“Si tenéis ideales y lucháis por hacerlos realidad no habrá en vuestra vida espacio para la estrechez de miras, el conformismo o la timidez que a tantos y a tantas estropea los mejores años de su juventud”
Palabras pronunciadas en el Acto de Graduación del programa Alumni de Desarrollo Universitario, 2017-18, Aula Magna, Edificio Central, Universidad de Navarra, 21 de abril 2018.
Muchísimas gracias por la amable invitación para impartir hoy la lección magistral en este acto de graduación del Programa Alumni de Desarrollo Universitario. Es un honor y un gran gusto, pues algunas de mis mejores alumnas de los últimos años han sido miembros de este programa.
He elegido como título de mi lección el de “Wonder women: Mujeres de ideales”, pues durante muchos años he venido repitiendo a mis estudiantes, parafraseando —les decía— al filósofo alemán Hegel (1770-1831), que “las mujeres de ideales hacen de sus ideas realidades”. Además hace unos meses vi la película Wonder Woman, titulada en América latina como “Mujer Maravilla”, dirigida por Patty Jenkins, la primera directora de una película de superhéroes, y en este caso con una maravillosa protagonista femenina, la actriz y modelo israelí Gal Gadot. Según Wikipedia la película costó 149 millones de dólares, lleva recaudados ya 821 millones desde su estreno en mayo de 2017 y Gadot fue nombrada por parte de las Naciones Unidas embajadora honoraria para el empoderamiento de las mujeres y niñas.
Recomiendo que la veáis, pues se centra en cómo la joven guerrera Diana, princesa de las amazonas y entrenada para ser una luchadora invencible, se enfrenta a Ares, el dios de la guerra, para salvar a la humanidad. La acción se sitúa en el marco de la primera guerra mundial y su mensaje es el del triunfo del amor inteligente, frente a la venganza y la crueldad.
La tesis central de mi lección es que si tenéis ideales y lucháis por hacerlos realidad no habrá en vuestra vida espacio para la estrechez de miras, el conformismo o la timidez que a tantos y a tantas estropea los mejores años de su juventud. Dividiré mi exposición en tres partes. Hablaré primero de la terrible esclavitud de la timidez y el apocamiento; en segundo lugar, del espacio interior que es donde comienza a ganarse esa batalla cultivando los ideales; y en tercer lugar, del trabajo hacia afuera que es donde se libra la batalla decisiva para llevar los ideales a la práctica.
La falta de confianza en una misma suele expresarse con alguna frecuencia bajo formas de timidez o del denominado “miedo al ridículo”. El miedo al ridículo es uno de esos aspectos de la vida humana que a fuerza de ser común puede parecernos natural. De hecho la vida de muchos estudiantes está gobernada tiránicamente por el miedo a hacer el ridículo, por un miedo cerval al qué dirán los demás, a que se rían de nosotros, a que nos consideren defectuosos y prescindan de nosotros porque no estamos a la altura de sus expectativas.
El temor a “quedar mal” se apodera de muchos estudiantes en cuanto salen del ámbito familiar o del pequeño círculo habitual, por ejemplo, en cuanto llegan a clase en la Universidad, provocando en muchas ocasiones una angustiosa parálisis, un enrojecimiento atroz, un bloqueo para leer en voz alta o para contestar a una pregunta. Si logran hacerlo es solo con un hilillo de voz tartamudeante. Exagero un poco, pero no mucho. Por miedo al ridículo ni hacen preguntas, ni dicen lo que piensan, ni viven con libertad. “Es que me da corte”, llegarán quizás a ofrecer como mejor explicación, sin advertir la penosa abdicación que esa declaración encierra.
Con esto lo que quiero decir es que resulta realmente una esclavitud que quien lleve las riendas de la vida de tantas mujeres valiosas sea el miedo al ridículo y no su inteligencia superior y su enorme corazón. Los años de la Universidad son precisamente el tiempo para liberarse de ese corsé opresivo, el tiempo para ganar en libertad e independencia respecto de la opinión de los demás hasta llegar a configurar un estilo de vida personal en el que ser nos importe más que parecer. Veamos cuáles son los dos pasos de este proceso.
Me gustó mucho la lectura del libro de Susan Cain El poder de los introvertidos, que me recomendó un experto ingeniero −antiguo alumno mío− que con ese libro había descubierto que los líderes de nuestra sociedad no son los personajes más glamurosos, sino que muchas veces son personas introvertidas que tienen una rica vitalidad interior. En su libro Cain advierte que en la cultura occidental −en contraste, por ejemplo, con la sociedad japonesa− lo que está de moda −”lo que se lleva en Instagram“− es ser o parecer extrovertido: lo importante es actuar, intervenir, reír fuerte, ser siempre el protagonista de la película. Quienes piensan así no tienen en cuenta que más o menos la mitad de las personas somos introvertidas, estamos a gusto trabajando a solas, no necesitamos estar actuando ante un público que permanentemente nos aplauda.
