfríe el amor primero, el amor de su juventud. El fuego −“celo” se llama en la tradición cristiana−, la pasión, en cambio, por las almas, por las ovejas, forma parte del ser del sacerdote, buen Pastor. La pasión por su salud sobrenatural, por su bienestar, por su crecimiento, por su santidad; el deseo vibrante, operativo que se traduce en el empeño renovado para que las almas tengan vida y la tengan en abundancia. Todo cristiano, es claro, debe tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús; pero el sacerdote deberá rebosar, rezumar esos sentimientos de buen pastor que embargan el corazón de Cristo, “mayoral de los Pastores”. No es el sacerdocio, lo sabéis bien, una profesión que se vive por un tiempo; no es oficio de media jornada, empleo administrativo, burocrático, medio para ganarse la vida, profesión: es vocación, pasión que consume, ambición santa de llegar a todos, también a las ovejas que no son del redil; compromiso indeclinable que empeña imaginación, tiempo, energías, ilusiones, ¡la vida! “El celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17), es decir el celo por tu pueblo, por tus fieles, por tu Iglesia, ya que, como dice san Agustín: “llamamos iglesia al lugar en que se reúne el pueblo de Dios que lleva ese nombre en sentido propio” (Ep 190, cap. 5, 19 (PL 33, 863).
2) El Buen Pastor conoce a sus ovejas. No se trata de un conocimiento teórico, abstracto, frío. Es un conocimiento amoroso, que compromete la vida misma. Se asemeja al conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, como dice el Evangelio: conocimiento que se traduce en entrega, en donación total del uno al otro. Por eso concluye Jesús que el conocimiento que tiene de las ovejas, del valor infinito que posee cada una de ellas −¡toda la Sangre de Cristo!− lo lleva a dar la vida por ellas. Por eso, también las ovejas, si conocen de verdad al Pastor, deben estar dispuestas a dar la vida, a perderla por él, conscientes de que la vida eterna consiste en conocer al Padre y a aquel a quien el Padre ha enviado. Conocer en este contexto habla de intimidad, de relación personal, de comunión. Para ser buen Pastor, el sacerdote necesita vivir esa relación personal, intensa, viva con Jesucristo que sólo es posible en un hombre de oración, cultivada día tras día. De ese modo queda “animada”, “vivificada” cada jornada, rescatándola de los síntomas de tibieza, monotonía o indiferencia que puedan insinuarse, amenazando la existencia del sacerdote. Como repetía de mil modos san Josemaría y nos ha recordado el Prelado hace unos días en Bolivia: “sí, para todo, lo primero es la oración”. Sin esos momentos de descanso con y en el Señor, de diálogo afectuoso, de petición encendida, ¿cómo llevaría agua fresca, abundante, nuestra acequia que nace en esa fuente?, ¿cómo habría sonrisa en vuestros labios, misericordia en vuestro corazón?, ¿Cómo se acrecerían cada día en vuestra alma las ganas de Vivir y el deseo eficaz de hacer Vivir a muchos? Sí, espíritu de oración, deseos de oración, vida de oración…, y ratos de oración intensa, serena, confiada, gozosa! Para hablar a Dios de las almas, para interceder por ellas, para desagraviar por sus pecados y los nuestros: ¡almas de oración!
3) La primera lectura ha puesto de relieve una dimensión muy bella del servicio de los sacerdotes al pueblo de Dios. La unción del Espíritu Santo que hoy recibís está al servicio de la predicación de la alegre Noticia de la salvación a los que sufren. Sois ungidos, queridos nuevos sacerdotes, para un ministerio de consolación: para vendar las heridas de tantos corazones desgarrados, rotos, que sufren por distintos motivos; para dar la alegría de la libertad a quienes la han perdido bajo esclavitudes que oprimen y sofocan los deseos de verdadera grandeza de los hombres; para sacar de su encerramiento a las almas presas de su egoísmo, insensibles ante el mal ajeno, preocupadas sólo de satisfacer sus propios intereses, siempre pequeños, chatos, ridículos. Sois ungidos para cambiar la ceniza en corona, el traje de luto en perfume de fiesta, el abatimiento en cántico.
El Apóstol Pablo recuerda a los Efesios que no deben empequeñecer, desfigurar o traicionar su vocación. Y enumera algunas virtudes que han presidido el modo de actuar del Maestro: la humildad, la amabilidad, la comprensión, el ánimo de paz, la paciencia para llevar sobre los hombros a los demás, el amor a la unidad que aprecia y respeta la variedad de la gracia que ha sido dada a cada uno. Sacerdotes amables, porque aman a todos y hacen amable la verdad que es Cristo.
Dentro de poco, cuando recibáis la ofrenda del pan y del vino que se trasformarán en el Cuerpo y la Sangre del Señor, escucharéis unas palabras que constituyen un programa acabado de vida sacerdotal: “Considera lo que realizas, imita los que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la Cruz de Cristo”. Cada día tendréis el privilegio y el gozo inmenso de celebrar el misterio de la redención, la Santa Misa. En una de las oraciones de la Plegaria Eucarística III, después de la Consagración el sacerdote pide: “Que Él transforme en ofrenda permanente…”. La Misa es misterio de identificación de Cristo con la voluntad del Padre que se entrega por nosotros. Es misterio transformador. La piadosa celebración de la Santa Misa cada día, sin ostentaciones ni rarezas, pero sin miedo a que se note la piedad, os recordará que debéis hacer de vuestras vidas una oblación amorosa de obediencia al Padre y de generosa entrega a vuestros hermanos. Cada Misa compromete vuestra existencia sacerdotal. Amadla; que sea el centro de vuestro día; preparadla, celebradla poniendo los cinco sentidos; cuidad todo lo que se refiere a ella. Dejaos transformar por ella.
Si amáis la Santa Misa, amaréis necesariamente el sacramento de la Penitencia, pues entre uno y otro sacramento hay un vínculo muy estrecho. La Sangre derramada para el perdón de los pecados alcanza a los hombres mediante el sacramento de la Reconciliación. Ministerio precioso para el bien de las almas. “Servid”, pues, con generosidad a las almas el perdón de Dios, fuente de alegría y de paz.
San Josemaría fue y sigue siendo modelo de sacerdotes. Cautivaba siempre su amor intenso, apasionado, diría, a Jesucristo nuestro Señor y a su Madre la Virgen Santísima, y la fidelidad inquebrantable con la que sirvió a la misión de fundar y hacer el Opus Dei. A él encomiendo de manera particular el camino que ahora iniciáis como sacerdotes al servicio de vuestros hermanos y hermanas en la Obra, y de todas las almas. Recorredlo −como nos recuerda el Papa Francisco−, poseídos por la alegría del Evangelio. Vivid vuestro sacerdocio poseídos, como el Papa nos ha indicado tantas veces en los principales documentos de su magisterio.
Que María, Madre de los sacerdotes, interceda por vosotros, ahora y siempre. Amén.
* * *
Fuente: opusdei.org.
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