Una idea equivocada de libertad ha hundido profundas raíces en nuestra cultura porque en efecto es atrayente y aparenta tener sentido
El “marxismo cultural” es un hombre del saco, una especie de cuco ubicuo invocado por los conservadores para explicar eventos tan variados como el acoso del FBI a Trump, la evolución del grupo de rock U2, los derechos de los transexuales y los resultados del referéndum sobre el aborto en Irlanda.
Cualquier cosa que pueda explicar tantos fenómenos a la vez requiere de una buena explicación sobre sí misma. De lo contrario comienza a sonar como el nuevo orden mundial de los illuminati o la teoría sobre la conspiración judeo-masónica-bolchevique en boga a comienzos del siglo XX.
El “marxismo cultural” en efecto existe; no es una entelequia. En el intento de promover los temas marxistas en la cultura (otro término que en sí ya es difícil de definir) hay dos grupos bastante conocidos: la Escuela de Frankfurt y los seguidores de Antonio Gramsci.
La Escuela de Frankfurt denota a un grupo de eminentes académicos alemanes asociados con el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Goethe de Frankfurt, fundado en 1923, muchos de los cuales se establecieron en Estados Unidos antes de la Segunda Guerra Mundial. Ésta atrajo a disidentes del pensamiento marxista convencional y −en la medida que con tan dispares miembros pueda en rigor ser llamada una escuela− se embarcó en una crítica académica al marxismo, al capitalismo y a la modernidad. No se trató de un movimiento activista, sino académico.
Antonio Gramsci sí que fue un activista. Fue un prominente líder comunista italiano durante los años 20 encarcelado por Mussolini. En prisión −donde murió en 1937− Gramsci reflexionó sobre cómo el estado y la burguesía se mantenían en el poder. Su respuesta fue que éstos ejercían cierta hegemonía, no a través de la violencia sino a través del dominio de la cultura, desde la sociedad civil hasta las grandes instituciones como las universidades. Los marxistas podrían lograr la revolución infiltrando dichas instituciones, creando su propia hegemonía.
Está bien. Aceptamos entonces que el marxismo cultural es real; que tiene sus teóricos y no sólo poleras del Che, que por cierto tiene. Y genuinos marxistas culturales, con aros en la nariz y cortes de pelo estrafalarios son entrevistados por los medios durante sus manifestaciones en Occupy Wall Street, discurren sobre tópicos absurdos en debates académicos y venden diarios aburridísimos en algunas estaciones de tren.
Pero la cuestión en disputa no es si el planeta Plutón existe, sino si éste −o nuestra vecina Luna− es el causante de las mareas en los asuntos de los hombres. Y con respecto a los temas que sacan de quicio a la mayor parte de los conservadores, el marxismo cultural se asemeja más a Plutón que a la Luna. ¿Es el marxismo cultural el que llevó a los irlandeses a conceder un aplastante apoyo al aborto? ¿Ha sido el marxismo cultural el que ha legalizado el matrimonio homosexual? ¿El marxismo cultural ha llevado a la desintegración de la familia tradicional?
La respuesta a estas preguntas es No.
El asunto crucial en la cultura occidental contemporánea es cómo se entiende la libertad. Aquéllos que han votado por las causas “progresistas” mencionadas anteriormente, creen que están expandiendo su propia libertad y la de sus conciudadanos por medio de la maximización del rango de sus opciones. Su cosmovisión se expresa perfectamente en una frase que suele citarse del ministro de la corte suprema de los Estados Unidos, Justice Anthony Kennedy: “En el corazón de la libertad está el derecho de cada uno a definir su propio concepto de existencia, de lo significativo, del universo y del misterio de la vida humana”.
¿Y de dónde vino acaso esta forma de ver las cosas? Por cierto no de Carlos Marx. Para éste la libertad era uno de los temas centrales: “¡Trabajadores del mundo, uníos! ¡No tenéis nada que perder, salvo vuestras cadenas!” Hablaba Marx, pues, de la libertad de una clase, no de individuos.
Si pudiésemos identificar a un hombre que tendió los cimientos de la concepción de la libertad como aquélla para maximizar las opciones individuales, dicho hombre sería un inglés contemporáneo de Carlos Marx, John Stuart Mill, utilitario, libertario, economista político y feminista. Tras el colapso del comunismo y la ideología marxista, las ideas libertarias de Mill han triunfado. Son el aire que respiramos. Consideremos simplemente estas breves citas de su obra clásica “Acerca de la Libertad”:
“El único propósito por el cual la fuerza puede ser ejercida legítimamente sobre algún miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es prevenir el daño a otros”.
