El Santo Padre presidió ayer un encuentro con sacerdotes y religiosos de Roma, en la Basílica de San Juan de Letrán, sobre el tema de las "enfermedades espirituales"
El lunes 14 de mayo el Papa Francisco visitó la basílica papal de San Juan de Letrán para presidir el encuentro con los obispos, los sacerdotes y religiosos de la diócesis de Roma, bajo el tema las "enfermedades espirituales", en alusión a la ruptura del equilibrio de "la salud y la vitalidad" que puede padecer el alma humana, frenando, en el caso cristiano, "el dinamismo evangélico sostenido por la fe".
El evento inició con un momento de oración seguido por la presentación de los trabajos realizados en las distintas parroquias, después de lo cual el Papa contestó espontáneamente a varias preguntas y después pronunció un discurso.
Primera pregunta: Queridísimo Papa Francisco, ha escuchado de don Paolo una síntesis del trabajo que nuestras comunidades han hecho este año sobre las enfermedades espirituales que nos afligen. No siempre ha sido fácil reconocer su raíz profunda, o sea espiritual, pero vemos las cosas que nos impiden decidirnos y dedicarnos, con más pasión y mayor soltura, a la evangelización. Ha sido como tener que reconocer que, a pesar de nuestros esfuerzos, incluso generosos, algo “estaba enfermo de raíz”, minando el organismo eclesial y haciéndolo en cierto sentido estéril. Como puede imaginar, la tentación de la frustración, de la amargura, puede meterse, y con ella una sensación de impotencia. Sería como entrar en una dinámica que nos haría dar nuevas evasivas, pero no nos apetece echar cortinas de humo. Quisiéramos recomenzar y hacerlo bien, haciendo que esas enfermedades activen un proceso de curación. ¿Qué hacer? ¿Hay una terapia que nos pueda prescribir para todas nuestras enfermedades? ¿Cómo las quiere curar el Señor? ¿Y cómo quiere hacernos crecer a través de esta experiencia que hemos pasado?
Algunas palabras me han llamado la atención: por ejemplo, “raíz”. Hablando de pecados, de defectos, de enfermedades, siempre hay que llegar a la raíz. Porque, de lo contrario, las enfermedades permanecen y vuelven. Luego, esa actitud de frustración, de amargura −es una experiencia diaria− cuando voy a confesarme, y digo siempre las mismas cosas. Si, cuando vas a confesarte, te das cuenta de la cantinela de siempre, detente y pregúntate qué pasa. Porque si hay esa amargura: ¡esto no cambia! ¡No! Ahí hace falta una ayuda. La amargura, la frustración es cuando sientes que no puedes cambiar, que no puedes curarte. Detente, piensa. ¡La impotencia! El Señor quiere hacernos crecer con la experiencia de la curación: no es casualidad que, en el Evangelio, el Señor, sin ser un sanador ni un curandero, curaba. Es un signo de la redención, un signo de lo que vino a hacer: curar nuestras raíces. Nos ha curado plenamente: la gracia cura a fondo. No anestesia, cura. Y esa experiencia de curación que hemos visto en el Señor −en su vida curaba a fondo y con el diálogo espiritual− debemos vivirla nosotros como Iglesia diocesana.
¿Y cómo vivirla? Cada uno debe encontrar su camino. ¿Cómo hacerlo? Solo no puedes: solo nadie puede curarse, nadie. Hace falta alguien que me ayude. El primero es el Señor. Identificada la enfermedad, identificado el pecado, identificado el defecto, identificada la raíz −esa raíz amarga de la que habla la Carta a los Hebreos−, esa raíz amarga, primero hablar con el Señor: “Mira esto que tengo, no logro dominarlo, caigo siempre en lo mismo…”. Y luego, buscar a alguien que me ayude, ir al “ambulatorio”, es decir, acudir a un alma buena que tenga ese carisma de ayudar. No necesariamente tiene que ser un cura: el carisma de acompañamiento espiritual es un carisma laical que se nos da con el bautismo −también los curas lo tienen, porque están bautizados, ¡gracias a Dios!−; puede ser la comunidad, puede ser una persona anciana, una persona joven, el cónyuge… En definitiva, dejarse ayudar por otro y hablar: “Mira esto…”. Hablar con Jesús, hablar con otro, hablar con la Iglesia. Creo que ese es el primer paso.
