El Papa Francisco nos recuerda en ‘Amoris laetitia’ que el camino de la nueva evangelización pasa por la familia
Es precisa una profunda “conversión pastoral” de la iglesia, la sociedad y también de las familias, que deben estar dispuestas a acompañar a otras familias en crisis. La tarea del acompañamiento no se improvisa: requiere convicciones firmes, pero también una adecuada formación.
La familia, como parte y fundamento de la sociedad en la que vivimos, ha sido invadida, y al mismo tiempo genera y retroalimenta formas de vida marcadamente individualistas: una visión del hombre como ser independiente y autosuficiente que supone el olvido de la verdad del hombre como ser familiar, llamado a la existencia por amor y destinado al amor a través del don de sí. Algunas manifestaciones de esta mentalidad se pueden observar hoy en muchas familias: apenas se comparten tiempos comunes en la vida de familia, no se prevén ni valoran los momentos de convivencia en la mesa, celebraciones o cuidado de los enfermos, ancianos, niños, etc.
La vida profesional de los cónyuges, con el fenómeno conocido como “doble carrera”, la influencia de los estereotipos sociales y un malentendido igualitarismo que lleva a formular las cosas desde la óptica de la competitividad y no desde la lógica del don −“si tú ganas, yo pierdo”−, hace estragos en la vida de muchas familias, que hoy más que nunca necesitan reconocer qué significa para ellos ser una “comunidad de vida y amor”.
En este contexto, los hijos corren entonces el riesgo de ser pensados dentro de una lógica de autorrealización personal: y, o bien suponen un impedimento que hay que evitar, o bien son una necesidad a satisfacer, cueste lo que cueste.
Muchas personas manifiestan no tener un proyecto familiar definido, cosa que no sucede en el aspecto laboral, de manera que este entorno, con sus expectativas y sus reglas, acaba por organizar la vida de las personas en todas sus dimensiones. Esta situación deriva en una visión negativa del proyecto familiar, que se entiende supeditado y a menudo en contraposición a “la realización personal”: algo muy propio de la posmodernidad, que afecta profundamente al dinamismo y a la fuerza de las relaciones familiares.
A estas dificultades “vivenciales” para la comprensión de lo familiar, hay que añadir el obstáculo de la falta de herramientas para comunicar la verdad sobre la familia. Sigue siendo habitual utilizar un lenguaje voluntarista para explicar el proceso de amar, lenguaje que difícilmente se comprende hoy ya que, sobre todo los jóvenes, “razonan con los afectos” más que con las facultades intelectuales.
En nuestra sociedad se ha ido extendiendo una visión de la unión conyugal como un ideal que podría conseguir sólo una minoría, y que en la práctica es inasequible para la mayor parte de los seres humanos. Muchos jóvenes han pasado por la experiencia de la ruptura, separación y divorcio, en definitiva, la experiencia del desamor, de sus padres. Este es uno de los motivos por el que se tiene miedo a un amor incondicionado, para no sufrir las mismas decepciones que han visto en sus progenitores.
Dentro de esta visión pesimista de la familia, las dificultades y crisis se contemplan como patologías o fracasos, y no como parte de la normalidad en el crecimiento de todas las relaciones personales. Las dificultades, que en el normal devenir de la vida de familia y de la relación de esposos se afrontaban antes como “crisis de crecimiento”, se consideran hoy como motivos irremisibles de ruptura. La experiencia muestra, sin embargo, que las principales causas por las que hoy se rompen muchas familias no son en realidad irreparables. La causa de las dificultades se debe sobre todo al desconocimiento −teórico y vital− de la dinámica de las relaciones familiares y de lo que significa amar, lo cual hace muy difícil la tarea de construir esas relaciones.
Para ayudar a las familias a cambiar esta situación, es necesaria una tarea urgente, que tiene como base tres acciones, que se pueden desarrollar simultáneamente desde diferentes ámbitos y en las diversas etapas del ciclo vital familiar: mostrar, educar y acompañar para recuperar la verdad originaria sobre el amor conyugal y familiar.
Para mostrar la belleza de la familia, es necesario en primer lugar comprender la realidad y adecuar el lenguaje para explicarla según las exigencias de la cultura en cada lugar y momento histórico, dando las razones oportunas para lograr transmitir la verdad originaria de la persona y su vocación al amor de manera eficaz.
Es necesario redescubrir quiénes somos y qué significa amar, y al mismo tiempo reinventar una pedagogía y un lenguaje para transmitir eficazmente y hacer comprensible esta verdad a las nuevas generaciones. Esta tarea de formación se debe realizar en primer lugar y por su propia naturaleza en el seno de las familias.