“Cualquier amenaza a la individualidad es despotismo, sea cual sea el nombre con que se llame; sea que pretenda representar la voluntad de Dios o el mandato de los hombres”.
“La única libertad que merece dicho nombre es la de perseguir nuestro propio bien a nuestro propio modo, en la medida que no amenacemos con quitar a otros la suya u obstaculicemos sus intentos por obtenerla”.
¿No nos parece familiar la letra de esta canción?
En otro pasaje, Mill también denuncia al cristianismo como inmoral y subversivo del orden público:
“El poco reconocimiento que cabe en la moral moderna a la idea de la obligación hacia el público, proviene de fuentes griegas y romanas, mas no cristianas, toda vez que incluso en la moral de la vida privada, lo que haya de magnanimidad, altura de miras, dignidad personal, incluso el sentido del honor, se deriva de lo puramente humano, no de la parte religiosa de nuestra educación, y nunca podría haber surgido de un sistema ético en que el único valor reconocido expresamente es el de la obediencia”.
¿Familiar también?
Las huellas de Mill están impresas en todos los grandes cambios sociales experimentados por la Generación X y la Generación Y −no sólo las suyas, por supuesto− pero entre todas las marcas visibles, la suyas son las más claras. Si Marx es Plutón, Mills es la Luna responsable por la gran marea que mueve a la libertad como licencia en el Occidente actual. Como un indicador de su influencia, consideremos el popular website londinense Spiked, fundado por ideólogos marxistas, cuyos artículos citan hoy a Mill mucho más frecuentemente que a Marx.
¿Pero hay algún propósito en exhumar a Mill?
Se trata de una cuestión que va más allá de lo académico. Tendencias como el divorcio, el aborto a pedido o el matrimonio homosexual son un problema para muchos. ¿Es posible revertirlas? Posiblemente, pero sólo si primeramente entendemos qué las ha hecho posibles.
Si el éxito de éstas fuese atribuible a los marxistas culturales, la solución sería simplemente sacarlos de un puntapié de los pasillos del poder (cosa que no es tan fácil si éstos están bien atrincherados en la burocracia o en un partido político). En esta tesis el forcejeo para cambiar las costumbres sociales se daría en lo político, no en lo intelectual. No habría necesidad de disputar ideas; de probar la veracidad, consistencia y efectividad de éstas. El supuesto sería que estos conspiradores malévolos han embaucado al público. Y en la medida en que sean eliminados, la sociedad quedaría libre del encantamiento.
Pero no es ésta la causa por la cual aquellas patologías sociales se han extendido. Una idea equivocada de libertad ha hundido profundas raíces en nuestra cultura porque en efecto es atrayente y aparenta tener sentido. Es por esto que citas de Mill aparecen en tantas poleras progres. Cómo llegamos hasta aquí desde allá, donde “allá” son los valores tradicionales, es un enigma.
Pero cualquiera sea la respuesta, John Stuart Mill es sin duda parte de ella. Sus lúcidas, elocuentes y persuasivas nociones de libertarismo y utilitarismo han barrido a través de nuestro mundo como una tromba, especialmente en la anglósfera. Por ejemplo una copia de “Acerca de la Libertad” es obsequiada a cada nuevo presidente del Partido Liberal Democrático del Reino Unido (Partido de izquierda liberal progre de dicho país. NdT).
Si identificamos a Mill como la principal figura en ese verdadero atraco cultural, como el George Clooney de una banda a lo Oceans 11 intelectual, estamos obligados a enfrentarnos a sus ideas y a disputarlas en forma efectiva. A pesar de su popularidad, pueden ser vencidas. La libertad es el don más preciado de la humanidad, pero Mill se enfoca en de qué somos libres en vez de para qué lo somos. El principio de mal postulado por Mill es vago y sólo se refiere a males tangibles. La noción de libertad de Mill está inextricablemente atada a su odioso utilitarismo. Y el libertarismo de Mill atomiza a los individuos, creando una sociedad con vínculos cada vez más débiles.
Cambiar el clima intelectual es una tarea que puede tardar décadas, pero debe comenzar en algún momento y lugar. Y el mejor punto de partida es confrontar por fin el legado de John Stuart Mill.
Michael Cook
Fuente: vivachile.cl (publicado originalmente en mercatornet.com)
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