La exhibición de quien hace de su intimidad materia pública, tiene un parentesco lejano pero cierto con la obscenidad de quien infringe sufrimiento a otros sin inmutarse
Se cuenta que cuando las aguas del diluvio se retiraron Noé aprendió a cultivar la vid. Poco después disfrutó desprevenido del licor de las uvas y se embriagó. Traspuesto y desnudo pasó Noé la primera mala consecuencia del líquido de la vida. El caso es que así le encontró uno de sus hijos, que enseguida corrió a llamar a sus hermanos para presenciar juntos el sopor del padre ya anciano. Pero los hermanos mayores, lejos de disfrutar con la escena, se quitaron el manto y evitando mirar la desnudez de Noé le cubrieron.
A nuestros ojos, acostumbrados a verlo todo, la reacción de los hermanos puede resultar extraña. Sin embargo, ese antiguo relato recuerda otra circunstancia más doméstica y cotidiana, cuando al llegar la noche los padres cubren a sus hijos dormidos, de ordinario ni tan expuestos ni desnudos como Noé. Como si también en ese caso cubrir fuera tanto como poner a salvo y evitar un daño o prevenirlo.
Algo parecido ocurre al final de la estremecedora novela «La carretera» de Cormac McCarthy, cuando tras conducir a su hijo a través de un mundo devastado y entre hordas caníbales, el padre muere y el pequeño es encontrado por otra familia que le apremia para que se les una. Sin embargo, y a pesar de los peligros que acechan, el niño se niega a abandonar el cadáver de su padre hasta que le ayudan a cubrirlo con los harapos y papeles que encuentran alrededor. Como si dejar sin más a quienes yacen vencidos por la bebida, el sueño o la muerte, fuera tanto como abandonarlos expuestos en una intemperie que es por sí sola dañina. Como si todas las reconciliaciones y despedidas entre padres e hijos consistieran precisamente en eso: en cubrirse los unos a los otros, aunque sea por última vez.
Esa pertinaz necesidad aparece en otro antiguo y célebre relato: Aquiles «el invulnerable», cuyo cuerpo no puede recibir ninguna herida mortal, arrastra y expone el cadáver de Héctor celebrando su venganza por la muerte de su único amigo, Patroclo. Sin embargo, de noche, el padre de Héctor y enemigo mortal de Aquiles, se presenta indefenso para suplicarle que le deje sepultar los restos de su hijo muerto.
La invulnerabilidad de Aquiles le hace desconocer la comunidad por la que unos hombres acuden en auxilio de los otros removidos por la compasión. Sin embargo, la muerte de su amigo Patroclo ha abierto una brecha en la inconmovible frialdad de Aquiles, que se deja vencer por las súplicas del anciano padre de su enemigo y se lo entrega para que lo cubra con la tierra. Cubrir con tierra es inhumar, de «humus», de donde también procede «humano». De ahí que dejar de poner a salvo o de cubrir lo expuesto del hombre suponga para quien lo hace el destierro de lo humano: la pérdida y el malogramiento de la propia humanidad.
Y es que en todos los que yacen inermes −dormidos o impedidos− se concentra una clase de exposición que va más allá de la mera indefensión física. En todos esos casos el cuerpo se convierte en el lugar donde se puede herir al sujeto mucho más y como no se podría logar infringiéndoles heridas corporales. Ese órgano donde cabe recibir un daño crucial y que tiene por naturaleza propia la exposición es la intimidad.
Que la intimidad sea ella misma exposición o vulnerabilidad significa que nos obliga a salvaguardarla, y por eso experimentamos la intimidad en la emergencia que implica quedar expuestos y accesibles a otros. Todo lo íntimo o lo que forma la intimidad de alguien requiere estar a cubierto y puesto a salvo porque la mera exposición lo hiere. Quien da o comunica algo de su intimidad a otro se pone indefenso y vulnerable en sus manos. Por eso toda intromisión en la intimidad es sentida como el ejercicio de una violencia profanadora. Por el contrario, si la intimidad se amplía o comunica a otros sin malograse, no hace más que crecer hacia dentro incluyendo al otro en lo que somos.
Tiene intimidad quien puede interiorizar y guardar en su interior. Ese es el carácter de lo íntimo: lo que se vuelve interior en tanto que preservado. Así que hay personas con más y personas con menos intimidad. Pero esa diferencia no es la que se sigue de tener personalidades más o menos introvertidas o extrovertidas. Se puede guardar mucho hacia adentro y en secreto y carecer por completo de intimidad, porque no hay intimidad sin comunicación. La intimidad se extingue tanto por la exhibición indiscriminada como por el secretismo de lo inconfesable. La intimidad no es una cueva de secretos o virginidades huidizas, sino, al contrario, la salvaguarda de lo que solo se puede dar y comunicar a otro en particular, pero para darlo, no para esconderlo.
Por eso la intimidad solo crece en el espacio que abre la discreción y requiere una cierta moderación y reserva. Quien cuenta todo de sí mismo a cualquiera se vacía interiormente y se queda sin intimidad o la daña y disminuye gravemente. Así como el rey Midas no era capaz de tocar nada sin convertirlo en metal, así mismo la intimidad no es capaz de exhibirse a extraños sin dejar de serlo.
La exhibición de quien hace de su intimidad materia pública, tiene un parentesco lejano pero cierto con la obscenidad de quien infringe sufrimiento a otros sin inmutarse. Y también hay un vínculo secreto y degradante entre los espectadores de entretenimientos a base de intimidades ajenas, y los espectadores de imágenes en las que la violencia reduce a las personas a carne profanable. La intimidad propia no sobrevive al maltrato de la ajena, incluso con sus formas más leves, como la intromisión indiscreta y chismosa en lo ajeno a la que nos empuja la curiosidad. Quien no pone a salvo lo expuesto y precisado de los otros, se pierde a sí mismo.
Las personas e instituciones que hacen negocio de todo esto practican un capitalismo carnívoro.