La Alegría del Evangelio está en buscar, encontrar y amar a Cristo: Apasionante aventura
La ciudad de la Alegría es posiblemente el libro más reconocido de Dominique Lapierre, donde se narran las vivencias de varios personajes en un slum de Calcuta. Fue adaptada al cine con el mismo título. El libro es un canto a la esperanza y al amor dentro del sufrimiento y la miseria viviente de los barrios pobres de la India. Se suceden las desgracias causadas por las inclemencias meteorológicas, los factores políticos, la mafia, las enfermedades, o las tradiciones... pero el amor y la ayuda que se prestan en situaciones límite hacen cambiar el talante del cura y, sobre todo, del médico estadounidense, quien se transforma en una persona diferente. En ese barrio de chabolas de Calcuta desarrolla su muy abnegado trabajo la Madre Teresa, que optó por atender a los pobres de los pobres, los abandonados en las periferias más hediondas. En el lodazal surge un canto de alegría y esperanza.
Amar origina tres sentimientos: conmoción, alegría y amor. La alegría nos hace sentirnos felices. Quizá enamorarse es la forma más plena de ser feliz, porque tal felicidad procede de descubrir que el sentido de nuestra existencia es la afirmación del otro y la unión con él, lo que vale tanto para el enamoramiento de Dios como de otra criatura, haciéndonos ver el mundo con un nuevo sentido: la alegría multiplica la ilusión, las ganas de vivir y de acometer las tareas consiguientes. La alegría y la conmoción anuncian ya el amor mismo, surgido del encuentro amoroso. El amor −escribió Tomás de Aquino− produce en el hombre perfecta alegría. En efecto −continua− sólo disfruta de veras el que vive en caridad.
Sea en el slum de Calcuta, en las periferias a las que alude frecuentemente el Papa Francisco, o en medio del grueso rumor ciudadano, de modos regularmente muy diversos, acontece algo común a cualesquiera de ellos: tratamos de llevar la alegría del Evangelio, que es el Evangelio de la Alegría. Sucede siempre así, a condición de no adulterarlo rebuscando un camino en apariencia más suave, una senda de rosas que huye de las de espinas ignorando más o menos conscientemente que nuestra alegría tiene sus raíces en forma de cruz. No hay vida cristiana sin enraizarse en la Cruz. Solamente ahí podemos encontrar el Evangelio de la Alegría.
Escribe Casiano aludiendo a la afirmación paulina de que el reino de Dios no consistía en la alegría de una manera general y absoluta, sino que precisa y especifica para indicar que se trata de una alegría o gozo en el Espíritu Santo. Él sabía de sobra que existe otra alegría reprensible de la cual está escrito: el mundo se alegrará, ¡ay de vosotros, los que ahora reís, porque lloraréis! (Lucas y Juan). La búsqueda alocada de un goce separado de Dios es un camino hacia ninguna parte, finaliza en el vacío antes o después. Teresa de Ávila afirma que hay un cielo que sí lo puede anticipar en la tierra quien se contenta con solo contentar a Dios y no hace caso del contento suyo: en queriendo algo más lo perderá todo. Y con su recio humor castellano añade: y alma descontenta es como quien tiene gran hastío, que por bueno que sepa el manjar le da en rostro, y lo que los sanos comen con gran gusto le hace asco en el estómago.
El Evangelio de la Alegría es contemplado en la Exhortación Evangelii Gaudium. Francisco retiene que la tristeza brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Para evocar de modo muy positivo que el Evangelio donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo invita insistentemente a la alegría, recorre un gozoso paseo por el Nuevo Testamento que muestra como una vereda para el júbilo. Con su humor tan personal aún añade inmediatamente que hay cristianos cuya opción pare ser la de una Cuaresma sin Pascua, a la vez que comprende a las personas que se mueven en circunstancias muy duras, pero en las que siempre hay un brote de luz que hace esperar: el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura.
En una homilía de San Josemaría titulada Alegría de Servir a Dios, al final exclama: hijos de mi alma, ¡a luchar!, ¡a estar contentos! Servite Domino in laetitia, os vuelvo a encarecer, a pegar esta locura, a rezar por todo el mundo, a seguir con esta siembra de paz y de alegría, de amor mutuo, porque no queremos mal a nadie. Sabéis que es parte del espíritu del Opus Dei la prontitud para perdonar. Y os he recordado que, perdonando, también demostramos que tenemos un espíritu de Dios, porque la clemencia es una manifestación de la divinidad. Participando de la gracia del Señor, perdonamos a todos y les amamos. Predicaba en otra ocasión: entre todos enjugaremos muchas lágrimas, daremos mucha cultura; daremos mucha paz, evitaremos muchos choques y muchas luchas; y haremos que las gentes se miren a los ojos con nobleza de cristianos, sin odios. En fin, la Alegría del Evangelio está en buscar, encontrar y amar a Cristo: Apasionante aventura.