Resulta esencial sumar a la educación moral la explicación cultural del mundo pluralista que habitamos
La pregunta más esencial para muchas familias, en cuanto a cuestiones educativas, es esta: ¿por qué se resquebraja, cada vez con mayor frecuencia, la formación familiar al llegar la adolescencia? Y como esta dolorosa fractura educativa ha ido creciendo en la medida en que nuestras sociedades van siendo más plurales y heterogéneas, resulta clave repensar cómo afrontar la salida de los hijos al mundo social complejo, situación que ocurre en la edad adolescente.
En este sentido, me parece que la mayor parte de los padres y madres proporcionan a sus hijos una buena educación moral, unos valores, unos conocimientos sobre lo que está bien y lo que está mal. También, les dan una explicación sobre las diversas conductas morales equivocadas que se dan de facto en la sociedad para que no las imiten, para que las rechacen. Pero este discurso −necesario, obviamente− se mueve, básicamente, en el ámbito de la verdad práctica. Ahora bien, ¿basta con esto?
Mi respuesta es negativa. Porque siendo muy importante, se queda corto. Porque el adolescente educado en lo moral tenderá a buscar un grupo de personas que piensen como él. Pero en sociedades heterogéneas y en la gran crisis de la cultura que atravesamos, en El imperio de lo efímero −como reza el título de Gilles Lipovetski−, de lo banal, de la vulgaridad, el adolescente no encontrará suficiente apoyo para convivir en un grupo que mantenga vivo sus valores familiares. Y posiblemente, tal vez después de algunos intentos infructuosos para que sus amigos comprendan su mundo ético, acabe mimetizándose con lo que hace la mayoría, pensando que la educación familiar es, sencillamente, irreal.
Para superar esta situación resulta esencial sumar a la educación moral la explicación cultural del mundo pluralista que habitamos. Es decir, añadirle la belleza de la comprensión de que cada persona tiene el derecho sagrado a construir su propio mundo ético interior y a difundir sus convicciones. Esto lleva al adolescente a mirar positivamente a la sociedad democrática, y le permite sostener su modo concreto de comprender el mundo, recibido de su familia, y que todos deben respetar −así como él lo hace con otros modos de entender la vida−. En suma, a comprender que puede tener amigos con otras convicciones distintas a las suyas. Ahora puede amar la sociedad plural, y proponer su formación familiar, su ejemplo, para intentar embellecer la vida social con los valores morales aprendidos en su infancia feliz.
Javier Gomá lo expone con perfecta claridad: "La solución al problema educativo de la juventud no es educativa sino cultural. Si toda la cultura conspira con toda la fuerza de persuasión que tiene para que el niño o el adolescente se libere, si se exalta desde todas las tribunas su derecho a ser libre, su derecho sobre su cuerpo, su tiempo y su vida, sin dar nunca instrumentos que orienten un uso cívico de su libertad ¿qué podemos esperar?".
Solo se logra una formación integral explicando a los hijos lo moral y lo cultural, dotándoles de un profundo amor a la verdad moral e idéntico amor a la libertad interior −propia y ajena−, y logrando que entiendan la existencia de cosmovisiones culturales diversas. Deben asumir que muchos amigos educados de otra manera no pueden comprender el mundo moral recibido en su familia: son jóvenes influidos por el ambiente de fuerte escepticismo moral que Gomá explica como víctimas del caducado ideal romántico que aspira a no tener limitación alguna de la libertad, el paradigma que expanden a los cuatro vientos todas las producciones de Hollywood; pero que termina en vidas vagabundas y sin ninguna fecundidad.
Decía Ortega y Gasset que "hablando cada uno con el fondo moral insobornable de sí mismo es como mejor comprendemos, como entendemos mejor a los demás". Buen resumen de esta formación familiar que une belleza y verdad sin escepticismo. O sea, educar para la pluralidad.