Sin gratitud no hay lugar a la religión, porque no son solo ni principalmente las miserias, sino la abundancia excesiva pero necesaria del bien lo que suscita y nos enseña a pedir, ofrecer y agradecer
Seguramente vivimos un declive de las religiones en su conjunto desconocido desde el inicio de las sociedades humanas. Desde luego que nunca antes han existido muchedumbres tan numerosas y mayoritarias que hayan prescindido de la religión y de la relación con lo divino.
Hay autores que consideran dicha crisis como un fenómeno localizado y típico de las sociedades occidentales y en particular de las europeas, mientras que en otras regiones del mundo densamente pobladas la religión gozaría no ya de buena salud sino de notable capacidad para vincular a individuos y comunidades. El islam y sus resurgimientos suele ser aducido como prueba de lo anterior, pero también la arraigada religiosidad popular en América, África y extensas zonas de Asia.
No obstante, tampoco faltan estudiosos que dudan de esa vitalidad y sostienen que allí donde tiene lugar la modernización de las sociedades, su estatalización e incorporación a las redes globalizadas de comunicación y comercio, la religión sufre un significativo retroceso. Rene Girard sostiene, por ejemplo, que los rebrotes del islam son más bien reactivos y alergénicos a dicha modernización, pero que carecen del aliento para suponer una tendencia contraria al decaimiento general de lo religioso.
Hace apenas unos meses los líderes conservadores de dos antiguos países europeos como el Reino Unido y Alemania, hacían tímidos pero explícitos llamamientos a la recuperación de las raíces cristianas de sus respectivos países. Pero lo cierto es que dichas prácticas son ya casi residuales en sus sociedades: en el Reino Unido solo un ocho por ciento de los británicos acuden semanalmente a un oficio religioso, y en Alemania la práctica no debe ser mucho mayor pues un viejo país católico como España no alcanza al veinticinco por cien.
De hecho, Europa es ya postcristiana y no solo en porcentajes de practicantes, sino en las orientaciones de las visiones del mundo mayoritarias, de las legislaciones vigentes, las prácticas sociales más extendidas, los consensos dominantes, y en el sentido de numerosas y decisivas políticas de sus Estados e instituciones supranacionales. Después de dos mil años, los cristianos practicantes constituyen por primera vez una minoría social con escasa influencia cultural o política, y sin más complicidad que unos usos y costumbres cada vez más cristalizados, cuando no disipados por los procesos de destradicionalización.
Desde luego que abundan quienes lo celebran. Y no faltan tampoco cristianos que ven en esa reducción una dolorosa pero necesaria restauración del carácter libérrimamente personal de las creencias cristianas realmente arraigadas. Algo de ese vigor tras la poda puede apreciarse en instituciones de espiritualidad religiosa o laical nacidas durante el siglo XX y precisamente en Europa.
No obstante, la Providencia ha perdido aquella masiva adhesión que hoy gestionan los Estados modernos con éxito suficiente, al menos a la vista de la desafección religiosa que inducen. Nunca antes las sociedades humanas han sido tan capaces de enfrentar las enfermedades, los desastres naturales, la pobreza y las desigualdades. Y tampoco nunca antes ha habido tan pocos creyentes ni han sido tan marginales sus puntos de vista. Realmente estamos ante el final de una época milenaria en la historia de la cultura y las sociedades de Europa. Y es posible que estemos también mundialmente al principio de una época declinante para las religiones e inédita desde el principio de los tiempos de la especie humana sobre el planeta.
Una mutación cultural y social de tales proporciones debería hacernos pensar sobre los cambios efectivos que incorpora, y sobre si esos cambios implican alguna clase de perdida apreciable, también para los no creyentes y hasta para los que los celebran.
Los tres hábitos que el conjunto de las religiones universales refuerzan más unánimemente son, a mi juicio, la súplica, la ofrenda y la acción de gracias. Rogar por lo que nos incumbe a la fuente de un poder más grande que el humano, y expresar la justicia del reconocimiento de esa fuente con ofrendas que, además, refuerzan nuestras suplicas, y finalmente agradecer tanto los bienes recibidos como la existencia misma de cuanto amamos. Tales son los hábitos que muchas de las religiones han arraigado en las sociedades a través de las prácticas de sus fieles.
En su sustitución los estados modernos promueven la conciencia ciudadana de contar con derechos, con deberes y con su exigencia como ejercicio de conciencia cívica. Derechos, deberes y exigencia política, en lugar de súplicas, ofrendas y acciones de gracias. Nada impide que ambas constelaciones de hábitos coexistan en un mismo sujeto, ni siquiera que mutuamente se fortalezcan. La humildad cristiana no privó a Pablo de Tarso de reclamar sus derechos de ciudadano romano cuando fue ajusticiado. Sin embargo, allí donde crece la triada de los hábitos civiles parece disminuir el arraigo de los hábitos religiosos. Es como si la ciudadanía contemporánea y su ejercicio debilitara la inclinación a las disposiciones para pedir, ofrecer y agradecer.
Sin embargo, cabe preguntarse si la exigencia de nuestros derechos nos exime de saber pedir lo que no podemos recibir más que con gratitud de los demás, y si entre tales beneficios no se cuentan los aspectos realmente decisivos en el cumplimiento de nuestros deberes civiles. Habría que preguntarse por qué damos las gracias a los policías que nos protegen cumpliendo con su deber, a los médicos y enfermeras que ponen todo su celo en cuidar a sus enfermos, a los profesores que hacen de la enseñanza una cuestión personal y a los periodistas que no se doblegan a las seducciones del poder, o a los tenderos que vigilan con esmero la calidad de sus productos.
Damos las gracias porque no basta con tener derechos para poder exigir el exceso que requiere la perfección en el cumplimiento de los deberes ajenos de los que dependemos, pues el exceso −es decir: el ofrecimiento de lo mejor de uno mismo− forma parte de lo imprescindible para los demás, también en el orden social. Por paradójico y antijurídico que parezca, solo si hacemos más de lo que los otros pueden exigir, se atiende debidamente a lo que tienen derecho.
Hacerse incapaz de pedir, ofrecer y agradecer es, en realidad, dejar de saber vivir en sociedad formando una comunidad de ciudadanos que se deben gratitud entre sí también por todo lo que disfrutan como derechos. Y sin gratitud no hay lugar a la religión, porque no son solo ni principalmente las miserias, sino la abundancia excesiva pero necesaria del bien lo que suscita y nos enseña a pedir, ofrecer y agradecer.
Higinio Marín, en levante-emv.com.
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