La empresa debe desarrollarse no sólo con criterios económicos sino en función de las personas y el bien de toda la sociedad
«La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. En esta producción de bienes y servicios con una lógica de eficiencia y de satisfacción de los intereses de los diversos sujetos implicados, la empresa crea riqueza para toda la sociedad: no sólo para los propietarios, sino también para los demás sujetos interesados en su actividad. Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las personas implicadas. En la empresa, por tanto, la dimensión económica es condición para el logro de objetivos no sólo económicos, sino también sociales y morales, que deben perseguirse conjuntamente» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 338).
En efecto, la empresa debe desarrollarse no sólo con criterios económicos sino en función de las personas y el bien de toda la sociedad. Así «la empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 43).
Esta comunidad de trabajo representa un bien para todos y no una estructura que permite satisfacer exclusivamente los intereses particulares de algunos. Sólo esta conciencia permite llegar a construir una economía al servicio de las personas y de su cooperación. Un ejemplo muy significativo es la actividad de las empresas cooperativas, de la pequeña y mediana empresa, de las empresas artesanales y de las agrícolas de dimensiones familiares (Cf. San Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, nn. 422-423).
Ciertamente hay que reconocer la justa función del beneficio, como primer indicador del buen funcionamiento de la empresa: «Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 35). Aunque no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2424). Es posible «que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 35).
La legítima búsqueda del beneficio ha de armonizarse con la tutela de la dignidad de las personas que trabajan con la misma. «Estas dos exigencias no se oponen en absoluto, ya que, por una parte, no sería realista pensar que el futuro de la empresa esté asegurado sin la producción de bienes y servicios y sin conseguir beneficios que sean el fruto de la actividad económica desarrollada; por otra parte, permitiendo el crecimiento de la persona que trabaja, se favorece una mayor productividad y eficacia del trabajo mismo. La empresa debe ser una comunidad solidaria» (Pontificio Consejo Justicia y Paz.Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 340); Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 43).
Si en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio es aceptable, debe rechazarse por completo el recurso a la usura: «Los traficantes cuyas prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los hombres, cometen indirectamente un homicidio. Este les es imputable» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2269).
Todo lo dicho vale hoy en el marco de escenarios económicos de dimensiones cada vez más amplias, donde los Estados nacionales tienen una capacidad limitada de gobernar los rápidos procesos de cambio que afectan a las relaciones económico–financieras internacionales. Las empresas deben asumir responsabilidades nuevas y mayores con respecto al pasado: «el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo o sufre un proceso de retroceso aun en las zonas marcadas por un constante progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del auténtico desarrollo: o participan de él todas las Naciones del mundo, o no será tal, ciertamente» (San Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 17).