Lo recordó el Santo Padre en su homilía de la Misa Crismal celebrada esta mañana en la Basílica de San Pedro
Queridos hermanos, sacerdotes de la diócesis de Roma y de las demás diócesis del mundo. Leyendo los textos de la liturgia de hoy me venía a la mente, con insistencia, el pasaje del Deuteronomio que dice: «Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está el Señor nuestro Dios en todo cuanto le pedimos?» (4,7). La cercanía de Dios… nuestra cercanía apostólica.
En el texto del profeta Isaías (61,1-3a. 6a. 8b-9) contemplamos al enviado de Dios ya “ungido y mandado”, en medio de su pueblo, cercano a los pobres, a los enfermos, a los prisioneros…; y al Espíritu que “está sobre Él”, que le empuja y acompaña a lo largo del camino.
En el Salmo 88 (21-22. 25 y 27) vemos que la compañía de Dios, que desde la juventud guio de la mano al rey David y le prestó su brazo, ahora que es anciano toma el nombre de fidelidad: la cercanía mantenida en el curso del tiempo se llama fidelidad.
El Apocalipsis (1,5-8) nos hace acercarnos, hasta hacérnoslo visible, al «Erchomenos», al Señor en persona que siempre «viene», siempre. La alusión al hecho de que lo verán «también los que lo traspasaron» nos hace sentir que siempre son visibles las llagas del Señor resucitado, que el Señor siempre nos sale al encuentro si nosotros queremos “hacernos prójimos” a la carne de todos los que sufren, especialmente de los niños.
En la imagen central del Evangelio de hoy (Lc 4,16-21), contemplamos al Señor a través de los ojos de sus paisanos que estaban «clavados en Él» (Lc 4,20). Jesús se levantó para leer en la sinagoga de Nazaret. Se le dio el rollo del profeta Isaías. Lo desenrolló hasta que encontró el pasaje del enviado de Dios. Leyó en voz alta: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido; me ha enviado…» (Lc 61,1). Y concluyó estableciendo la cercanía tan provocadora de aquellas palabras: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
Jesús encuentra el pasaje y lee con la competencia de los escribas. Habría podido perfectamente ser un escriba o un doctor de la ley, pero quiso ser un “evangelizador”, un predicador de la calle, el «Mensajero de buenas noticias» para su pueblo, el predicador cuyos pies son hermosos, como dice Isaías (cfr. 52,7). El predicador es cercano.
Esa es la gran elección de Dios: el Señor ha decidido ser uno que está cerca de su pueblo. ¡Treinta años de vida escondida! Solo después empezará a predicar. Es la pedagogía de la encarnación, de la inculturación; no solo en las culturas lejanas, también en la propia parroquia, en la nueva cultura de los jóvenes…
La cercanía es más que el nombre de una virtud concreta, es una actitud que implica a toda la persona: su modo de crear vínculos, de estar a la vez en lo suyo y atenta al otro. Cuando la gente dice de un sacerdote que “es cercano”, suele resaltar dos cosas: la primera es que “siempre está” (contrario al “nunca está”: “Ya sé, padre, que usted está muy ocupado” −dicen a menudo). Y la otra es que sabe encontrar una palabra para cada uno. “Habla con todos −dice la gente−: con los grandes, con los pequeños, con los pobres, con los que no creen…”. Curas cercanos, que están, que hablan con todos… Curas de la calle.
Y uno que aprendió bien de Jesús a ser predicador de la calle fue Felipe. Dicen los Hechos que iba de sitio en sitio anunciando la Buena Noticia de la Palabra predicando en todas las ciudades, y que estas se llenaban de alegría (cfr. Hch 8,4-8). Felipe era uno de esos a los que el Espíritu podía “secuestrar” en cualquier momento y hacerle partir para evangelizar, yendo de un sitio a otro, uno capaz también de bautizar a gente de buena fe, como el ministro de la reina de Etiopía, y de hacerlo allí mismo, en la carretera (cfr. Hch 8,5; 36-40).
La cercanía, queridos hermanos, es la clave del evangelizador, porque es una actitud clave en el Evangelio (el Señor la usa para describir el Reino). Damos por sentado que la proximidad es la clave de la misericordia, porque la misericordia no sería tal si no se mostrase siempre, como “buena samaritana”, para acortar distancias. Creo, sin embargo, que necesitamos comprender mejor que la cercanía es también la clave de la verdad; no solo de la misericordia, sino también la clave de la verdad. ¿Se pueden acortar distancias con la verdad? Sí, se puede. De hecho, la verdad no es solo la definición que permite nombrar las situaciones y las cosas manteniéndolas a distancia con conceptos y razonamientos lógicos. No es solo eso. La verdad es también fidelidad (emeth), esa que te permite nombrar a las personas por su nombre, como las nombra el Señor, antes de clasificarlas o definir “su situación”. Y aquí está esa costumbre −fea, ¿no?− de la “cultura del adjetivo”: ese es así, aquel es un tal, este es un cual… ¡No, ese es hijo de Dios! Luego tendrá sus virtudes o sus defectos, pero la verdad fiel de la persona y no el adjetivo hecho sustancia.
Hay que estar atentos a no caer en la tentación de hacer ídolos de algunas verdades abstractas. Son ídolos cómodos, al alcance de la mano, que dan cierto prestigio y poder y son difíciles de reconocer. Porque la “verdad-ídolo” se mimetiza, usa las palabras evangélicas como un vestido, pero no deja que le toque el corazón. Y, lo que es mucho peor, aleja a la gente sencilla de la cercanía sanadora de la Palabra y de los Sacramentos de Jesús.
