Me gusta distinguir entre soledad y aislamiento; la soledad muchas veces es enriquecedora; en cambio, el aislamiento, el cerrarse a los demás, muchas veces es malo porque resulta empobrecedor
Cuando tengo como hoy un viaje largo −de más de 24 horas− en avión, aunque tenga escalas, esperas y cambios de avión, una vez estoy dentro de la primera sala de espera, −ya facturado el equipaje, si llevo− me sobreviene siempre una alegría infantil y una gozosa sensación de libertad. Tengo por delante 20 o 30 horas de relativa soledad en las que puedo dedicarme a leer, a corregir textos, a dormir o a lo que me apetezca, sin que tenga de ordinario que preocuparme de atender a otras personas.
Este tipo de soledad puede ser muchas veces fecundo. Como le pasaba a mi admirado Charles S. Peirce (1839-1914) en sus viajes trasatlánticos, los ocho o diez días que invertían los vapores de su tiempo para cruzar el Atlántico le resultaban muy creativos. Conforme avanzaba la travesía sus ideas se iban aclarando y su ánimo se fortalecía. Algo parecido −salvando las distancias− me ocurre a mí y es uno de los atractivos de los viajes largos.
Hay personas que temen viajar solas o en general que tienen miedo a la soledad y al silencio. En cuanto se abre un espacio así, se aferran a una pantalla y a unos auriculares para ahuyentar su miedo a pensar. Sin embargo, me parece que hay que saber atesorar y aprovechar esos tiempos de soledad para encontrarnos a nosotros mismos e incluso para encontrar a Dios dentro de nosotros.
Viene a mi memoria lo que escribía Etty Hillesum en el campo de Westerbork antes de ser enviada a la muerte en Auschwitz: “Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese pozo y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo” (Diario, p. 41). Me estremece siempre que lo recuerdo y querría para mí lo mismo.
Me gusta distinguir entre soledad y aislamiento. La soledad muchas veces es enriquecedora; en cambio, el aislamiento, el cerrarse a los demás, muchas veces es malo porque resulta empobrecedor. No somos islas: somos dependientes de los demás, de aquellos a quienes queremos y eso enriquece nuestras vidas hasta llenarlas de sentido.
En las cárceles y sistemas penitenciarios el aislamiento es el peor de los castigos. Fuera de esos entornos, el que está aislado puede ser por enfermedad o quizá por su mala experiencia con los demás, ya que el abrirse a los demás nos hace vulnerables. “Como no quiero sufrir más −quizá se diga a sí mismo abrazado a un oso de peluche− prefiero no conocer a nuevas personas, no tener nuevos amigos, no querer ya más: me basta con encerrarme en mi caparazón y resistir los embates de la soledad atesorando en mi memoria los momentos gozosos de mi vida pasada”.
Los espacios de relativa independencia de los demás, como los viajes −solo interrumpida por algún mensaje o whatsapp ocasional−, nos hacen valorar más nuestras dependencias afectivas. Como enseña la filosofía, las cosas que más nos importan y que tenemos siempre delante de los ojos, normalmente no las vemos, no les prestamos atención. En cambio, cuando estas nos faltan es increíble cuánto las echamos de menos. Por eso me encanta ver el gozo de familiares y amigos que se reencuentran con formidables abrazos en la puerta de llegadas de los aeropuertos.