También a los no creyentes, si son amantes de la buena literatura, les dará pena perderse la lectura de este libro, con un castellano tan sabroso, tan transparente y, a la vez, tan denso
Nacido en 1499 en Almodóvar del Campo, san Ignacio de Loyola deseó ardientemente que entrase en la Compañía, pero no fue así, ni pudo irse de misiones a América porque el Arzobispo Alonso Manrique le adivinó tantos méritos que no quiso perderlo de vista. “Ávila, las tierras de Andalucía serán tus Indias”, le ordenó. No todo fueron rendidas admiraciones: tuvo un encontronazo con la Inquisición, y aprovecho la cárcel para empezar a escribir su obra principal Audi, filia.
Fue un intelectual incansable. Propuso la creación de un tribunal de arbitraje internacional para acabar con la guerra. Inventó obras de ingeniería. Fundó la Universidad de Baeza. Influyó en san Ignacio de Loyola, san Juan de Dios, el duque de Gandía, santo Tomás de Villanueva, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ribera, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. Benedicto XVI lo nombró Doctor de la Iglesia.
Su ingente Epistolario, muy bien antologado por Fidel Villegas en esta edición, es una obra que remueve a sus lectores cristianos por su capacidad para contagiar su amor a Cristo. No puede ofrecer el mismo interés para los no creyentes, aunque, si son amantes de la buena literatura, les apenará perderse un castellano tan sabroso, tan transparente y, a la vez, tan denso. Al mismo tiempo grave y gracioso. La edición de Villegas ha modernizado el lenguaje lo justo para facilitar su disfrute sin que pierda su encanto.
Tampoco es manca la finura psicológica de la que hace gala Juan de Ávila. El sentido común se le vuelve una fina herramienta de introspección. Estamos quizá ante un protoconductista: “Si queréis, hermano, que Dios os dé un corazón nuevo, enmendad primero vuestras obras” y ante un protogurú de la motivación: “Ponga vuestra merced en una balanza los trabajos que pasa el que es diligente y vive con fervor, y los que pasa el tibio, que no los quiere; y verá que los de los tibios son mil veces mayores que los del que vive con fervor”. Estamos, sin duda, ante alguien que, a fuerza de examinarse a sí mismo, es capaz de ver muy hondo en nosotros.
Ojalá alguna de las frases que siguen pueden transmitirle al esteta, que no va a comprarse a estas alturas un libro de ascética, la música de un castellano del mismo empaque que el de Santa Teresa y el de Cervantes; y algún destello de la luz de una perspicacia sorprendente:
[El hombre] ¡Qué pronto cambia, como si solo fuera un poco de ceniza al viento!
*
¿Qué cosa puedo decir, sino que el hombre con Dios es como Dios?
*
El amor es un género de guerra, y no son admitidos aquí los cobardes.
*
No hay tiempo mejor empleado que el que se gasta en corregirnos a nosotros mismos.
*
Nunca vi a nadie que se examinase a sí mismo y que no fuera compasivo con las faltas ajenas.
Quien maltrata al que tiene una caída, muestra que no mira las propias.
*
¿Qué mayor desatino hay que, como no puedo andar sin tropezar alguna
vez, me desagrade tanto mi mal andar que me quede caído o me corte los pies?
*
Así como la malquerencia suele halagar, así también el amor suele reñir y castigar.
*
[La santidad] Este negocio no es para delicados.
*
Agarrochados salen los buenos toros del coso mientras los flojos regresan sanos.
*
El amor huye del descanso como de una cosa contraria a su intento.
*
Mucho lleva andado del camino el que tiene buena gana de andarlo.
*
Porque, aunque tenga vuestra merced muchos y buenos propósitos, si no hay
quien los ejercite, son sueño más que verdades.
*
Quien no entiende que tener criados es tener señores, y tener
a quien soportar y por quien rogar, no sabe qué es tenerlos.
*
Se angustia y entristece mucho con sus faltas,
lo cual me parece mucho peor que las mismas faltas.
*
Una paja pesa tanto para el tibio que lo derriba en el suelo.
*
Pues ¿por qué por huir de trabajos pequeños caemos en otros mayores?
Enrique García-Máiquez, en nuevarevista.net.
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