En la pasión del Señor todo nos invita a redescubrir el papel de Dios Padre y del Espíritu Santo
Probablemente recordando el suceso del sacrificio de Isaac (cf. Gn 22)[1], que finalmente no tuvo que morir a manos de Abrahán, dice San Pablo que “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32)[2].
¿Cómo debe entenderse que Dios “no perdonó” a su propio hijo?
Como ha explicado Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, esto no debe entenderse como si los pecados cometidos por los hombres a lo largo de los siglos acumularan una inmensa deuda ante Dios, y Dios solo se sintiera satisfecho o aplacado mandando a su Hijo a la Cruz, quedándose Dios Padre tranquilo en su trono celeste, mientras Jesús sufría en su naturaleza humana[3].
No. Jesús en su pasión y muerte estaba acompañado siempre por su Padre, como había dicho: “Me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre” (Jn 16, 32).
Escribe Cantalamessa: "Así pues, el Padre celestial y su Hijo Jesús estaban los dos juntos en la pasión y los dos juntos estuvieron en la cruz. Jesús estaba clavado más que a los brazos de madera de la cruz, a los brazos del Padre, es decir, a su voluntad”. Así Dios Padre participa íntimamente del sufrimiento de su Hijo[4]. Y de ese abrazo amoroso y doloroso entre ellos, el Espíritu Santo, que procede eternamente del Padre y el Hijo, brota para nosotros con un impulso nuevo desde la Cruz (cf. Jn 19, 30).
Por tanto Dios Padre, que ciertamente en cuanto Dios no puede sufrir al modo humano (involuntario y forzado), es en sí mismo Amor infinito. Y por eso, como decían los antiguos escritores eclesiásticos, le corresponde una pasión de amor. Es lo que San Bernardo llama un “compadecerse” (soberanamente libre) de los pecados y de los dolores de los hombres. Y todo esto nos enseña que “el amor no puede vivirse sin dolor” (Imitación de Cristo III, 5).
En definitiva, si Isaac es figura de Jesús, Abrahán es figura de Dios Padre, que ha hecho el sacrificio de entregarnos a su Hijo. Por eso exclama San Agustín: “¡Cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único sino que lo entregaste por nosotros pecadores! ¡Cómo nos amaste!" (Confesiones, X, 69). Ya san Pablo se planteaba una gozosa consecuencia: “¿Cómo podría Aquel que nos ha dado a su propio Hijo único no darnos todo con Él?” (Rm 8, 32).
Todo ello nos invita a redescubrir el papel de Dios Padre[5] y del Espíritu Santo en la pasión del Señor.
Y así señala Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza: “El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Spe salvi, n. 39).
Ramiro Pellitero
Publicado sin notas en el blog: iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com, 24-III-2018.
[1] En una nota a Gn 22, la Biblia de Jerusalén (4ª ed. 2009) sugiere que este pasaje provendría de “un relato de fundación de santuario israelita en el que, a diferencia de los santuarios cananeos, no se ofrecían víctimas humanas. Justifica la prescripción ritual del rescate de los primogénitos en Israel: éstos como todas las primicias, pertenecen a Dios; pero no deben ser sacrificados, sino rescatados (Ex 13, 11)”. Y añade: “La narración implica, pues, la condenación, repetidas veces pronunciada por los Profetas, de los sacrificio de niños (cf Lv 18, 21). Añade una lección espiritual más elevada: el ejemplo de la fe de Abrahán, que halla aquí un punto culminante. Los Padres han visto en el sacrificio de Isaac la figura de la Pasión de Jesús, el Hijo Único”. De este modo, san Pablo nos ayuda a entender, desde la luz de la obediencia de Jesús, la “obediencia de la fe” de Abrahán.
[2] Una historia real que me contó una madre. Su hijo de ocho años llegó un día a casa. Le contó que venía enfadado porque en la catequesis le habían dicho que Dios había mandado a Jesús a morir en una cruz por los pecados de los hombres. Y que por eso él ya no creía en Dios (necesidad de una buena teología y de una buena pedagogía).
[3] A esto ha contribuido, muestra Cantalamessa (cf. “No perdonó a su propio hijo”, en www.mercaba.org), una interpretación de siglos pasados que hoy se revela inadecuada. A esto se suma el rechazo cultural a las deformaciones de la figura paterna destacadas por la psicología moderna (machismo, autoritarismo, paternalismo) hasta invitar a “matar al padre”, y puestas en relación con la “teología de la muerte de Dios”. En el fondo estaría el rechazo a un Dios que contemplaría impávido el sufrimiento del hombre. El autor invita a redescubrir las expresiones de autores como Tertuliano (“¿Cómo iba a poder padecer el Hijo sin que el Padre padeciese con Él?”) y Orígenes (Dios Padre también sufre una “pasión de amor”).
Cantalamessa observa que esto no tiene que ver con la herejía de los patripasianos (ss. II-III), que atribuían la pasión al Padre porque negaban la distinción entre las personas de la Trinidad. Pero señala que, desde entonces, se prefirió no hablar en teología del sufrimiento de Dios; también porque la nueva cultura que había que evangelizar, la griega, no entendía a un Dios capaz de apasionarse y de entrar en contacto con la historia.
Todavía en la época medieval, escribe San Bernardo, consciente del problema: “Dios no puede padecer, pero sí compadecer” (Sermones in Cant. Serm. 26,5: PL 183, 906). En nuestros días estamos, felizmente, redescubriendo la profundidad bíblica y patrística. Así escribe san Juan Pablo II: “En la humanidad de Jesús redentor se hace realidad el sufrimiento de Dios” (enc. Dominum et vivificantem, n. 39). En la misma línea van las enseñanzas sobre la caridad en Benedicto XVI y sobre la misericordia en el Papa Francisco.
[4] En este punto, un enlace del blog remite a la entrada “Dios que sufre” (24-III-2016), donde se analiza un texto de Benedicto XVI sobre el sufrimiento de Dios. En ese texto −y en la misma perspectiva en la que nos situamos− salen a relucir el misterio de la divina misericordia y el sentido de la Cruz, también en conexión con algunas tradiciones del arte cristiano desde la época medieval, y de la teología contemporánea, en la línea de recuperar el sentir de los antiguos escritores eclesiásticos, superando una interpretación legalista de la redención.
[5] Otra nota enlaza con la entrada del blog “Volver al padre” (18-III-2011), donde se propone la necesidad de redescubrir la figura del padre de familia como signo e instrumento de la paternidad divina.
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