Si España hubiera sido Holanda, en temas de eutanasia, ya hace unos años quizás hubieran pensado que mi abuela tampoco era válida
Porque ella, después de muchas carcajadas y superación de problemas junto a mi abuelo (modelo de matrimonio), se quedó sin cabeza y sin movilidad.
Hace mes y medio viajé, por turismo, a Holanda junto a mi marido y otra pareja. Por esos avatares de la vida que se dan cuando viajas con amigos imprevisibles, acabamos en una especie de casa de retiro y reflexión protestante dirigida por Henk, casado y padre de tres niñas.
Como la mayoría de las personas que dedican su tiempo a los demás, Henk no solo “gasta” su vida en dirigir este lugar. También lucha en contra de la eutanasia. En Holanda, que como saben nos lleva mucho trecho recorrido en este tema y tienen mucho trabajo.
Lo que me llamó la atención es el motivo por el que dedica su tiempo a esta causa. Contado de su boca, me llamó tanto la atención que llevo mes y medio pensándolo y por eso decidí escribir este artículo.
Henk fue un día a ver a su abuela al hospital y la habían eutanasiado. No la volvió a ver más. Y este es el camino que llevamos en España: lo que le pasó a Henk nos puede a pasar a cualquiera, cualquier día. Yo, al menos, tengo muchas papeletas.
Mi abuelo, mi ídolo, tiene además de unos ojos quitapenas y una sonrisa revitalizante, 97 añazos. Todos ellos cargados de vivencias que, como sabe que nosotros, los de alrededor, ya las sabemos de memoria, las cuenta a quien se cruza con él. Como el día en el que a mi marido, entonces aún novio, le pilló por banda para contarle la historia detrás de su cuadro de las ovejas y los lobos; cuadro en el que se dibujó muy esquemáticamente recordando cómo esos depredadores se comieron a su ganado. Le dio por pintar ya jubilado. Ya no tiene ni pulso ni vista, pero 25 años dándole al arte dan para una vasta producción.
Y volviendo a sus historias, aunque las cuente mil veces, son sus historias, y espero que dentro de unos años, cuando echemos de menos que alguien nos las cuente, podamos nosotros contarlas, porque lo que no se cuenta se pierde, y los abuelos son los trovadores familiares.
A sus 97 años mi abuelo tiene muy buena cabeza y movilidad (suficiente para bajar dos veces al día dos pisos de escaleras y arrodillarse). Pero, quizás, cuando un día entre en el hospital, alguien decida que no es válido. Como le pasó a la abuela de Henk.
Y si España hubiera sido Holanda, ya hace unos años quizás esos mismos hubieran pensado que mi abuela tampoco era válida. Porque ella, después de muchas carcajadas y superación de problemas junto a mi abuelo (modelo de matrimonio), se quedó sin cabeza y sin movilidad. Lo dicho, una vida que los nazis actuales hubieran pensado que en los últimos años no era válida.
¿Por qué piensan así? Solo se me ocurre una respuesta: eliminan el amor de la vida. Porque mi abuela se agotó de dar amor toda su vida, no solo a sus hijos y a sus nietos, sino al que pasaba por ahí. Y recibió mucho amor, y en esos años finales lo siguió recibiendo. De mucha gente que pasó junto a su cama (familia, médicos, enfermeros, especialistas en cuidados paliativos…). Pero, del primero, de mi abuelo, que le daba la mano mientras moría.
¿Quién puede pensar que ellos no son válidos? ¿Quién puede querer que el amor, dado y recibido, se elimine de la vida? ¿Quién puede querer que esta intrahistoria desaparezca? ¿Quién puede eliminar a la abuela de Henk, a mi abuelo o a…? (ponga aquí cualquier nombre, que a estos nazis les dará igual todo lo que represente para usted).
Estas son las consecuencias reales de la eutanasia. Un día ese nombre estará. Al día siguiente no estará. Y lo decidirá alguien porque sí. Irá a verlo y le estará esperando en el otro lado, mártir de la inhumanidad.
María García es presidenta del Observatorio para la Libertad Religiosa y de Conciencia (OLRC).
Fuente: actuall.org.
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