La segunda acción consiste en educar para el amor. El esfuerzo de los esposos por vivir su compromiso matrimonial es el fundamento de la educación familiar, la relación que enseña a los hijos a sobrellevar las dificultades y los cambios, la que imprime la certeza de poder amar y ser amado con y a pesar de las limitaciones e imperfecciones propias y ajenas. En el amor conyugal de los padres se aprende el significado del amor como proceso y como compromiso.
El vínculo conyugal muestra un compromiso en el que cada uno es amado por el otro para siempre, a través de los acontecimientos cotidianos, un vínculo del que “nace toda la energía afectiva que crea la solidez de la relación familiar”.
Cuando el hijo se sabe y se siente fruto de este amor de los padres, se le está facilitando la tarea de aprender a amar. Esta es la mejor preparación remota para el matrimonio de los hijos.
El tercer reto es aprender una tarea imprescindible; acompañar, que es formar y orientar al mismo tiempo, para que las familias sean capaces de ver las dificultades también como oportunidades de fortalecer y mejorar la vida de familia. Acompañar implica dar el apoyo para que cada familia asuma su propio protagonismo.
Para abordar este reto se precisa una formación que adecúe los instrumentos y técnicas de resolución de conflictos a la naturaleza específica del ámbito familiar. Como en otros temas, el auténtico problema no es el conflicto, sino qué respuesta le damos. Por ello, las técnicas que se ponen en práctica en los procesos de acompañamiento familiar deben adecuarse siempre a las necesidades de la familia en general y de cada familia en particular.
La tarea del acompañamiento requiere personas formadas, procesos claros, formalizados y adecuados; de manera que, así como las personas sin recursos acuden a determinadas instituciones, las familias en dificultades, o que simplemente necesiten orientación y apoyo, puedan acudir a un primer punto de ayuda y colaboración, que en ocasiones será suficiente, y que en otros casos orientará y derivará a otro tipo de intervención.
Las familias que atraviesan dificultades la mayoría de las veces no necesitan terapeutas, ya que sus problemas, por lo menos al principio, no suelen ser patologías. En muchas ocasiones basta, como en todo, conocer mejor la verdadera naturaleza de las cosas, en este caso cuáles son las dinámicas de las relaciones familiares: qué significa amar y cómo se construye eficazmente una relación, y contar con la ayuda para entender ésa formación y aprender a aplicarla en las circunstancias concretas de cada familia.
Por este motivo, el hecho de que poder relacionarse con familias que hayan atravesado situaciones similares y que estén adecuadamente formadas en la tarea del acompañamiento, también puede ser el impulso para decidirse y construir una mejor vida de familia.
Los hijos necesitan el amor de un padre y una madre, y también del amor de unos padres que se esfuerzan por amarse. Porque incluso en el supuesto de que se haya producido la ruptura, los hijos los siguen necesitando a ambos y precisan respetarse y hacer presente que ambos quieren el bien del hijo. También aquí puede ser de gran ayuda la tarea de acompañar.
Es importante señalar la diferencia entre el acompañamiento y la mediación. Mientras el acompañamiento llega antes y actúa de modo preventivo, la mediación, en la mayor parte de las legislaciones civiles occidentales, se reduce a una “ayuda” que en muchas ocasiones llega tarde y facilita que la familia pueda “morir sin dolor”.
Aunque el acompañamiento es necesario en cualquier etapa del ciclo vital familiar, es especialmente importante en los primeros años de matrimonio, que es cuando se establecen el fundamento de la convivencia y los hábitos de comunicación. En este periodo los cónyuges sientan las bases de lo que será su estilo familiar, aprenden a comunicarse y a compartir, a respetarse, admirarse y resistir la adversidad.
Es el momento para aprender a tomar decisiones conjuntamente y afrontar las dificultades, respetando las diferencias. Es el mejor momento para aprender y valorar la necesidad de dedicarse tiempo y ternura como el mejor modo de ser padres y esposos.
Desde el Instituto de Estudios Superiores de la Familia formamos profesionales del acompañamiento familiar, a través del postgrado en Consultoría y Orientación Familiar. El programa aborda los fundamentos, estructura, funcionalidad de la familia así como la naturaleza de las relaciones familiares y de la educación familiar; y dedica también un amplio capítulo a la comunicación familiar, las disfunciones familiares y las técnicas de resolución de conflictos.
María Pilar Lacorte Tierz
Instituto de Estudios Superiores sobre la Familia (UIC, Barcelona)
Fuente: Revista Palabra.
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