También ayudará leer algo sobre ese tema. Hay cosas bonitas, incluso hay métodos para resolver algunas de esas enfermedades. Hace dos años regalé a los Cardenales por Navidad, una cosa muy bonita escrita por el padre Acquaviva: Medidas para tratar enfermedades del alma. Fue publicado por Mons. Libanori y el padre Forlai. Eso también ayuda, para ver cómo son las enfermedades: “¡Ah, yo tengo esta!”, y cómo curarlas; o leer algo que te aconsejen. Y siempre mirar adelante. Puedo hacer todo esto: rezar, hablar con otro, leer…, pero el único que puede curar es el Señor, ¡el único!
Segunda pregunta: Nos damos cuenta de que la enfermedad del individualismo ha producido también en nuestro cuerpo eclesial una cierta ruptura, provocada por los aislamientos. La multiplicidad y diversidad de las experiencias de fe y de comunidad de las que provenimos, aun siendo en sí mismas muy válidas (¡nos han regenerado, nos han permitido estar aquí esta tarde!), se han vivido de manera aislada, auto-referencial, o sea, no bien armonizadas en la única Iglesia, que es esta Iglesia diocesana. Como en Roma está el centro internacional de “todo” (movimientos, asociaciones, caminos, institutos religiosos, centros universitarios, etc.), sucede que cada uno toma lo que más le gusta o lo que le es más útil para su camino espiritual y de fe, aislándose o tomando distancias del resto. Con la misma lógica del supermercado, que produce un fiel consumidor: solo que aquí el producto que se ofrece es “el bienestar espiritual”, desligado de la comunión con los demás. Así se pierde la pertenencia al Pueblo de Dios, y ya no se entiende por qué la Iglesia es necesaria, por qué los demás son necesarios: en concreto esta Iglesia que es la diócesis. ¿Cómo recuperar esa comunión con la diócesis? ¿Cómo recuperar el gusto de ser el pueblo santo de Dios? ¿Cómo podemos ir más allá de las pertenencias exclusivas y apacibles de nuestro grupo?
Esta es una pregunta muy importante aquí en Roma, donde hay tantos caminos… En Roma te encuentras de todo: aquí se aprende la “todología”. Aquí puedes hacerlo todo y en abundancia. Eso sienta mal al estómago y no te deja digerir las cosas que necesitas. Ese individualismo que provoca fracturas, la conciencia aislada, auto-referencial, es siempre “mirarse el ombligo”. Esas personas que se miran a sí mismas y buscan −esto es un gran peligro− su menú personal: no el que necesito, el que me indica el médico, no, sino el que me gusta. O bien buscan novedades, esos que buscan novedades, que tienen ansia de novedad. Hablo de buenos cristianos, que quieren trabajar, pero oyen esto, aquello y lo otro…, las novedades. El que busca novedades necesita una voz realista que le diga: “Pero mira, párate. Detente y ve a lo esencial. Busca lo que puede curarte, no las novedades, un tras otra”. Tengo dos anécdotas que pueden servir, ambas sobre ejercicios espirituales. Uno es que llegó la moda, hace unos años, a Buenos Aires, de hacer la primera semana de los ejercicios ignacianos, la del conocimiento de sí, de los pecados, del arrepentimiento, con técnicas psicológicas un poco orientales, extrañas; y había gente que iba a esas novedades, y no servían para nada, porque encontraban las novedades, pero ellos no cambiaban. Buscan solo las novedades. Y la otra anécdota de los ejercicios nos dice que esas novedades se “disuelven” solo con una buena dosis de realismo, que con esa ansia hace falta que alguien me dé una bofetada para despertarme. Había ejercicios para religiosas y el cura que daba los ejercicios era una persona que tenía una doctrina especial sobre la espiritualidad, también sobre la consonancia con el mundo, con el cosmos…, bueno, cosas de ese tipo… Y había una monja −de unos 60 años− que desde hacía 40 años estaba en un hospital, una española, de esas bravas. Ese era el periodo que tenía para los ejercicios y se había apuntado allí. Pero ese sacerdote tenía un método oriental para hacer los ejercicios; por ejemplo, aconsejaba a las monjas: “Por la mañana, lo primero que tenéis que hacer es un baño, una ducha vital”, todas cosas un poco raras… Hizo sentar a las monjas en círculo, unas veinte monjas, y empezó a decir: “relájate, déjate ir…”. Aquella monja española se vino abajo… Pero tras la segunda meditación se levantó y dijo: “Padre, yo he venido a hacer ejercicios, no gimnasia. Muchas gracias, y adiós”, y se fue. A veces, hace falta gente que nos dé una bofetada, cuando estamos buscando las novedades: buscan la nata sin el pastel.
