La exhortación apostólica ‘Gaudete et exsultate’ recuerda la vocación de todo cristiano a la santidad y explica la forma de vivirla en el contexto contemporáneo
Quienes piensen que la reforma que el Papa Francisco tiene en la cabeza para la Iglesia católica se limita a la curia vaticana, se equivocan. A lo largo de este pontificado, más que a cambios operativos, el Papa está dedicando sus energías a desencadenar cambios culturales, que nazcan de la base y de la responsabilidad e implicación personal de cada católico.
Con su carta Alegraos y regocijaos sobre la llamada a la santidad en el mundo actual que el Vaticano ha dado a conocer esta mañana, Francisco da un decidido paso más en esa dirección.
El texto dirigido a los católicos, el quinto gran documento de su pontificado, arranca con un desafío: «Dios nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada».
«Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos», explica Francisco. «Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra», asegura.
Al Papa le entusiasman los santos «de la puerta de al lado», puesto que no todos los ejemplos de vida de santos se adapta a los católicos normales y corrientes. «¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales», propone.
La santidad que traza Francisco a lo largo del texto es optimista y cambia la vida de las personas, pero está a la mano de cualquiera porque se construye a través de lo que llama «pequeños gestos», desde no ser agresivos en Internet, hasta escuchar con paciencia a los hijos, no dar importancia a los defectos de los demás, o tratar con delicadeza a los pobres.
Sin duda en el documento el Papa recoge y asume la herencia de numerosas instituciones católicas nacidas a lo largo del siglo XX que ayudaron a la Iglesia a valorar el papel de los laicos, y a los fieles corrientes a asumirse la propia responsabilidad como cristianos. Quienes lo proponían eran considerados herejes, pero el Concilio Vaticano II acogió sus ideas, y ahora del texto están pasando a las acciones concretas y a la praxis normal.
En «Alegraos y regocijaos» el Papa alerta a los católicos más implicados de dos «falsificaciones de la santidad». Una es el gnosticismo de reducir la fe a una «concreta experiencia o a una serie de razonamientos y conocimientos determinados»; y la otra, el pelagianismo concretado en «obsesión por la ley, fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial».
Según el Papa, al dar «excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias, costumbres o estilos, se reduce y encorseta el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal. Parece someter la vida de la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con una intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o corruptos», añade.
La propuesta de santidad de Francisco es profundamente humana y pasa por una calle con dos carriles, las bienventuranzas y lo que llama «el protocolo sobre el cual seremos juzgados: 'Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme'».
«Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una criatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?»
Avisa del doble peligro de ideologizar la santidad. Se trata por un lado de vivir las exigencias del Evangelio aparcando una sólida «relación personal con el Señor», de modo que «se convierte al cristianismo en una especie de ONG». Por otro, «sospechar del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, comunista, populista. O relativizarlo como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden».
Francisco pone el ejemplo de quienes reducen la propia fe a actuar contra el aborto o quienes consideran como secundaria la ayuda a los emigrantes que escapan de la guerra. «La defensa del inocente que no ha nacido debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo», aclara. «Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte».
«No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente», concluye.
Como las anteriores cartas del Papa, también esta, relativamente breve, contiene numerosas propuestas concretas para vivir «una vida diferente, más sana y más feliz»: desde no reducir el catolicismo a respetar una serie de normas éticas, cultivar el sentido del humor, hasta no dejarse jugar «una mala pasada por el consumismo que termina convirtiéndonos en pobres insatisfechos que quieren tenerlo todo y probarlo todo».
Para Francisco, la santidad se vive también en Internet. «También el consumo de información superficial y las formas de comunicación rápida y virtual pueden ser un factor de atontamiento que se lleva todo nuestro tiempo y nos aleja de la carne sufriente de los hermanos», asegura. O, en otro momento, lamenta que los cristianos actúen con «violencia verbal a través de internet y de los diversos foros. Aun en medios católicos se pueden perder los límites, se suelen naturalizar la difamación y la calumnia, y parece quedar fuera toda ética y respeto por la fama ajena». También, «los jóvenes, expuestos a un zapping constante, que navegan en dos o tres pantallas simultáneamente e interactúan al mismo tiempo en diferentes escenarios virtuales. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento».
Y antes de concluir invita a «no bajar la guardia» y pensar que no existe el diablo. «No es un símbolo, ni una figura, ni una idea. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades».
Francisco invita a dejarse «desafiar» por estas palabras, y a emprender «un cambio real de vida». «De otro modo, la santidad será solo palabras». Y sin duda, este es un pontificado más de gestos que de palabras.
Javier Martínez-Brocal, en abc.es / vaticannews.va.
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