El sacerdote debe perder el miedo a la cruz y huir de la tentación de proclamar un cristianismo sin cruz
Revista Palabra
Para el sacerdote ministerial evangelizar supone un identificarse con Cristo, participar con todo su ser en su misterio de muerte y resurrección
Joseph Ratzinger−Benedicto XVI, en la segunda parte de su libro Jesús de Nazaret (Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección), ha desvelado la dificultad de aceptar la idea de expiación para el modo de pensar del hombre contemporáneo. Muchos, a partir de algunos exégetas de la Sagrada Escritura, ven en la expiación una idea arcaica y equivocada de Dios que, por el contrario, debería ofrecer su salvación de modo totalmente gratuito, sin ningún tipo de contracambio. «¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es esta una idea indigna de Dios? ¿No debemos quizás, en defensa de la pureza de la imagen de Dios, renunciar a la idea de expiación?» (p. 270).
Esta es la razón por la cual algunos exégetas han contrapuesto el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios a las palabras de la institución de la Eucaristía, hasta el punto de llegar a negar la historicidad de las mismas palabras debido a esta supuesta contraposición, cuando, en realidad, desde el punto de vista histórico, poco o nada hay en el Evangelio más seguro que esas palabras. Es un ejemplo concreto de ese tipo de exégesis que denunció Vladimir Solov’ëv en su famosa Narración del Anticristo, y que Benedicto XVI recoge en la primera parte de Jesús de Nazaret. Toda la Revelación es sometida al criterio supremo de la visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, por tanto, que todo aquello que hace referencia a Dios debe ser relegado al ámbito de lo subjetivo.
La idea equivocada de expiación a la que Benedicto XVI hace referencia en su libro está también en la raíz de la contraposición —también “ideológica”— que se ha hecho entre el ministerio sacerdotal ‘evangelizador’ y el ministerio ‘santificador’: como si el anuncio del Reino por parte de los sacerdotes debiera olvidar la cruz, como si la salvación ofrecida por Cristo no debiera tener precio, como si se debiera olvidar todo el mal, toda la injusticia presente en la humanidad a consecuencia del pecado original y de los pecados personales de todos los hombres.
¿Qué significa por tanto, para el sacerdote, “evangelizar”? Esta pregunta se hace necesaria porque, para el sacerdote de hoy, la nueva evangelización tiene la primacía. Jesús habla del anuncio del Reino de Dios como de la verdadera finalidad de su venida en el mundo, y sabemos que su anuncio no es solo un “discurso”. Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar salvador: los signos y los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide, en último término, con su misma Persona. Por tanto, para el sacerdote ministerial evangelizar, proclamar el Reino de Dios no constituye únicamente un aspecto funcional. Supone un identificarse con Cristo, participar con todo su ser en su misterio de muerte y resurrección: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo como sacrificio vivo (cf. Rm 12,1-2), expiación vicaria por todos los hombres.
El sacerdote debe perder el miedo a la cruz y huir de la tentación de proclamar un cristianismo sin cruz. Jesús —según la Carta a los Hebreos— llegó a ser Sumo Sacerdote por medio de sus sufrimientos y de su muerte, ofrecida con obediencia filial y amor fraterno “hasta el final” (Jn 13, 2). Solo participando en su kénosis, el sacerdote ministerial es auténtico sacerdote cristiano, deja atrás todo “funcionalismo”, hace auténtico el anuncio de la cercanía del Reino de Dios. El anuncio del Reino conlleva siempre el sacrifico de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz. Este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir, con toda su vida, al Padre: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú» (Mc 14, 36).
A esto tiende y en esto se consuma —enseña el Concilio Vaticano II— el ministerio de los presbíteros, «que comienza con la predicación, del sacrificio de Cristo saca su fuerza y virtud y tiende a que ‘toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, sea ofrecida como sacrificio universal a Dios por medio del Gran Sacerdote, que también se ofreció a Sí mismo en la pasión por nosotros para que fuéramos Cuerpo de tan gran Cabeza’» (Presbyterorum Ordinis, n. 2; cf. San Agustín, De Civitate Dei 10,6: PL, 41, 284).
Mons. Celso Morga. Secretario de la Congregación para el Clero