Debemos buscar lo que nos hace Iglesia, el alimento que nos hace crecer como Iglesia. Y el peligro en este caso es uno de los dos que he señalado en la Exhortación sobre la santidad: el gnosticismo, que te hace buscar cosas, pero sin encarnación, sin entrar en tu vida encarnada. Y te haces más individualista, más aislado, con tu gnosticismo. Y la diócesis, cuando hay gente así, o cuando la mayoría es así, o un buen número que tiene influencia es así, cae en esa descripción de una Iglesia gnóstica: “Un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo”. Y cuando la Iglesia está sin pueblo, aparecen esos servicios litúrgicos quizás muy exquisitos, pero sin fuerza: no está el pueblo de Dios. Me decía un obispo hace un mes, más o menos, hablando del pueblo de Dios, que la piedad del pueblo de Dios, encarnada así, es el “sistema inmunitario” de la Iglesia. Hablando de las enfermedades, el sistema inmunitario es esa piedad popular que siempre se hace en comunidad. Es verdad, como dice el Beato Pablo VI en el n. 48 de la Evangelii nuntiandi, que tiene sus defectos, pero tiene tantas virtudes. Los defectos deben curarse, pero las virtudes deben crecer. Siempre valorar al santo pueblo de Dios, que en su totalidad es infalible in credendo (cfr. Lumen gentium, 12). No olvidéis esto, este sistema inmunitario.
¿Y cómo podemos ir más allá de las pertenencias exclusivas y apacibles de nuestro grupo? Siempre hay que examinar este aspecto: “¿Yo voy con el pueblo de Dios? Mejorando, cierto, pero, ¿quiero siempre un pueblo con la Iglesia, una Iglesia con Jesucristo encarnado, un Jesucristo con Dios?”. Es decir, el camino inverso. Es el único modo: la comunidad nos cura, la espiritualidad comunitaria nos cura.
Tercera pregunta: Se ha difundido entre nosotros cierto cansancio, una caída de tensión y de pasión que ha afectado a todos: curas, religiosos, laicos. La vida de una parroquia posconciliar en Roma (en general una parroquia grande en una gran ciudad) es muy complicada. Parece que el tiempo nunca es suficiente para hacer todo lo que hay que hacer, alcanzar todos los objetivos…: nunca es bastante. La vida ordinaria de las parroquias “se come” todo nuestro tiempo, y no nos queda mucho para cultivar una vida espiritual, pensar, proyectar, realizar cosas nuevas. No le escondemos, Papa Francisco, que a veces, cuando se lanza en la diócesis una nueva iniciativa, es recibida más con sospecha, o incluso fastidio, que con entusiasmo. Sentimos la necesidad de que nos ayude a identificar algunas perspectivas de camino donde concentrar nuestros esfuerzos en los próximos años en Roma. No muchas: dos o tres. Nuestra carta magna es ‘Evangelii gaudium’, cierto, pero sentimos el deseo de que nos ayude a traducirla al “romanesco”. Con un horizonte y un mensaje más claro y compartido, el tiempo adquiere un ritmo diverso, menos ansioso, nos hace vivir participando a fondo de lo que vivimos.