Como os dais cuenta, ser introvertida no es malo, como no es malo ser extrovertida. Lo malo es ser una superficial en el caso de la extrovertida o ser esclava de la timidez en el caso de la introvertida. Hemos de aceptar que estamos en una sociedad que privilegia a los no tímidos y que quienes somos tímidos −yo ya no lo soy, pero lo he sido− hemos de aprender a adaptarnos a ese entorno. Quienes somos introvertidos tenemos la ventaja de que tenemos profundidad, de que tenemos siempre cosas que decir. Por este motivo, no podemos permitir que la timidez −desarrollada muchas veces como una coraza protectora a causa de una pobre educación emocional− sea invalidante, paralizante, bloqueante.
La clave de la superación de la timidez −aunque esto pueda parecer paradójico− es en primer lugar el cultivo de la vitalidad interior, el cultivo de los ideales personales, de la riqueza interior. Esa es la primera lección del curso de superación de la timidez. A quienes me preguntan qué pueden hacer para superar la timidez, siempre les digo que la primera lección es escribir por qué soy tímida, cuándo lo descubrí, dónde y en qué circunstancias me bloqueo. Después de escribirlo con detalle hay que compartir lo escrito con alguien que nos quiera. “Mi problema no era la timidez en sí misma −me escribía una estudiante de Magisterio− sino el creerme que era tímida. Me daba por vencida muchas veces y en vez de aceptar mi propia realidad e intentar superarla, me resignaba ante ella. Sabía que detrás de esa jaula que yo misma me había impuesto, había un nuevo mundo más feliz y tenía ganas de conocerlo pero no sabía cómo”.
Cuando san Josemaría era niño y le daba vergüenza saludar a las visitas aprendió de su madre el dicho “Josemaría, vergüenza solo para pecar”. ¡Cuánta sabiduría se encierra en esas palabras! ¿Por qué tener vergüenza de expresar nuestra interioridad? Más aún, muchas veces es nuestra rica interioridad lo que contrasta con la vida de otros. “La vergüenza −me escribía otra estudiante− reduce la libertad; hace que en pocos segundos pierdas toda la seguridad que tenías en ti misma. Antes eras grande, ahora eres pequeña”.
Para superar la timidez lo primero es ganar el señorío sobre nuestra interioridad −la libertad interior− y después aprender a expresarla con nuestras palabras y con nuestra vida. Se trata de derribar las vallas de nuestro corazón −esas tablas herméticas con las que a veces lo hemos acorazado para que no nos hieran− y construir con ellas puentes que permitan entrar a los demás en nuestra intimidad. “¡Qué fácil es decirlo y qué difícil hacerlo!” me diréis. Es verdad, pero lo importante es comenzar a cambiar la actitud, perdiendo el miedo a darse a conocer como una es, perder el miedo a hacer striptease del alma. Nuestra intimidad es una joya que podemos regalar con una sonrisa a quienes se nos acercan. Por tanto, la primera lección para superar la timidez es cultivar con ilusión en el propio corazón los ideales personales para poder después compartirlos con los demás.
Hace unos pocos meses escribía en Facebook −suelo hacerlo todas las semanas con la ayuda de Rocío M.− una entrada que titulaba “Artes marciales del alma”. En ella contaba que con relativa frecuencia ante las quejas de mujeres que padecen formas insidiosas de violencia machista o que temen padecerlas, suelo recomendarles la práctica de artes marciales (aikido, jiu-jitsu, etc.). La experiencia muestra que esas actividades empoderan a la persona y le ayudan a confiar en sí misma, en sus propias fuerzas, para poder repeler cualquier posible agresión violenta.
Sin embargo, −añadía entonces− me parece que es todavía más importante desarrollar las artes marciales del alma, esto es, aquellos recursos del espíritu que en la batalla diaria del vivir garantizan el señorío de nuestra mente sobre las emociones en las diversas situaciones que pueden plantearse. ¡Qué importante resulta aprender a mantener la serenidad de espíritu, la paz interior, cuando todo parece tambalearse o venirse abajo! En aquel post explicaba que son tres las principales artes marciales del alma:
1º) La capacidad de atención a una sola cosa, la concentración de todo nuestro espíritu en una sola tarea, sin distracciones, sin excusas. No seamos multitarea: hacer una cosa detrás de otra con toda la atención de la que seamos capaces.
2º) La independencia de la mirada, del parecer o del reconocimiento de los demás. ¡Cuántas veces vamos a la caza del pobre halago humano o de un like más! Me decía una adolescente, “si una cosecha entre 300 o 400 likes en Instagram ya puede vivir tranquila, pues significa que es querida y reconocida”. A la wonder woman tiene que traerle sin cuidado lo que digan o piensen de ella los demás.
3º) La apertura afectuosa hacia quienes tenemos a nuestro lado, particularmente los más necesitados. Como escribía el papa Francisco, “la ternura es una virtud”. Hasta las personas más hoscas o que parecen más insensibles se ablandan y abren cuando se sienten queridas.
