Hay que vivir el amor en ‘modo conquista’. ¿Quién no recuerda aquella época en que el amor era activo, diligente y perspicaz? ¿Aquellos días, semanas, meses o años en que lo único importante…?
En los posts anteriores he hablado de lujuria y de ira. Ahora le toca a la pereza, que también amenaza al amor.
El secreto de la desgracia del ser humano −enseñaba Armando Segura en una conferencia a la que tuve ocasión de asistir hace unos años− es considerar el punto de partida como punto de llegada. Y el secreto de su felicidad, considerar el punto de llegada como punto de partida.
En efecto, seguía explicando, el ser humano, para ser esencialmente lo que es, vive fundamentalmente de lo que no existe. Lo que existe, lo que conoce, lo que tiene es siempre punto de partida, y el hombre que se limita a conservarlo (el conservador por naturaleza) es un desgraciado, pues no tiene tarea. O, peor aún, se tiene a sí mismo como tarea.
El hombre sin tarea, sin misión, concluía, es el mayor desgraciado del mundo. Es el hombre que sólo se tiene a sí mismo, que no sueña, que no avanza, que sólo se repite. Es el drogadicto, el alcohólico, el adicto al sexo, para quien su tarea es la repetición y su punto de partida es siempre punto de llegada, ya conoce el final, siempre conoce el final al que está irremisiblemente atado.
Es curioso cómo el amor inteligente, activo, imaginativo y sagaz, tan característico de la época de conquista, puede llegar a degradarse en un amor tonto, perezoso, romo y obtuso, incapaz de activar ningún resorte de atracción. Suele suceder cuando el amante consigue el amor tan deseado y lo confunde con un apéndice de sí mismo en lugar de verlo como su propio proyecto de vida.
Hay parejas que se separan por aburrimiento. El aburrimiento suele tener dos causas: la autocontemplación y la pereza. La primera es evidente: si me centro en mí mismo, me aburro porque ya me conozco mucho. La segunda, también: si no activo mis neuronas y mis músculos emocionales para actualizar mi amor, acabo, por defecto, centrado en mí mismo. Y me acaba dando pereza salir de mí.
Otras, al contrario, se separan por exceso de cambio. ¡Es que ha cambiado tanto!, dicen, con sorpresa, como si de repente cayeran en la cuenta de que no se casaron con un mueble, sino con una persona, que crece y decrece y va y vuelve y se mueve y evoluciona, que es dinámica, proyectiva y futuriza. Normalmente, lo que sucede no es que el otro haya cambiado mucho, sino que yo no he estado atento a su evolución y me he quedado atrás, en mi pobre y aburrido mundo personal.
Hay que vivir el amor en ‘modo conquista’. ¿Quién no recuerda aquella época en que el amor era activo, diligente y perspicaz? ¿Aquellos días, semanas, meses o años en que lo único importante era ella/él y nada costaba esfuerzo porque el sentimiento nos llevaba en volandas?
Esa es una de las grandes virtudes de la fase de enamoramiento, enseña José Pedro Manglano en Construir el Amor: que nos enseña al principio el final. Aquella actitud pronta y decidida, dispuesta a enfrentarse al mundo entero para conquistar a la persona amada es la que hemos de recordar y actualizar. Hay que volver la vista atrás y sacudirse esa pereza existencial que amenaza con instalarse en nuestro matrimonio. ¿Qué puedo hacer? ¡Lo que sea! ¡Todo menos estar parado, estancado! ¡Es mejor equivocarse por exceso que por defecto! ¿Qué hacíamos? ¿Qué le atraía de mí? ¿Qué espera? ¿Qué puedo darle?
¡No hemos llegado! ¡Partimos ahora! Poco importa la mochila que llevemos, los años que tengamos ni lo torpes que hayamos podido llegar a ser en el pasado. ¡Ahora es el momento de comenzar de nuevo! No mañana; ¡hoy! Ahora mismo me pongo a erradicar aquella erosionante rutina de la crítica, a fortalecer el músculo atrofiado del cariño, a recuperar aquel hábito perdido de la delicadeza o a generar de nuevo la confianza ciega que he ido minando yo mismo con mi constante escepticismo…
Contra pereza, diligencia, decían nuestras abuelas cuando no se tenía vergüenza de llamar a las cosas por su nombre. Nuestra mujer, nuestro marido lo merecen. Y nosotros, también, porque, incluso cuando somos incapaces de verlo, allí está nuestra felicidad: en nuestro amor de siempre.
Solo queda una advertencia: dejarse amar. Todo un aprendizaje. Si tu marido o tu mujer intenta algo nuevo o viejo o torpe o ingenuo, pero lucha por amarte más y mejor, no frustres su iniciativa. Déjate amar. Acepta el don, el regalo. ¡Son tantas las veces que ahogamos el amor antes de que pueda acabar de expresarse!