Es verdad. Algunas veces puede suceder que el trabajo apostólico de una parroquia se piense como una suma de iniciativas, de labores… Y es difícil sacar adelante una cosa del género. Esto y esto y esto…: sumar sin armonizar. La pregunta, en esta novena del Espíritu Santo, es sobre la armonía: ¿cómo va la armonía parroquial? ¿Cómo va la armonía diocesana? ¿Cómo va la armonía familiar? El Espíritu Santo es la armonía −lo dice San Basilio en su tratado sobre el Espíritu Santo−. ¡El Espíritu es el que crea el caos y el que hace la armonía! Porque para hacer desastres es todo un campeón: ¡basta leer el Libro de los Hechos de los Apóstoles! Todo ese caos que hizo al inicio de la Iglesia apostólica… Pero también hace la armonía. Y en nuestra vida lo mismo: en la vida parroquial crea el caos que siempre va con la armonía, cuando lo hace Él. Y cuando el caos, o sea, la cantidad de cosas que se hacen, son del Espíritu, siempre se vuelve armónico, y eso no cansa, eso no se gasta. El discernimiento va en esa dirección: ¡la armonía del Espíritu! La armonía del Espíritu es una de las cosas que siempre debemos buscar, pero siempre con variedad. Es capaz de unir tantas cosas distintas que Él mismo creó. Ese es precisamente el punto para resolver la dificultad: el Espíritu Santo, ¿cómo hace la armonía en mí, en mi diócesis? Preguntarse por la armonía, que no es lo mismo que “orden”, no. El orden puede ser estático; la armonía es algo dinámico, la del Espíritu que está siempre en camino.
¿Y qué puedo hacer? Diré tres puntos concretos que pueden ayudar a hallar esa armonía. Primero, la Persona del Señor, Cristo, con el Evangelio en la mano. Debemos acostumbrarnos a leer un pasaje del Evangelio todos los días: cada día un trozo del Evangelio, para llegar a conocer mejor a Cristo. Segundo, la oración: si lees el Evangelio, en seguida te vienen ganas de decir algo al Señor, de rezar, de dialogar con Él, breve… Y tercero, las obras de misericordia. Con estos tres puntos creo que ese sentido de hastío desaparece y vamos hacia la armonía que es tan grande. Pero siempre hay que pedir la gracia de la armonía en mi vida, en mi comunidad y en mi diócesis.
Cuarta pregunta: No hemos olvidado las reflexiones hechas el año pasado sobre los jóvenes, con ocasión del Congreso diocesano, ni el compromiso tomado de no dejar solos a los chicos y a sus familias. Sus palabras nos hicieron comprender que debemos “despertarnos” de nuestro sueño o de nuestra pereza, como comunidad cristiana, y volver a descubrir nuestra vocación materna para acompañar a los jóvenes en la vida y en el camino de fe, prestando atención a sus experiencias, a su mundo, poniéndonos en diálogo con ellos y acogiendo sus preguntas vitales… En Roma todavía estamos apenas en los inicios de un re-pensamiento de la pastoral juvenil: hay experiencias generosas, en las parroquias y en las asociaciones, pero aún tanta desorientación e incertidumbre en el mundo de los adultos, por lo que la impresión que se tiene es que todavía no nos hemos puesto en marcha de verdad. Para relanzar nuestra reflexión sobre este punto, quisiéramos pedirle: ¿qué impresiones recibió del pre-Sínodo con los jóvenes en el mes de marzo en el Vaticano? Si hay un grito que sale del mundo juvenil hoy, ¿cuál es? ¿A qué debemos prestar atención en concreto?
