Hoy quiero que charlemos sobre el buen humor: la alegría, la sonrisa, la broma sana, el ingenio… Saber reírse de uno mismo y, cómo no, hacer reír y sonreír a los demás
“Si no tienes sentido del humor, estás a merced de los demás”, afirmaba William Shakespeare.
El sentido del humor (esa capacidad de ver el lado risueño de las cosas, esa fina ironía −incluso, en ocasiones, en circunstancias adversas−) suele ir muy unido a la inteligencia y hasta a la bonhomía.
Te escribo sobre humor, bondad e inteligencia y me acuerdo de alguien que sabía latín: me refiero a Juan XXIII, el papa bueno.
Se cuenta que, con ocasión de una visita de Estado, un ilustre mandatario le preguntó:
− Santo padre, ¿cuántas personas trabajan en el Vaticano?
− Más o menos la mitad, respondió el pontífice.
Hoy quiero que charlemos sobre el buen humor: la alegría, la sonrisa, la broma sana, el ingenio… Saber reírse de uno mismo y, cómo no, hacer reír y sonreír a los demás.
Leía hace poco en Twitter (Profeta Baruc) el siguiente diálogo sobre el sentido del humor:
− ¡Hay que saber reírse de uno mismo!, subrayaba un tipo.
− Ya, pero es que tú lo tienes muy fácil…, le respondía el otro.
En materia tan seria como es el buen humor, también en las redes, me topé el otro día por casualidad (en este caso, la casualidad se llama Mª José Calvo, que era quien la difundía) con una oración que se atribuye a Santo Tomás Moro.
Digo que se atribuye, porque en esto de las citas, frases célebres, etc. pasa como con las victorias: tienen mil padres (mientras que la derrota es huérfana).
Fue Tomás una persona íntegra, de una pieza: coherente entre lo que pensaba, lo que decía y lo que hacía. Ello, aunque le costase el cuello (lo que, literalmente, acabó ocurriendo). Y alguien realmente leal. No un adulador engañabobos. No identifiquemos sistemática y erróneamente lealtad con complicidad, porque a veces están en extremos opuestos…
La cuestión es que Tomás Moro, hombre de principios, antepuso su conciencia a su conveniencia (tanto… que le han hecho patrono de los políticos −¡lo que hay que rezarle, tal y como está el patio!−).
Y esos sus principios −aquí tienes la historia de Tomás− son, precisamente, los que le llevaron a sus finales: al patíbulo.
Como persona excepcional e inteligente, de recia fe, se tomó su último trance con humor. Hasta en eso fue coherente (dicen que uno muere como ha vivido).
Y así que le dijo a su verdugo eso de “ayúdame a subir las escaleras, que de bajarlas me encargo yo”.
El humor, el buen humor en Tomás Moro, no fue algo puntual ni intrascendente. Más bien, se sustanció como algo vital.
Concédeme, Señor, una buena digestión… y también algo que digerir.
Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el pecado, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se llama: YO.
Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás.
Así sea.
Amén.
Qué importante es cruzarse por la vida con personas alegres, bienhumoradas, sonrientes, ingeniosas… ¡Te dan oxígeno!
Comentaba Henry Ward Beecher que una persona sin sentido del humor es como un carro sin amortiguación: todas las piedras del camino le hacen sacudirse.
Y en esas sacudidas −añado− más de un meneo, y de dos, se los lleva el entorno: quienes le rodean.
Cuando uno no tiene esos amortiguadores (o no los cuida bien) en su trayecto vital lo pasa mal y, en ocasiones… lo hace pasar peor.
Esa gente que se cree “importante” cuando se muestra grave, taciturna, no sabe de qué va esto. Y se está perdiendo media vida.
Te dice Gandhi −a él se lo atribuyen, entre otros…− de qué va esto (puedes sustituir, en el texto, la palabra sonrisa por buen humor, amabilidad, un detalle, un gesto de afecto, un abrazo…):
Una sonrisa no cuesta nada, pero da mucho. Enriquece a aquellos que la reciben sin empobrecer a aquellos que la dan. Sólo florece un instante, pero su recuerdo a veces dura para siempre. Nadie es tan rico o poderoso que pueda prescindir de una sonrisa, y nadie es tan pobre que no pueda enriquecerse con ella.
Una sonrisa proporciona felicidad en el hogar, favorece el trato en los negocios, y es la contraseña de la amistad.
Proporciona descanso al exhausto, estimula al decaído, reanima al triste, y es el mejor antídoto natural para los problemas.
Con todo, no puede ser comprada, mendigada, pedida, o robada, ya que es algo que no es de valor para nadie hasta que se regala.
Algunas personas están demasiado cansadas para dar una sonrisa.
Dales una de las tuyas, pues nadie necesita una sonrisa tanto como aquel que no tiene nada más que dar.
Como hoy el post ha ido de Gandhi y de dos santos (el papa bueno y Tomás Moro), entre el buen humor y las sonrisas, déjame que intente −al menos que intente− sacarte una −sin salir de ese contexto− y hacerte pensar:
Cuentan de una familia que volvía a casa con sus tres hijos. Acababan de bautizar al tercero y el primero, de la mano de su padre, no dejaba de llorar con amargura. No había manera de consolarlo. Los padres no entendían qué le pasaba pues, en su sofoco, el mozalbete no alcanzaba a explicarse.
A base de insistir, lograron −por fin− que el pequeño exclamara:
−El cura ha dicho que nosotros debemos crecer en una familia cristiana. Pero ¡yo quiero quedarme con vosotros!
En fin, que el chavalín no se había enterado de la misa la media. O sí…
Nota final: ¡Cuántas veces van juntos el humor y el amor!
Sonríe, en serio. Una sonrisa cuesta bastante menos que la electricidad… y ¡da más luz!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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