Sobre este punto, dirijámonos a María, Madre de los sacerdotes. La podemos invocar como “Virgen de la Cercanía”: «Como una verdadera madre, camina con nosotros, combate con nosotros, e infunde incesantemente la cercanía del amor de Dios» (Ex. Ap. Evangelii gaudium, 286), de tal modo que nadie se sienta excluido. Nuestra Madre no solo es cercana por ponerse al servicio con ese «primor» (ibíd., 288), que es una forma de cercanía, sino también con su modo de decir las cosas. En Caná, la tempestividad y el tono con que dice a los siervos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5), hará que esas palabras se conviertan en modelo materno de todo lenguaje eclesial. Pero, para decirlas como Ella, además de pedir la gracia, hay que saber estar donde se “cocinan” las cosas importantes, esas que cuentan para todo corazón, toda familia, toda cultura. Solo en esa cercanía −podemos decir “de cocina”− se puede discernir cuál es el vino que falta y cuál es el de mejor calidad que el Señor quiere dar.
Os sugiero meditar tres ámbitos de cercanía sacerdotal en los que estas palabras: «Haced lo que Jesús os diga» deben sonar −de mil modos distintos, pero con un mismo tono materno− en el corazón de las personas con las que hablamos: el ámbito del acompañamiento espiritual, el de la Confesión y el de la predicación.
La cercanía en el diálogo espiritual la podemos meditar contemplando el encuentro del Señor con la Samaritana. El Señor le enseña a reconocer ante todo cómo adorar, en espíritu y verdad; luego, con delicadeza, la ayuda a dar un nombre a su pecado, sin ofenderla; y finalmente el Señor se deja contagiar por su espíritu misionero y va con ella a evangelizar a su pueblo. Modelo de diálogo espiritual, este del Señor, que sabe sacar el pecado de la Samaritana sin que arroje sombra sobre su oración de adoradora ni ponga obstáculos a su vocación misionera.
La cercanía en la Confesión la podemos meditar contemplando el pasaje de la mujer adúltera. Ahí se ve claramente cómo la cercanía es decisiva, porque las verdades de Jesús siempre acercan y se dicen (siempre se pueden decir) de tú a tú. Mirar al otro a los ojos −como el Señor cuando se pone de pie tras haber estado de rodillas cerca de la adúltera a la que querían lapidar y le dice: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11)− no es ir contra la ley. Y se puede añadir: «En adelante no peques más» (ibid.) no con un tono que pertenece al ámbito jurídico de la verdad-definición −el tono de quien debe determinar cuáles son los condicionantes de la Misericordia divina−, sino con una expresión que se dice en el ámbito de la verdad-fiel, que permite al pecador mirar adelante y no atrás. El tono correcto de ese «no peques más» es el del confesor que lo dice dispuesto a repetirlo “setenta veces siete”.
Por último, el ámbito de la predicación. Meditemos esto pensando en los que están lejos, y lo hacemos escuchando la primera predicación de Pedro, que se sitúa en el contexto de Pentecostés. Pedro anuncia que la palabra es «para todos los que están lejos» (Hch 2, 39), y predica de tal modo el kerygma que «se dolieron de corazón» y les lleva a preguntar: «¿Qué debemos hacer?» (Hch 2,37). Pregunta que, como decíamos, debemos hacer y a la que debemos responder siempre en tono mariano, eclesial. La homilía es la piedra de toque «para valorar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo» (Ex. ap. Evangelii gaudium, 135). En la homilía se ve lo cerca que estamos de Dios en la oración y lo cerca que estamos de nuestra gente en su vida diaria.
La buena noticia se da cuando esas dos cercanías se alimentan y se cuidan mutuamente. Si te sientes alejado de Dios, por favor, acércate a su pueblo, que te curará de las ideologías que te han entibiado el fervor. Los pequeños te enseñarán a mirar a Jesús de modo distinto. A sus ojos, la Persona de Jesús es fascinante, su buen ejemplo da autoridad moral, sus enseñanzas sirven para la vida. Y si tú te sientes lejos de la gente, acércate al Señor, a su Palabra: en el Evangelio Jesús te enseñará su modo de mirar a la gente, cuánto vale a sus ojos cada uno de aquellos por los que derramó su sangre en la cruz. En la cercanía con Dios, la Palabra se hará carne en ti y serás un cura cercano a toda carne. En la cercanía con el pueblo de Dios, su carne dolorosa será palabra en tu corazón y tendrás de qué hablar con Dios, serás un cura intercesor.
Al sacerdote cercano, que camina en medio de su gente con cercanía y ternura de buen pastor (y, en su pastoral, a veces va delante, a veces en medio y a veces detrás), la gente no solo lo aprecia mucho, sino que va más allá: siente por él algo especial, algo que solo siente en la presencia de Jesús. Por eso, no es algo más que reconozcan nuestra cercanía. En ella nos jugamos si Jesús se hará presente en la vida de la humanidad, o si se quedará a nivel de las ideas, encerrado en letras mayúsculas, encarnado como mucho en alguna buena costumbre que poco a poco se vuelve rutinaria.
Queridos hermanos sacerdotes, pidamos a María, “Virgen de la Cercanía”, que nos acerque entre nosotros y, en el momento de decir a nuestra gente “haz todo lo que Jesús dice”, nos unifique el tono, para que en la diversidad de nuestras opiniones se haga presente su cercanía materna, aquella que con su “sí” nos acercó a Jesús para siempre.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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