Del pre-Sínodo, de la asamblea pre-sinodal de los jóvenes he tenido una buena impresión. Al principio estuve toda la media jornada con ellos, el día de San José, y luego ellos siguieron el trabajo. Eran unos 315, más o menos, conectados por internet con otros 30 mil. Eran jóvenes de todo el mundo, cristianos, no cristianos, no creyentes, bien seleccionados para que fuesen valientes para hablar. Y han trabajado en serio. Me decían los secretarios del Sínodo −el salesiano y el jesuita que trabajan con ellos, el padre Sala y el padre Costa− que estuvieron hasta las cuatro de la madrugada trabajando en el documento los últimos tres días, tomando el documento en serio. Los jóvenes verdaderamente querían hablar en serio. Al inicio me hicieron preguntas −como estas, ¡pero eran más educadas!− y luego entre ellos se animaron a decir lo que sentían, y fue bien. El documento que hicieron es bellísimo, es fuerte… Podéis pedirlo a la Secretaría del Sínodo porque es interesante. Esa es la impresión que tuve.
¿Cuál es el grito de los jóvenes? El grito de los jóvenes no es siempre consciente. Yo lo conecto con uno de los problemas más graves, que es el problema de la droga. El grito es: “salvadnos de la droga”. Pero no solo de la droga material, también de la droga alienante, de la alienación cultural. Ellos son precisamente una presa fácil para la alienación cultural: las propuestas que hacen a los jóvenes son todas alienantes, todas alienantes…, las que hace la sociedad a los jóvenes. Alienante de los valores, alienante de la inserción en la sociedad, alienante también de la realidad: proponen una fantasía de vida. Me preocupa que se comuniquen y vivan en un mundo virtual. Viven así, se comunican así, no tienen los pies en la tierra… El viernes fui a la clausura de un curso de Scholas Occurrentes con jóvenes: eran de Colombia, Argentina, Mozambique, Brasil, Paraguay y otros Países; unos 50 jóvenes que hicieron aquí un encuentro sobre el tema del acoso escolar. Estaban todos allí esperándome; cuando llegué, como hacen los jóvenes, hicieron mucho ruido. Yo me acerqué para saludarlos y pocos daban la mano: la mayoría estaban con el móvil: foto, foto, foto…, selfie. He visto que su realidad es esa: ese es su mundo real, no el contacto humano. Y eso es grave. Son jóvenes “virtualizados”. El mondo de las comunicaciones virtuales es una cosa buena, pero cuando se vuelve alienante te hace olvidar dar la mano. ¡Saludan con el móvil! ¡Casi todos! Estaban felices de verme, de decirme cosas… Y su autenticidad la expresaban así. Te saludaban así. Debemos hacer “aterrizar” a los jóvenes en el mundo real. Tocar la realidad. Sin destruir las cosas buenas que puede tener el mundo virtual, porque sirven, pero es importante esto: la realidad, la concreción. Por eso, vuelvo a lo que he dicho antes en otra pregunta: las obras de misericordia ayudan mucho a los jóvenes. Hacer algo por los demás, porque eso les concreta, les hace “aterrizar”. Y entran en una relación social.
Luego, lo que dije el año pasado: los jóvenes “desarraigados”. Porque si vives en un mundo virtual, pierdes las raíces. Deben recuperar las raíces a través del diálogo con los viejos, con los ancianos, porque los padres son de una generación para quien las raíces no son muy firmes. Pero se puede ir al diálogo con los viejos, con los ancianos. No olvidemos lo que dice el poeta: “Todo lo que el árbol tiene de florecido, viene de lo que tiene bajo tierra”: ir a las raíces. Uno de los problemas, en mi opinión, más difíciles, hoy, de los jóvenes es ese: que están desarraigados. Deben recuperar las raíces, sin ir hacia atrás: deben encontrarlas para ir adelante.
