La genuina alegría de vivir es una satisfacción de tipo espiritual; es consecuencia de cierta plenitud de vida
Lo que nos produce alegría es la unión con el bien: “la alegría es el sabor del bien, porque alegrarse no es otra cosa que saborear espiritualmente la contemplación de un bien poseído o esperado” (V. García Hoz).
La alegría está relacionada con la felicidad; es un trampolín que nos acerca a ella. Está ligada, asimismo, al espíritu de servicio. R. Tagore lo expresa así: “Dormía y soñaba que la vida no era sino alegría. Me desperté y vi que la vida no era sino servicio. Serví y vi que el servicio era la alegría”.
En contraste con esa alegría de vivir natural, duradera, interiorizada y servicial, está extendiéndose mucho una “alegría” circunstancial, pasajera, narcisista, que se engendra en el exterior de la persona con la ayuda de todo tipo de estímulos artificiales, como el alcohol y la droga. No se pretende “ser alegre”, sino “ponerse alegre”. El resultado es siempre lo que se quería evitar: la tristeza.
Se cuenta que un hombre sumido en una profunda melancolía fue a visitar a un médico en busca de remedio. El médico comienza a sugerirle una lista de recursos para causarle alegría: viajes, aventuras, buena mesa, vinos,... El paciente le contesta que todo eso lo había tenido y no sirvió para salir de su tristeza.
Como remedio infalible, el doctor le aconsejó que fuera a visitar a un amigo muy optimista y animado, David Garrick. Era un gran actor del Siglo XVIII que había triunfado divirtiendo a la sociedad inglesa. El paciente le contestó al médico: ¡yo soy Garrick!
La conocida frase “necesito una copa” ya no es exclusiva de los adultos; actualmente la utilizan muchos adolescentes y jóvenes para ser más ocurrentes y atrevidos. Dicen que “se colocan” con unas copas para “romper el hielo” en las fiestas y estar alegres.
La verdad es otra: el alcohol es un depresivo; tras la breve euforia inicial llega la resaca seguida de un bajón de ánimo. Los jóvenes más sensatos piensan de otro modo: “No me parece bien tener que drogarse para divertirse”.
J.B. Torelló afirma que “la alegría como anestésico se ha trocado en mercancía; nuestra cultura industrial produce calculadamente un cierto tipo de alegría, que se consume igualmente según un plan perfectamente elaborado (…). El individuo, en esta civilización de consumo, se ve obligado a saltar de un placer a otro y a soportar prolongadas pausas de tensión y de descontento”.
El suicidio del famoso cómico Robin Williams hace pocos meses es otro ejemplo sobre el desenlace de la alegría artificial. Williams tuvo todo lo que el mundo podía ofrecerle para llenar su vida: dinero, poder, diversiones caras, fama. Sin embargo, lejos de satisfacerlo, le dejaba un vacío que lo llevó a dos fracasos matrimoniales, drogas, depresión, bancarrota y finalmente a la desesperación. Se ganó la vida haciendo reír a la gente. Exteriormente podía reír y bromear... pero sólo para intentar escapar −sin éxito− de su tristeza interior.
El consumo sin límite que se nos presenta actualmente como una fuente de alegría sólo es un espejismo. Muchas personas no son alegres porque fueron víctimas de esa quimera. Para evitar el engaño es fundamental forjar al homo gaudens desde la infancia, de forma que viva asentado en la alegría. El recurso más eficaz no es la instrucción, sino crear en la familia y en la escuela un ambiente de alegría con el testimonio de unos padres y profesores que transmiten la alegría de entregarse a los demás.
Los educadores que se esfuerzan por sonreír habitualmente, incluso cuando tienen un mal día, ayudan a los hijos o alumnos a estar contentos. Les enseñan a ver el lado positivo de cada suceso y a no perder la paz.
La alegría es una virtud, que, como todas, no se improvisa; es el resultado de un proceso de actos reiterados. Pero antes que el hábito está la actitud de la alegría, que implica tener ojos para el bien.
Gerardo Castillo Ceballos, Profesor emérito de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra.
Fuente: lasprovincias.es.
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