La gran crisis de la veracidad no se resolverá con leyes especiales
Menos mal que Twitter rechaza suprimir los textos, incluso “controvertidos”, de los líderes políticos. Sus dirigentes consideran que medidas de ese estilo determinaría la vuelta a la vieja praxis de “disimular informaciones importantes a las que la gente debe tener acceso”.
La gran crisis de la veracidad −en la que el pragmatismo occidental se da la mano hoy con el viejo marxismo soviético− no se resolverá con leyes especiales. Así se va comprobando en otros aspectos decisivos de los comportamientos sociales de nuestro tiempo.
Los políticos −agentes y a la vez víctimas directas o, indirectas, por el juego de la opinión pública− se apresuran a prometer o dictar medidas, cuando crecen problemas que podrían resolverse con recursos jurídicos disponibles, algunos antiguos. Pero, a base de no aplicar la ley, se justifican con la pretensión de reformarla. Y las cosas siguen igual, cuando pasa la tormenta mediática.
Incluso, los laicistas más radicales se olvidan de tesis repetidas hasta la saciedad sobre el carácter privado de la moral −y de la religión−, con el rechazo de la imposición de criterios en la vida social. Ante la abundancia de mentiras, en vez de reconocer la quiebra de esa ética individualista, tratan de establecer reglas jurídicas coactivas..., que de poco servirán.
Los propios creyentes católicos parecen no haber asimilado del todo la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, que ampara la búsqueda de Dios y las prácticas de culto, como exigencias de la dignidad humana, de acuerdo con el designo creador. Ni la verdad ni el error tienen derechos. Los derechos son de las personas. De ahí la gran tarea de presentar el mensaje cristiano como es, en la indispensable tarea evangelizadora exigible a cada generación de creyentes. La verdad se propone, no se impone.
El caso límite en la vida pública occidental aparece en las leyes contra negacionismos y discriminaciones. Lleva a situaciones inesperadas. No olvido la protesta del famoso Abbé Pierre, en defensa de un viejo amigo −comunista− como Roger Garaudy, condenado penalmente por un escrito negativo sobre el Holocausto. Como tampoco, más cerca, las inverosímiles sanciones en Madrid contra la libertad de expresión en aplicación de la llamada “ley Cifuentes”. Tal vez me toque también, porque confieso que he sido incapaz de terminar la lectura de esa larguísima norma, debeladora antes que de la libertad, del buen estilo de la lengua castellana.
Hace años, el Tribunal Constitucional español dejó claro que la protección jurídica en materia de información, no incluye el derecho al insulto. No se debería poder injuriar impunemente. Pero se hace, por desgracia, no ya en campaña electoral, sino desde tribunas parlamentarias.
No obstante, se impone cierto consenso para proclamar la defensa de la sociedad contra la mentira, como si no existieran ya tipos penales ni criterios deontológicos en las grandes profesiones, incluidas las de la comunicación. Se lo han recordado en Francia a Emmanuel Macron, ante el anuncio de que promoverá una ley contra las mentiras, curiosamente sólo en periodo electoral... Consideran que basta con la ley electoral vigente y, sobre todo, con la de 1881, sobre libertad de prensa, con cita expresa de un precepto que sanciona “la publicación, difusión o la reproducción, porque cualquier medio, de faltas noticias, de material fabricado, falsificado o mendazmente atribuido a terceros cuando, hecho con mala fe, turbe la paz pública o sea susceptible de turbarla”. Las sanciones son pecuniarias, y han aumentado con el tiempo, hasta llegar a un máximo de 45.000 euros. “Cualquier medio” es concepto omnicomprensivo: alcanza, obviamente, a las nuevas tecnologías de la comunicación, aunque éstas aumentan la posibilidad de la autoría: crear, compartir, aplaudir..., de mala o de buena fe.
Veremos cómo evoluciona el affaire de la vicepresidente de AfD, el partido de extrema derecha alemán. Porque no parece buen procedimiento imponer una verdad oficial para atajar los dogmatismos de esa por desgracia oposición creciente. No siempre es incitación al odio −sancionable penalmente− la expresión de opiniones que pueden herir sentimientos ajenos, un gran debate también en los campus de Estados Unidos, a raíz de la declaración de Chicago de hace unos años.
Es una gran cuestión: después de confinar la ética a las sacristías o a las conciencias individuales, el Estado se erige en maestro de moral: un maestro que usa la palmeta jurídica contra el alumno díscolo celoso de su libertad...
En todo caso, y a falta de confiar en la educación y en la responsabilidad ética de los ciudadanos, bastaría crear otros “observatorios” que valoren hechos y publiquen informes, aun a riesgo de caer en la propaganda oficial, a la que, por cierto, nadie renuncia: al menos, la pagan los gastos los ciudadanos a través de los presupuestos, no de multas desproporcionadas. Todo, menos seguir limitando la libertad de expresión con leyes especiales, tan discutibles.