En un clima de alegría y entusiasmo, se desarrolló la audiencia del Papa a unos tres mil chicos y chicas de la diócesis italiana, que peregrinaron a Roma
En su discurso, respondiendo a la pregunta de un joven que le presentó el Obispo de la diócesis natal de Pablo VI, sobre si «realmente creen los Obispos que los jóvenes pueden ayudar a la Iglesia a cambiar», el Santo Padre reiteró su anhelo, en especial ante el Sínodo dedicado a los jóvenes:
«Me importa mucho que el próximo Sínodo de los Obispos, que tratará de “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, se prepare escuchando realmente a los jóvenes. Y puedo atestiguar que se está haciendo. También me lo demostráis vosotros, con el trabajo que se está llevando a cabo en vuestras diócesis. Y cuando digo "escuchando realmente" también me refiero a la disponibilidad para cambiar algo, para caminar juntos, para compartir sueños, como dijo ese joven».
Queridos chicos y chicas, ¡bienvenidos! Dicen que donde hay jóvenes hay ruido, pero aquí hay silencio… [gritos de alegría]. Os agradezco vuestra festiva acogida. Agradezco a vuestro Obispo su introducción y a las personas que os han acompañado en esta peregrinación. ¡Gracias a todos!
Me han llamado la atención las palabras de aquel joven al que el Obispo ha citado hace poco −y que yo ya sabía−: “¿Pero de verdad los obispos creen que los jóvenes pueden ayudar a la Iglesia a cambiar?”. No sé si ese joven, el que hizo esa pregunta, está aquí entre vosotros… ¿Está aquí?... No está…, bueno. Pero en todo caso puedo decir a él y a todos vosotros que esa pregunta también me preocupa a mí. Me preocupa que el próximo Sínodo de Obispos, que tratará de “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, sea preparado por una verdadera escucha de los jóvenes. Y puedo dar testimonio de que eso se está haciendo. Hasta vosotros me lo demostráis, con el trabajo que está realizándose en vuestra diócesis. Y cuando digo “escucha verdadera” incluyo también la disponibilidad a cambiar algo, a caminar juntos, a compartir los sueños, como decía aquel joven.
Pero también yo tengo derecho a hacer preguntas, y quiero haceros una. Vosotros justamente os preguntáis si nosotros los obispos estamos dispuestos a escucharos de verdad y a cambiar algo en la Iglesia. Y yo os pregunto: ¿estáis dispuestos a escuchar a Jesús y a cambiar algo de vosotros mismos? Dejo la pregunta para que entre en vuestro corazón. Repito: ¿estáis vosotros dispuestos a escuchar a Jesús y a cambiar algo de vosotros mismos? Si estáis aquí, pienso que es así, pero no puedo no quiero darlo por descontado. Que cada uno se lo piense por dentro, en su corazón: ¿Estoy dispuesto a hacer míos los sueños de Jesús? ¿O me da miedo que sus sueños puedan “molestar” mis sueños?
¿Y cuál es el sueño de Jesús? El sueño de Jesús es lo que en los Evangelios es llamado reino de Dios. El reino de Dios significa amor con Dios y amor entre nosotros, formar una gran familia de hermanos y hermanas con Dios como Padre, que ama a todos sus hijos y está lleno de alegría cuando uno se ha perdido y vuelve a casa. Ese es el sueño de Jesús. Pregunto: ¿estáis dispuestos a hacerlo vuestro? ¿Estáis dispuestos a hacerlo vuestro? ¿Estáis dispuestos también a cambiar para abrazar ese sueño? [Los jóvenes responden: ¡Sí!]. ¡Muy bien!
