Hasta que alcancemos la conclusión de que la única relación posible es la subordinación del trabajo a la familia, no encontraremos la felicidad en este ámbito
“El miércoles no puedo, tengo a mis hijos por la tarde”, me contestó el otro día un abogado cuando le propuse tener una reunión. Estaba separado y esa tarde recogía a sus hijos en el colegio y la dedicaba a ellos, pues el resto de la semana convivían con su madre. No era la primera vez que me daban esa razón para descartar un horario de reunión. Como las otras veces, lo encontré muy natural. ¡Faltaría más! Lo primero es lo primero. Y la familia está por encima del trabajo. Pero esta vez me dio que pensar.
Es una experiencia común darse cuenta de lo que uno tiene cuando percibe el riesgo de perderlo. Con la familia también sucede. Tu mujer, tu marido, tus hijos están ahí. No siempre tenemos conciencia actual de su existencia ni de la influencia que ejercen en nuestro bienestar. No se quejan mucho de nuestras ausencias, de nuestras desatenciones, de nuestra falta de disponibilidad. Y, de pronto, un día, por la razón que sea, percibimos su ausencia, el riesgo de perderlos, de que se alejen de nuestras vidas… y reaccionamos.
¿Alguien ha recibido alguna vez una respuesta como esta al convocar una reunión?: “Lo siento, el jueves no puedo, tengo a mi mujer y a mis hijos por la tarde”. Sonaría extraña. Claro que podría cambiarse por: “lo siento, el jueves no puedo, lo dedico a mi marido y a mis hijos”, porque, claro, tenerlos, lo que se dice tenerlos, los tenemos siempre. Y acaso ese sea el problema. Están ahí y nos cuesta percibir el riesgo de perderlos.
Escuché una vez a un experto en gestión de tiempo protestar vehementemente contra la conciliación familia-trabajo, contra el balance, el equilibrio entre estas realidades. “¡Cómo vamos a conciliar o equilibrar realidades que están en un nivel tan diferente de importancia! Podemos arriesgarnos a perder el trabajo, es duro, pero es sustituible. ¡Pero no podemos arriesgarnos a perder la familia!”, argumentaba. Y defendía que podemos estar engañándonos toda la vida buscando términos soft que disimulen la distinta entidad de estas realidades, pero hasta que alcancemos la conclusión de que la única relación posible es la subordinación del trabajo a la familia, no encontraremos la felicidad en este ámbito. Creo que, últimamente, los más expertos prefieren hablar de ‘integración’ de la vida laboral y la vida de familia. Mucho mejor.
Hay trabajos muy exigentes. Y también mucha gente que se engaña a sí misma acerca de la importancia del trabajo o la profesión, cuya relación con la persona y la familia, aunque a veces nos cueste verlo, es de medio a fin.
Y no creo que sea solo una cuestión de horas (que también), sino de prioridades. He conocido personas que han pasado temporadas de durísimo trabajo, con exigencias de dedicación casi sobrehumanas y no han dejado de llevar consigo a su familia ni de volver a ella una y otra vez, creativa y perseverantemente, en cuanto podían.
No me cuesta admitir que en este terreno la mujer suele ir por delante del varón. Ella lleva siempre a su familia consigo con tremenda naturalidad. Nunca se olvida. No tiene vergüenza alguna de hablar de su familia en cualquier reunión, por encopetada que sea. A nosotros nos cuesta más. ¡Y cuánto ayuda a humanizar las relaciones meter la familia en la conversación!
Vuelvo al principio. La respuesta de aquel abogado me ha hecho reflexionar. ¿No deberíamos, precisamente los que estamos casados, es decir, los que hemos hecho profesión de amar, ser más explícitos acerca del amor a nuestra mujer o marido y a nuestros hijos? ¿No tendríamos que evidenciar más palmariamente la preferencia, una tarde o una mañana cualquiera, de nuestra familia sobre el trabajo o, simplemente, hablar de ellos en cualquier ocasión?
Soy consciente de que es una realidad muy compleja. Hay grandes expertos, trabajos muy diferentes, algunos con sujeción horaria inevitable (lo que no excluye la ‘presencia’ de la familia), y no se puede generalizar. Solo quería apuntar una reflexión personal y lanzar al aire una pregunta que me hago a mí mismo: ¿es mi familia realmente prioritaria? Y, ya puestos, sugerir un camino: hacer más visibles a nuestras familias; visibilizarlas, como se dice ahora.