Queridos hermanos y hermanas, el trabajo sobre las enfermedades espirituales ha dado dos frutos. Primero, un crecimiento en la verdad de nuestra condición de necesitados, de enfermos, surgida en todas las parroquias y realidades que han sido llamadas a dialogar con las enfermedades espirituales indicadas por Mons. De Donatis. Segundo, la experiencia que da esa adhesión a nuestra verdad no ha venido solo del desánimo o de la frustración, sino sobre todo la conciencia que el Señor no ha dejado de usar misericordia con nosotros: en este camino Él nos ha iluminado, nos ha sostenido, ha puesto en marcha un camino en cierto sentido inédito de comunión entre nosotros, y todo esto porque podemos retomar nuestro camino tras Él. Hemos sido más conscientes de ser, en ciertos aspectos y en ciertas dinámicas surgidas de nuestras comprobaciones, un “no-pueblo”. Esta palabra “no-pueblo” es una palabra bíblica, usada mucho por los profetas. Un no-pueblo llamado a volver a hacer una vez más alianza con el Señor.
Claves de lectura como estas ya nos remontan, aunque solo intuitivamente, a lo vivido por el pueblo de la antigua alianza, que fue el primero en dejarse guiar por Dios para ser su pueblo. También nosotros podemos nuevamente dejarnos iluminar por el paradigma del Éxodo, que cuenta precisamente que el Señor escogió y educó un pueblo al que unirse, para hacerlo instrumento de su presencia en el mundo.
En cuanto paradigma para nosotros, la experiencia de Israel necesita una conjugación para convertirse en lenguaje, es decir, para ser comprensible y para trasmitir y hacer vivir algo también a nosotros hoy. La Palabra de Dios, la obra del Señor, busca a alguien con quien conjugarse, unirse: nuestra vida. Con esa gente con la que estamos nosotros hoy, Él actuará con el mismo poder con el que obró liberando a su pueblo y dándole una nueva tierra.
La historia del Éxodo habla de una esclavitud, de una salida, de un paso, de una alianza, de una tentación/murmuración y de un ingreso. Pero es un camino de curación.
Iniciando esta nueva etapa de camino eclesial, que en Roma no empieza ciertamente ahora, sino que más bien dura ya dos mil años, ha sido importante preguntarnos −como hemos hecho en estos meses− cuáles son esas esclavitudes −las enfermedades, las esclavitudes que nos quitan la libertad− que han acabado volviéndonos estériles, como el Faraón quería a Israel sin hijos que a su vez engendrasen. Este “sin hijos” me hace pensar en la capacidad de fecundidad de la comunidad eclesial. Es una pregunta que os dejo. Quizá tengamos que identificar también quién es hoy el Faraón: ese poder que se pretende divino y absoluto, y que quiere impedir al pueblo adorar al Señor, pertenecerle, volviéndolo en cambio esclavo de otros poderes y de otras preocupaciones.
Será necesario dedicar tiempo (¿Quizá un año?) para que, reconocidas humildemente nuestras debilidades y habiéndolas compartido con los demás, podamos sentir y experimentar este hecho: hay un don de misericordia y de plenitud de vida para nosotros y para todos los que viven en Roma. Ese don es la voluntad buena del Padre para nosotros: como individuos y como pueblo. Es su toma de iniciativa, su precedernos en dar fe que en Cristo Él nos amó y nos ama, que le preocupa nuestra vida y que no somos criaturas abandonadas a su destino y a sus esclavitudes. Que todo es por nuestra conversión y por nuestro bien: además −como dice san Pablo−, «sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8,28).
El análisis de las enfermedades ha puesto en evidencia un general y sano cansancio de las parroquias, bien por dar vueltas sin sentido, bien por haber perdido el camino a recorrer. Las dos son actitudes feas y que hacen daño. Dar vueltas sin sentido es un poco como estar en un laberinto; y perder el camino es tomar sendas equivocadas.
Quizá nos hayamos encerrados en nosotros mismos y en nuestro mundo parroquial porque en realidad hemos descuidado o no hecho seriamente las cuentas de la vida de las personas que se nos habían confiado (las de nuestro territorio, de nuestros ambientes de vida diaria), mientras el Señor siempre se manifiesta encarnándose aquí y ahora, o sea, también y precisamente en este tiempo tan difícil de interpretar, en este contexto tan complejo y aparentemente lejano de Él. No se ha equivocado poniéndonos aquí, en este tiempo, y con estos desafíos por delante.
