Para afrontar la actual escalada de desconcierto social, es urgente que se imponga una reflexión que permita ordenar la realidad para que, descubriendo su sentido, alcancemos el equilibrio vital
Despedimos, prácticamente, el año con una nueva y generosa colaboración de Pedro Paricio Aucejo, a quien le agradezco mucho que me facilite disfrutar un poco más de la familia y del ocio navideño y de fin de año; mi familia también le da las gracias…
Él sabe bien que lo que “se come en tres minutos” no suele “cocinarse” exactamente en tres. Así que, gracias de corazón, Pedro. Gracias por esta interesante entrada que comienza por un canguro y… salta y se eleva −y nos “lleva”− a otro nivel intelectual: aquí hay… sustancial sustancia. ¡Y valga la redundancia!
Tuya es la palabra, amigo Pedro:
Urgencia de sensatez, por Pedro Paricio
Que no nos entendamos con los canguros no nos autoriza a que, cada vez que nos encontremos con ellos, se lo digamos constantemente. Porque eso es −a fin de cuentas− lo que hacemos cuando les nombramos. Me explicaré, aunque para ello tenga que remitirme a lo sucedido hace varias centurias: en concreto, al mundo del XVIII, época conocida como Ilustración, Iluminismo o Siglo de las Luces, en que se profesó una sólida fe en el progreso ilimitado de la razón como faro iluminador de la humanidad −de ahí la denominación de ese período histórico−, cuya luz haría desvanecer las tinieblas de nuestra condición. ¡Ahí es nada!
Corría el año 1766 cuando el navegante, explorador y cartógrafo británico James Cook (1728-1779) fue contratado por la Royal Society de Londres −la más antigua institución científica del Reino Unido para el avance de la ciencia natural− con el fin de investigar el tránsito de Venus sobre el Sol en el océano Pacífico. Su expedición llegó en 1770 a la costa de la actual Australia. Cuando los británicos entraron en contacto con los indígenas del lugar, cuenta la leyenda que, al observar la presencia de unos animales de cola larga, con grandes y poderosas patas traseras y pies diseñados para saltar, quisieron aprender su nombre e incorporaron a la lengua inglesa −por confusión− la palabra “kangaroo” (canguro), que es la respuesta (“Kan Ghu Ru”) que los nativos les dieron al preguntar los occidentales el nombre de aquel animal. Sin embargo, con su contestación los aborígenes no estaban dándoles la denominación del marsupial, sino sólo les decían en su lengua tribal: “No lo entendemos”.
Algo parecido a esta simpática alteración lingüística −pero mucho menos trivial que ella y, desde luego, nada graciosa− es la actual mutación de la racionalidad humana en irracionalidad. No hace falta acudir a las hemerotecas para hacer acúmulo de las innumerables noticias con las que, cada día, los medios de comunicación social nos informan puntualmente del torbellino sistémico en que está inmerso nuestro mundo: guerras, incremento de la violencia, hambre, desempleo, corrupción, injusticia social, confusión ideológica y moral, crisis estructurales abiertas en distintos flancos… constituyen una buena muestra del agujero negro de nuestro vigente estilo de vida, abocado −si no se abjura pronto de él− al colapso por irracionalidad.
Para afrontar la actual escalada de desconcierto social, es urgente que se imponga una implacable terapia de sensatez generalizada, es decir, una reflexión que permita ordenar la realidad para que, descubriendo su sentido, alcancemos el equilibrio vital. Ahora bien, a pesar de que somos “pensamiento viviente”, la percepción que se tiene de la racionalidad como capacidad humana ha sido con frecuencia la de una especie de tormento civilizatorio. Sin embargo, su presencia supone todo lo contrario. Gracias a su intervención, se nos muestra la racionalidad en sí de la existencia y, a la vez, se nos conduce por la senda cuya dirección está inscrita en la esencia del hombre, aquella que le permite alcanzar su destino propio.
Y ello no puede ser de otra manera: porque la racionalidad humana está engarzada en una superior Razón creadora −el Logos divino−, que no solo da origen a las leyes internas que rigen la racionalidad objetiva del mundo, sino que es el verdadero poder en él y sobre él. Al ser Dios lo único que “racionaliza” realmente el mundo, el hombre no puede sustituir esta racionalidad, sin riesgo de profanarla, por la irracionalidad, pues −como señaló en su día el cardenal Joseph Ratzinger (1927- )–, incluso cuando se piensa lo irracional, la razón no puede abstenerse de hacerlo según su medida, es decir, racionalmente.
Este “estar traspasado todo” de racionalidad impone una prioridad de ella sobre lo irracional, a la que no puede renunciarse sin padecer sus nefastas consecuencias: buena parte del sufrimiento psíquico que se detecta hoy en nuestra sociedad −entre otros muchos perjuicios− no tiene otro origen que el del cercenamiento de la racionalidad humana por su cerrazón a la Razón creadora, pues la irracionalidad de su estilo de vida es enemiga de la auténtica vida.
Aplicando en parte a este asunto la argumentación seguida respecto del tema del mal por la influyente pensadora Hannah Arendt (1906-1975), cabría decir que, al transmitirse de generación en generación la falsa creencia en la banalidad de lo irracional, el individuo aislado se hace cómplice, primero, de su propio desatino vital y, después, del de la sociedad entera, que queda atrapada en el totalitarismo de aquella engañosa trivialidad, convertida de insustancial en relevante. Se impone así la trascendencia de la irracionalidad pura, la destrucción personificada de la vida.
¡Pero ya fuimos advertidos de ello por Immanuel Kant (1724-1804), contemporáneo también del explorador James Cook! Si, como señaló el filósofo prusiano, “se hace muy mal uso de la sabiduría universal cuando se la emplea para invertir los principios de la sensatez”, deberíamos percatarnos de que la relevancia de las secuelas de nuestra irracionalidad es incomparable con la de la confusión lingüística protagonizada por los expedicionarios británicos y los aborígenes australianos. ¡Además de no tratarse de un canguro, nosotros “sí entendemos lo que se nos está diciendo!”