Es evidente que la misión de la educación no es sólo enseñanza de contenidos sino, aún por encima de ello, inspiración de actitudes y valores
No gozamos del mejor momento en la educación. Y por ende, tampoco del mejor tiempo en la cortesía, la cultura, la enseñanza, la política, la amistad, el matrimonio, la religión, entre otras realidades sociales. Así reflexionaba Marañón en los años posteriores de la II Guerra mundial: «Si volvemos la vista a la tragedia que la humanidad acaba de pasar, una conclusión indiscutible se desprende del pretérito y lúgubre panorama: el fracaso de la enseñanza». Y es que la sociedad se desmorona al fallar la educación. Con ella una civilización se levanta y sin ella se destruye.
La voz «educar» presenta dos etimologías complementarias: educere, sacar de adentro y educare, dirigir y formar. En suma, extraer de dentro afuera, lo mejor que cada uno puede dar según sus capacidades; y conformar de fuera a dentro, a quien está in fieri, es decir, en proceso de ser formado.
El Diccionario de la RAE define educar como: «Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven…». Ello supone la educación de la mente y del corazón. La primera se refiere a la instrucción científica y técnica que proporcionan la escuela y la Universidad y que dota de destrezas y conocimientos para la vida profesional. La segunda incide sobre los principios y valores transmitidos, sobre todo, en la familia. Esta dualidad de acervos, intelectual y moral, encuentra su plenitud en la paideia griega que expresa el proceso de crianza de los hijos, inculcándoles principios que les enseñen el «saber ser» y conocimientos que les instruyan en «saber hacer».
Es pues evidente que la misión de la educación no es sólo enseñanza de contenidos sino, aún por encima de ello, inspiración de actitudes y valores. Así, subraya Cajal que se debe educar con el fin de formar «hombres completos, donde se junten e influyan recíprocamente ideales, rectitud moral y firmeza del carácter». Por ello, debe defenderse la cultura del esfuerzo, sabiendo no es un valor per se, sino en la medida que esté orientado a la consecución del bien, individual y social. La familia y la escuela tienen el cometido de preparar para la vida, pero hay que preguntarse con Ortega: ¿para qué clase de vida?
La autoridad es premisa de la educación. Padres, y con ellos educadores, que transmiten valores y pautas de conducta deben estar investidos de ella. Hoy, muchos niños se han acostumbrado a que nadie les contradiga ni se les obligue a hacer algo contra su voluntad, que es todavía más irracional que irreductible. De niños y adolescentes tiranos, derivan jóvenes indomables y adultos inmorales. Y en todo tiempo ácratas, al no aceptar sometimiento a regla o norma alguna, por considerar que coarta y/o atenta contra su libertad.
La Biblia contiene sabias instrucciones para los padres, en su mandato divino de «educar» y para los hijos en su actitud de dejarse aconsejar. Entre ellas: «Hijo, guarda los consejos de tu padre y no abandones los de tu madre… Cuando andes, te guiarán… al despertarte, hablarán contigo» (Proverbios 6, 20-23). La educación paterna encamina a los hijos a su lugar en el mundo, dotándoles de principios para guiar su trayectoria individual y su conducta social. Continua el Libro sagrado: «Instruye al niño en su camino y cuando fuere viejo no se apartará de él». Aunque la autoridad de los padres es prioritaria, todos los miembros de la familia pueden asumir, en su orden y posición, la corrección de los demás. Así, los hermanos mayores respecto a los pequeños. En este sentido, un lúcido y gráfico pensamiento de Ortega destaca: «La totalidad espiritual del niño es un producto del sistema de ideas, aspiraciones y sentimientos que reina en el hogar paterno».
Desde la reflexión de San Pablo: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos» (Efesios 6, 4), propongo un decálogo de la corrección paterno-filial: no corregir de inmediato, antes meditarlo; hacerlo en privado, salvo que sirva para evitar una mala conducta aún no ejecutada; ser delicado, no a las riñas coléricas; no exigir la perfección, aceptar las limitaciones y debilidades; ser cariñoso, aún corrigiendo; no descalificar, corregir en positivo; no desanimar ni decir jamás «tú no puedes»; demostrar confianza en el cambio; alabar y ponderar los éxitos; desdramatizar los fracasos.
Al tiempo, expongo un elenco decimal de virtudes para inculcar en el hogar. «Generosidad», ayudando a quien lo necesita y compartiendo lo propio. «Sinceridad», creando un clima de confianza. «Laboriosidad», aprovechando el tesoro del tiempo y sabiendo que la ociosidad es la «madre de todos lo vicios». «Mansedumbre», evitando hacer daño y detestando el rencor y la venganza. «Fortaleza», sabiendo hacer frente a la adversidad, sin rebelarse contra el dolor, los inconvenientes y contrariedades de la vida. «Esta invasión terrible e importuna / de contrarios sucesos nos espera / desde el primer sollozo de la cuna» (Epístola moral a Fabio, 15). «Agradecimiento», dando las gracias a todos, por todo lo que nos dan y ayudan. «Austeridad», valorando lo que se tiene, dándose cuenta de todo lo que otros carecen y rehusando el capricho, como motivo para querer o rechazar algo. «Gusto por saber», disfrutando al leer y descubrir, sabiendo hay que estudiar mucho para saber un poco y que nunca se acaba de aprender; «Orden», en lo material respecto de armarios, mesas y habitación; y en la planificación del horario en relación con obligaciones y diversiones. «Alegría», sazonando lo cotidiano y extraordinario, en situaciones fáciles y difíciles, es el perejil de todas las salsas, la virtud gratificante que proporciona optimismo para vencer y ser feliz.
La educación exige coherencia vital. Hacer lo que se predica. Se educa mucho más con el ejemplo que con la palabra. Albert Einstein dice enfatizando: «Educar con el ejemplo no es una manera de educar, es la única». Se educa también con palabras, pero para que penetren deben acompañarse de la vida. En una ingeniosa viñeta de Talentina, la niña pensativa dice: «Mamá, papá, no os preocupéis porque no os escucho, os observo todo el día».
Federico Fernández de Buján, catedrático de Derecho Romano de la UNED y miembro electo de la Real Academia de Doctores de España.