La sensatez va ligada a la capacidad de los humanos para actuar racionalmente de acuerdo con el sentido común y la verdad
Existe la opinión de que la virtud de la sensatez sea un asunto de ancianos o al menos de personas maduras. Pero lo cierto es que encontramos muchos sensatos entre los jóvenes y bastantes poco juiciosos entre los mayores, pero no deseo en este momento aventurarme a definir. Lo haré enseguida con la voz prestada por varios diccionarios. De momento me auxilio con una frase del Libro de los Salmos: comprendí mejor que los ancianos porque seguí tus mandatos. La frase sirve para todo el que busque un buen referente. La sabiduría de nuestra virtud es como la de la libertad: sin vinculación se tornan vacías, hueras. Aun otras palabras del Eclesiástico: mi alma detesta al pobre soberbio, al rico mentiroso y al anciano fatuo. Es un modo fuerte de decir, pero algo dice.
El DRAE es parco, pero también sabio. Dice del sensato que es prudente, cuerdo y de buen juicio. Y apetece reiterar que todo ello entraña la pertinente vinculación a un norte. Un desnortado difícilmente puede ser prudente y cuerdo −falla el silogismo aunque no sea un loco de atar− y tampoco su juicio será acertado. Por otro lado es prácticamente imposible vivir sin referentes. La cuestión se hallará en la calidad de los mismos. Todos tenemos modelos en personas, ideas, diversas maneras de entender nuestro vivir, tenemos nuestra filosofía. La sensatez va ligada a la capacidad de los humanos para actuar racionalmente de acuerdo con el sentido común y la verdad. Sería sensato quien busca honradamente la verdad y trata de obrar conforme a ella, dejándose mover por el sentido común, sin conducirse por emociones incontroladas. Las emociones son buenas, pero indisciplinadas generan caos.
El sensato se comportará en la sociedad como alguien que sabe dar razón de las diversas situaciones, aunque es realmente difícil no originar disfuncionalidades y conflictos cuando sus verdades son contestadas por otros, algo que es inevitable. Por poner dos ejemplos extremos, Sócrates bebió la cicuta para cumplir una condena impuesta. Cristo fue igualmente condenado, pero murió voluntariamente en la Cruz porque Dios se hizo hombre para eso. Todos morimos porque nacemos, Jesús de Nazaret nació para morir. Los mártires constituyen una excelente muestra de ir hasta el final por coherencia con un ideal. Calderón de la Barca puso en boca del El Alcalde de Zalamea estas palabras: Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, / pero el honor es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios...
En nuestros días es más fácil encontrar lo políticamente correcto, aquello deseado interesadamente, que lo sensato. Sí, matamos la sensatez en aras del éxito personal, nos encaminamos hacia el cinismo, que −como afirma Yepes− se vuelve escepticismo burlón. El cínico acaba por no tomarse nada en serio. El sentido de la vida no existe y se desconoce la autenticidad. Por esa razón, es nihilismo, deja al hombre vacío porque todo es una burla. Tampoco el pesimismo es hábil en el hallazgo de la sensatez porque apareja una suerte de fatalismo que empuja a la duda de si cada persona o determinados colectivos pueden realizar tareas relevantes y transformadoras de la sociedad. Incapaces de magnanimidad, sólo verán gentes ineptas destinadas al fracaso.
Quizá nos sirva volver a lo natural. Aunque alguna ideología lo deseche, bien podríamos ensayar lo de quitar las hojas al rábano porque parece que hemos envuelto la hortaliza hasta el punto de resultar irreconocible. Somos poco consecuentes porque buscamos lo natural en todo tipo de productos, desde el agua a las hierbas para infusiones pasando por los cultivos ecológicos. Pero en el ser humano, no. Volvamos a Aristóteles en la Ética a Nicómaco: Un signo manifiesto de las cualidades que adquirimos, es el placer o el dolor que se unen a nuestras acciones y que las siguen. El hombre que se abstiene de los placeres del cuerpo y hasta se complace en esta reserva misma, es templado; y el que con pesar soporta esta situación, es intemperante.
Quien arrostra los peligros y en ello tiene un placer, o que por lo menos no le turban, es un hombre valiente; el que se turba, es un cobarde. Y es que realmente la virtud moral se relaciona con los dolores y con los placeres, puesto que la persecución del placer es la que nos arrastra al mal, y el temor del dolor es el que nos impide hacer el bien. He aquí por qué desde la primera infancia, como dice muy bien Platón, es preciso que se nos conduzca de manera que coloquemos nuestros goces y nuestros dolores en las cosas que convenga colocarlas, y en esto es en lo quo consiste una buena educación. Además, las virtudes nunca se manifiestan sino por actos y afecciones; y como no hay acto ni afección que no tenga por consecuencia o el placer o el dolor, esta es una nueva prueba de que la virtud se refiere únicamente a nuestros dolores y a nuestros placeres. Muy unido a lo que va dicho se halla la magnanimidad o grandeza de alma.