Quizá por eso nos hemos visto en una condición de esclavitud, es decir, de limitación sofocante, de dependencia de cosas que no son el Señor; pensando tal vez que eso bastase o incluso que fuese lo que Él nos pedía: estar cerca de la olla de carne y amasar ladrillos, que luego sirvan para construir los depósitos del Faraón, para beneficio del mismo poder que nos esclaviza.
Nos hemos contentado con lo que teníamos: nosotros mismos y nuestras “ollas”. Nosotros mismos: y aquí está el gran tema de la “hipertrofia del individuo”, tan presente: del yo que no logra ser persona, ni vivir de relaciones, y que cree que el trato con los demás no le sea necesario; y nuestras “ollas”: es decir, nuestros grupos, nuestras pequeñas pertenencias, que se han demostrado al final auto-referenciales, no abiertas a la vida entera. Nos hemos plegado a preocupaciones de ordinaria administración, de sobrevivencia. Cuántas veces se oye: “Los curas están muy ocupados, deben llevar las cuentas, tienen que hacer esto y lo otro…”. Y la gente percibe eso. “Es un buen cura, pero ¿por qué nos dejamos caer en ese loco torbellino?” Es interesante.
Es un bien que esta situación nos haya cansado, es una gracia de Dios ese cansancio: nos hace desear salir de ahí. Y para salir, necesitamos la llamada de Dios y la presencia/compañía de nuestro prójimo. Hay que escuchar sin temor nuestra sed de Dios y el grito que sale de nuestra gente de Roma, pidiéndonos: ¿en qué sentido ese grito expresa una necesidad de salvación, o sea, de Dios? ¿Cómo Dios ve y escucha ese grito? ¡Cuántas situaciones, entra las surgidas de vuestras pruebas, expresan en realidad precisamente ese grito! La invocación a que Dios se muestre y nos saque de la impresión (o de la experiencia amarga, esa que hace murmurar) de que nuestra vida sea inútil y como expropiada del frenesí de las cosas que hacer y de un tiempo que continuamente se nos va de las manos; expropiada de relaciones solo utilitaristas/comerciales y poco gratuitos, del miedo al futuro; expropiada incluso de una fe concebida solo como cosas que hacer y no como una liberación que nos hace nuevos a cada paso, benditos y felices de la vida que llevamos.
Como habréis captado, os estoy invitando a emprender otra etapa del camino de la Iglesia de Roma: en cierto sentido un nuevo éxodo, una nueva salida, que renueve nuestra identidad de pueblo de Dios, sin lamentos por lo que tengamos que dejar.
Hará falta, como decía, escuchar el grito del pueblo, como Moisés fue animado a hacer: sabiendo interpretar, a la luz de la Palabra de Dios, los fenómenos sociales y culturales en los que estáis inmersos. Es decir, aprendiendo a discernir dónde Él ya está presente, en formas muy ordinarias de santidad y de comunión con Él: encontrando y acompañándoos cada vez más con gente que ya está viviendo el Evangelio y la amistad con el Señor. Gente que tal vez no vaya a catequesis, pero que saben dar un sentido de fe y de esperanza a las experiencias elementales de la vida; que ya ha dado significado a su existencia en el Señor, y precisamente en esos problemas, esos ambientes y esas situaciones de las que nuestra pastoral ordinaria queda normalmente lejos. Pienso ahora en Fúa y Sifra, las dos criadas que desobedecieron la orden homicida del Faraón y que así impidieron el exterminio (cfr. Ex 1,8-21). También en Roma hay ciertamente mujeres y hombres que interpretan su labor de cada día como un trabajo destinado a dar vida a alguien y no a quitarla, y lo hacen sin mandatos particulares por parte de nadie sino porque “temen a Dios” y le sirven. La vida del pueblo de Israel debe mucho a aquellas dos mujeres, como nuestra Iglesia debe tanto a personas anónimas pero que han preparado el porvenir de Dios. Y el hilo de la historia, el hilo de la santidad, viene llevado adelante por gente que no conocemos: los anónimos, esos que están escondidos y llevan todo adelante.