Jesús es muy claro. Dice: «Si uno quiere venir en pos de mí −o sea, conmigo, detrás de mí− niéguese a sí mismo». ¿Por qué usa esa palabra que suena un poco fea, “negarse a sí mismo”? ¿Cómo es posible? ¿En qué sentido debe entenderse? No quiere decir despreciar lo que Dios mismo nos ha dado: la vida, los deseos, el cuerpo, las relaciones… No, todo eso Dios lo ha querido y lo quiere por nuestro bien. Sin embargo, Jesús pide a quien quiera seguirlo que “se niegue a sí mismo”, porque hay en cada uno de nosotros eso que en la Biblia se llama el “hombre viejo”: hay un “hombre viejo”, un yo egoísta que no sigue la lógica de Dios, la lógica del amor, sino que sigue la lógica opuesta, la del egoísmo, hacer el propio interés, disfrazado a menudo de una buena fachada, para esconderlo. Vosotros sabéis todas estas cosas, son cosas de la vida. Jesús murió en la cruz para liberarnos de esa esclavitud del hombre viejo, que no es externa, es interna. Cuántos de nosotros somos esclavos del egoísmo, del apegarnos a las riquezas, de los vicios. Esas son las esclavitudes internas. Es el pecado, que nos hace morir por dentro. Solo Él, Jesús, puede salvarnos de ese mal, pero hace falta nuestra colaboración, que cada uno diga: “Jesús, perdóname, dame un corazón como el tuyo, humilde y lleno de amor”. Es bonita esta oración: “Jesús, perdóname, dame un corazón como el tuyo, humilde y lleno de amor”. Así era el corazón de Jesús. Así amaba Jesús. Así vivía Jesús.
¿Sabéis? ¡Una oración así, Jesús se la toma en serio! Sí, y a quien se fía de Él le regala experiencias sorprendentes. Por ejemplo, sentir una alegría nueva al leer el Evangelio, la Biblia, un sentido de la belleza y de la verdad de su Palabra. O bien sentirse atraídos a participar en la Misa, que para un joven no es muy común, ¿no es verdad? Y, en cambio, se siente el deseo de estar con Dios, de quedarse en silencio ante la Eucaristía. O bien Jesús nos hace sentir su presencia en las personas que sufren, enfermos, excluidos… Pensad qué sentisteis cuando habéis hecho algo bueno, al ayudar a alguien. ¿No es verdad que sentisteis un aliento agradable? Eso lo da Jesús. Es Él quien nos cambia, es justo así. O bien nos da el valor de hacer su voluntad yendo contracorriente, pero sin orgullo, sin presunción, sin juzgar a los demás… Todas esas cosas son dones suyos −¡son sus dones!− que nos hacer sentirnos cada vez más vacíos de nosotros mismos y cada vez más llenos de Él.
Los santos nos demuestran todo eso. San Francisco de Asís, por ejemplo: era un joven lleno de sueños, pero eran los sueños del mundo, no los de Dios. Jesús le habló en el crucifijo, en la iglesita de San Damián, y su vida cambió. Abrazó el sueño de Jesús, se despojó de su hombre viejo, renegó de su yo egoísta y acogió el yo de Jesús, humilde, pobre, sencillo, misericordioso, lleno de alegría y de admiración por la belleza de las criaturas.
Y pensemos también en Giovanni Battista Montini, Pablo VI: estamos acostumbrados, como es natural, a recordarlo como Papa; pero antes fue un joven, un chico como vosotros, de un pueblo de vuestra tierra. Me gustaría poneros una tarea, una “tarea para casa”: descubrir cómo era Giovanni Battista Montini de joven; cómo era en su familia, como estudiante, cómo era en el oratorio…; cuáles eran sus “sueños”… Venga, intentad buscar eso.
Queridos chicos y chicas, os agradezco esta visita, que me da alegría, mucha alegría. ¡Gracias! Que el Señor os bendiga y la Virgen os acompañe en el camino. ¡La vida es un camino! Hay que caminar... Y, por favor: no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!
Y ahora me gustaría daros la bendición, pero antes recemos a la Virgen todos juntos: “Dios te salve, María...”.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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