Si somos personas con ideales, con una intimidad cultivada −al menos un poco−, podremos llegar a descubrir los mejores caminos para expresarla. Algunas lo encuentran en el teatro o en el baile; otras se empeñan en salir hacia afuera por otras vías y también lo logran en los años universitarios que es cuando “dejas atrás −me decía otra− la protección de los padres y empiezas a darte cuenta de que tú tienes grandes cosas que aportar al mundo”. Por supuesto, no se trata de emborracharse, aunque sin duda una cervecita en el momento adecuado puede ayudar a levantar el ánimo encogido.
Conviene tener presente −me escribía la profesora María Rosa Espot− que pasar por situaciones obligadas o forzosas, como presentaciones públicas, exámenes orales, etc., no ayuda realmente a vencer la timidez. Lo que sí ayuda, en cambio, es que cada una se cree sus propios retos personales, desde ofrecerse voluntariamente a leer un texto en clase o en misa hasta aceptar la invitación a acudir a una fiesta en la que apenas conoce a nadie, o cambiar de sitio en clase para sentarse al lado de alguien a quien una no ha tratado.
Por supuesto, cuando resulte posible, hay que prepararse muy bien esas actuaciones, incluso ensayando frente al espejo o ante otras compañeras. Ensayar lo que uno hace da seguridad. Yo también ensayo: esta misma conferencia se la he enviado a otras personas e incluso he venido al auditorio con antelación para comprobar que todo estaba bien. Viene ahora a mi recuerdo un documental sobre una escuela de top models que vi en un vuelo de avión: lo que llamó mi atención fue el comprobar que la naturalidad con la que las modelos desfilan por la pasarela es fruto de muchas horas de riguroso entrenamiento. Nadie nace aprendido, o casi nadie.
Una lección importante en el curso de superación de la timidez es aprender a reconocer nuestros defectos. Me impactó escuchar a la psicóloga americana Brené Brown en una TED Talk que para ser creativo hay que hacerse vulnerable: cuanto más vulnerable te hagas más innovador y creativo podrás ser, venía a decir. Algunas creen que si se muestran como son no van a gustar a los demás. Entonces, se crean una máscara de “supersimpática” con la que esperan ser aceptadas. Como me decía una doctoranda, “por miedo a no ser queridas como son se inventan una personalidad que guste, en vez de trabajar por mejorar su propia personalidad. Se trata de una rueda destructora de sí mismas”.
Siguiendo un ejemplo aprendido de san Josemaría cuando visitó una fábrica de tapices, tengo en mi despacho una pequeña alfombrita oriental, hermosa por la parte de encima y más bien fea y deshilachada por la de debajo, por la parte que no se ve. Suelo preguntar a quienes me piden consejo cuál de las dos partes es la más verdadera. Muchas suelen decirme que la parte de debajo, la fea que no se ve, pues es como, sobre todo, ellas se ven a sí mismas. Pero no es esa la respuesta acertada, ya que esa visión perfeccionista de una misma no se ajusta a la realidad: más bien podría decirse que son verdaderos ambos lados, pero que si tuviéramos que elegir uno hay que quedarse siempre con el que ven los demás. Nuestro mejor yo es siempre el que se refleja en los ojos de quienes nos quieren y a quienes queremos.
Me ha emocionado mucho el hermoso vídeo de Celia Canseco con un grupo de estudiantes de Governance a los que di clase el año pasado. Lo titulan “Kintsugi: Renacer de las cicatrices” y en él evocan la costumbre japonesa de reparar con oro los jarrones de cerámica que se rompen. De esta forma las heridas se transforman en joyas. Celia, atropellada por un camión de reparto el pasado 15 de diciembre detrás de este edificio, ha sabido −con la ayuda del Cielo y de muchas personas− transformar sus graves heridas en joyas para ella y para los demás. Eso es lo que hace una wonder woman: “Como un jarrón de porcelana fina que cae al suelo, −escribe Celia− me rompí en pedazos y renací de cada una de mis cicatrices”.
Debo terminar. Las wonder women, las mujeres maravillosas, las mujeres de ideales no son mujeres 10, sino mujeres con ideas y con ideales, que quieren ser libres, que quieren hacer cosas grandes, que se saben capaces de transformar el mundo −al menos un poquito− con su cabeza y su corazón. Son mujeres valientes, luchadoras, tenaces, magnánimas, empeñadas en aprender lo que haga falta para poder llevar a cabo su misión, para convertir sus ideales en realidades pese a los obstáculos de dentro y de fuera, y persuadidas de que serán capaces de convertir en joyas sus cicatrices.
Hay un último detalle que querría compartir con vosotras: las wonder women son siempre mujeres sonrientes que con su sonrisa cambian la vida de aquellos con quienes se cruzan o que les rodean. En el funeral de un querido amigo, el celebrante citaba unas palabras de Benedicto XVI en las que decía que la sonrisa de la Virgen es la puerta de entrada al misterio de Dios. Me encantó: la sonrisa de una mujer, de una madre, de una amiga nos cambia a todos la vida. Las wonder women, las mujeres de ideales, son mujeres que sonríen porque saben que con su esfuerzo personal y con la ayuda de Dios pueden cambiar el mundo.
Muchas gracias por vuestra atención.
Jaime Nubiola, en filosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com.
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