Para hacer eso hará falta que nuestras comunidades sean capaces de generar un pueblo −esto es importante, no lo olvidéis: Iglesia con pueblo, no Iglesia sin pueblo−, capaces de ofrecer y generar relaciones en las que nuestra gente pueda sentirse conocida, reconocida, acogida, querida, en definitiva, parte no anónima de un todo. Un pueblo donde se experimenta una cualidad de relaciones que ya es el inicio de una Tierra Prometida, de una obra que el Señor está haciendo para nosotros y con nosotros. Fenómenos como el individualismo, el aislamiento, el miedo a existir, la ruptura y el peligro social…, típicos de todas las metrópolis y presentes también en Roma, ya tienen en nuestras comunidades un instrumento eficaz de cambio. No tenemos que inventar otro, nosotros somos ese instrumento que puede ser eficaz, con tal de que seamos sujetos de la que en otro sitio llamé la revolución de la ternura.
Y si la guía de una comunidad cristiana es tarea específica del ministro ordenado, o sea del párroco, la cura pastoral está incardinada en el bautismo, florece de la fraternidad y no es solo tarea del párroco o de los sacerdotes, sino de todos los bautizados. Esta atención difundida y multiplicada por las relaciones podrá empezar también en Roma una revolución de la ternura, que será enriquecida por las sensibilidades, las miradas, las historias de muchos.
Teniendo esto como un primer deber pastoral, podremos ser el instrumento a través del cual o experimentaremos la acción del Espíritu Santo entre nosotros (cfr. Rm 5,5), o veremos cambiar vidas (cfr. Hch 4,32-35). Como mediante la humanidad de Moisés Dios interviene a favor de Israel, así la humanidad resanada y reconciliada de los cristianos puede ser el instrumento (casi el sacramento) de esta acción del Señor que quiere liberar a su pueblo de todo lo que lo hace no-pueblo, con su carga de injusticia y de pecado que engendra muerte. Pero hay que mirar al pueblo y no a nosotros mismos, dejarse interpelar e incomodar. Esto producirá seguro algo nuevo, inédito y querido por el Señor.
Hay un paso previo de reconciliación y de concienciación que la Iglesia de Roma debe realizar para ser fiel a su llamada: reconciliarse y recuperar una mirada verdaderamente pastoral −atenta, amable, benévola, implicada− tanto consigo misma y su historia, como con el pueblo a la que es enviada.
Quisiera invitaros a dedicar tiempo a esto: a lograr que ya este próximo año sea una especie de preparación de la mochila (o del equipaje) para iniciar un itinerario de algunos años que nos haga alcanzar la nueva tierra que la columna de nube y de fuego nos indicará; es decir, nuevas condiciones de vida y de acción pastoral, que respondan más a la misión y a las necesidades de los romanos de este tiempo nuestro; más creativas y más liberadoras también para los presbíteros y para los que más directamente colaboran en la misión y edificación de la comunidad cristiana. Para no tener ya miedo de lo que somos y del don que tenemos, sino para hacerlo fructificar.
El Señor nos llama para que “vayamos y demos fruto” (cfr. Jn 15,16). En la planta, el fruto es esa parte producida y ofrecida para la vida de otros seres vivos. No tengáis miedo de dar fruto, de dejaros “comer” por las realidades que encontréis, aunque ese “dejarse comer” se parezca mucho a un desaparecer, un morir. Algunas iniciativas tradicionales quizá deban reformarse o incluso cesar: lo podremos hacer solo sabiendo dónde estamos yendo, porqué y con Quién.
Os invito a leer así también algunas de las dificultades y enfermedades que habéis encontrado en vuestras comunidades: como realidades que quizá ya no son buenas para comer, y no pueden ofrecerse para el hambre de nadie. Lo cual no significa en absoluto que no podamos producir ya nada, sino que debemos injertar brotes nuevos: injertos que darán frutos nuevos.
Fuente: vaticannews.va.
Traducción de Luis Montoya.
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