A la hora de difundir el mensaje cristiano en un momento histórico decisivo que necesita la “nueva evangelización”, la pasividad refleja déficit de fe y de amor
En una reciente homilía en Santa Marta, el papa Francisco insistía en puntos tratados en la Exhortación Gaudete et exsultate, dentro de la íntima unión entre santidad y evangelización. Como hace con frecuencia, su homilía se construye en torno a tres palabras: ponerse de pie, acercarse y atender la situación de cada uno. Pero con la conciencia clara de que la condición de apóstol propia de todo bautizado resulta estéril sin el Espíritu, como muestra el relato de Hechos de los Apóstoles −punto de partida de la homilía−, sobre la misión del ángel a Felipe para iluminar al intendente de la reina de Etiopía en el camino de Jerusalén a Gaza.
Una vez más distingue el papa ese deber evangelizador −el creyente da razón de su esperanza−, del sentido negativo del término clásico de proselitismo, como búsqueda de resultados, de conversiones. Felipe se levanta inmediatamente y va al encuentro de la voluntad divina en favor, en este caso, del alto funcionario de la corte de Candaces: había ido a Jerusalén para adorar, no sé si como creyente o como prosélito, según la acepción de esta palabra en el lenguaje bíblico.
En todo caso, la escena refleja el carácter no teórico de la acción apostólica, realizada casi como “cuerpo a cuerpo”, “persona a persona”. Desde la situación concreta del eunuco, Felipe anuncia a Jesucristo, y la fuerza del Espíritu le impulsa a bautizarlo. Resulta un paradigma de la actuación del Paráclito a través de esa triple actitud: sin inercia, proximidad y concreción.
En el n. 129 de la exhortación −precedido del ladillo “audacia y fervor”−, afirma el papa que “la santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Para que sea posible, el mismo Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: ‘No tengáis miedo’ (Mc 6,50). ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos’ (Mt 28,20). Estas palabras nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo. Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía, palabra con la que la Biblia expresa también la libertad de una existencia que está abierta, porque se encuentra disponible para Dios y para los demás (cf. Hch 4,29; 9,28; 28,31; 2Co 3,12; Ef 3,12; Hb 3,6; 10,19)”.
El miedo a difundir el mensaje cristiano no es teórico. Lo advierto en mí mismo y en personas próximas. No estamos a la altura de las circunstancias en un momento histórico decisivo, que necesita esa “nueva evangelización” presente desde tiempo inmemorial en el magisterio de los pontífices. Pero no ya para llegar a nuevas construcciones intelectuales, sino para atender a los más cercanos: porque se les quiere; al contrario, la pasividad refleja déficit de fe y de amor.
Nos puede paralizar el miedo o el cálculo, como recuerda Francisco al insistir en la parresia, “sello del Espíritu, testimonio de la autenticidad del anuncio. Es feliz seguridad que nos lleva a gloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza inquebrantable en la fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad de que nada ‘podrá separarnos del amor de Dios’ (Rm 8,39)”. Al cabo, la indispensable persuasión humana deja paso a la acción del Espíritu Santo.
Termino estas líneas manifestando mi interés en conocer mejor la parresia, que hasta fechas recientes no asociaba a la Biblia −no figura en las clásicas Concordancias de la Vulgata−, sino a la democracia ateniense. El Diccionario académico −que no acentúa la palabra− presenta una insólita y poco brillante definición: “Apariencia de que se habla audaz y libremente al decir cosas, aparentemente ofensivas, y en realidad gratas o halagüeñas para aquel a quien se le dicen”. Desarrolló el concepto en algún ensayo Michel Foucault −inclasificable; más bien nietzscheano−, en torno al “espiritualismo político” y la utopía de una sociedad democrática sin Estado. El coraje ciudadano de hablar con sinceridad y decir la verdad derivaba de la seguridad en sí mismo, superadora del miedo al poderoso o a la muerte: un enfoque interesante, pero también con posibles derivas negativas en línea de excesiva autoafirmación. Tendré que seguir trabajándolo.