En este Día del Padre, una reflexión a todos los que asumen ese reto con integridad y amor
Hace poco nos dieron una triste noticia a mi esposa y a mí. Es muy probable que nuestro hijo de 4 años padezca de TEA (Trastorno del Espectro Autista) en un grado leve, una condición neurológica y del desarrollo que comienza en la niñez y dura toda la vida. Afecta en cómo una persona se comporta, interactúa con otros, se comunica y aprende.
Nuestras primeras reacciones fueron de profunda tristeza, una especie de duelo. Los “sueños” y “anhelos” que como padres habíamos “construido” en nuestra imaginación desde que nuestro hijo nació, se derrumbaban.
Quizás nunca lo veamos destacando en su colegio o graduándose en la universidad, menos ser un prestigioso profesional. Muchos pensamientos negativos pasaron por nuestra mente las primeras semanas luego de la noticia. Mi niño, el que buscamos y esperamos durante tanto tiempo, el que despertó mi instinto paternal −que pensé nunca tendría−, no es ni será como me lo imaginé.
Las respuestas a tantas interrogantes van llegando y las vas asumiendo con el pasar del tiempo, con la ayuda de la familia, los amigos y de buenos profesionales. Uno va aprendiendo otra manera de ver y afrontar la realidad. A darle vuelta a la moneda.
Sin darnos cuenta, caemos −y a veces recaemos− en el error que muchos padres cometen: construir en nuestra mente el futuro de nuestros hijos y frustrarnos cuando las cosas no suceden como planeamos. Es normal, a nuestro modo de ver, queremos lo mejor para ellos. Sin embargo, los caminos de la vida casi siempre difieren de esos “castillos imaginarios”.
Nuestra visión de la realidad suele ser miope, limitada, necesitamos de las dificultades para ver las cosas en su real dimensión y necesitamos que los demás nos ayuden a abrir los ojos. Un día, una amiga que atraviesa por una situación parecida me dijo: “Dios da hijos especiales a padres especiales”. Entonces el camino, mi camino, se iluminó: la vida no me presenta un problema, sino un reto, y debo estar a la altura de las circunstancias. Para ello, debo sacar lo mejor de mí, ganarme ese derecho a ser “su padre”.
No todos los padres tenemos la “suerte” de que nuestro hijo padezca una condición o problema en un grado leve. Hay niños con situaciones mucho más graves, que no pueden valerse por sí mismos, que no son conscientes de la realidad, que se autolesionan, etc. Basta entrar en este mundo de los mal llamados “discapacitados” para darnos cuenta de que los padres especiales son miles y son anónimos. Los padres especiales no necesitan la lástima de nadie, están allí con sus hijos especiales en el día a día, sacrificándose, ayudándolos, recibiendo el mejor pago que la vida les puede dar: la sonrisa de su hijo.
He llegado a la conclusión de que todos los padres afrontamos dificultades, “cargamos con nuestra cruz” de una u otra manera en lo cotidiano, y que el mayor regalo que le podemos dar a nuestros hijos es ese amor que desborda, de unos esposos que permanecen unidos y que se aman en medio de las dificultades. Los hijos lo perciben y se nutren de ese amor.
También voy descubriendo que el futuro o proyecto de vida de mi hijo no está en mi cabeza, se construye cada día con cada acto de amor de las personas que lo quieren, con nuestra constancia en sus terapias, con el tiempo que le dedicamos a pesar de nuestro cansancio, con nuestra paciencia en sus rabietas, con el empeño que ponemos para que sea más autónomo, cuando lo estimulamos y ayudamos a descubrir sus propias capacidades y habilidades.
Pienso que ya no me preocupa si mi hijo será o no un profesional de renombre, o si contribuirá con su talento al bien de la humanidad, no lo sé. Ahora mi mayor deseo es que sea una persona feliz, un buen hijo, tierno y amoroso con los demás como ya es. Eso me bastará para llenarme de orgullo. Ya de por sí, formar y educar un hijo no es tarea fácil. Cuando las cosas se complican me digo a mí mismo, para darme fuerzas: ¡Ser padre es cuestión de valientes! En este Día del Padre, felicito a todos los que asumen ese reto con integridad y amor.