Considero la castidad una auténtica liberación de tantas cosas que me hubieran impedido llevar a cabo, con alegría, paz y dedicación completa, la labor sacerdotal
En la recensión de una novela escrita por un sacerdote, que debe tener algo que ver con la vida de algún otro sacerdote, la autora se hace la siguiente pregunta:
“¿Qué sabemos de sus conflictos con una (inhumana) castidad exigida de forma permanente y causa de la mayor parte de los males de la Iglesia?”
Ciertamente me parece muy osado −y por supuesto, un juicio falso− cargar sobre la castidad que se nos pide vivir a los sacerdotes, la “mayor parte de los males de la Iglesia”.
Hace apenas unas semanas me enteré de la carta de la esposa de un antiguo pastor anglicano, hoy sacerdote católico, ordenado sacerdote excepcionalmente y con todos los permisos oportunos, en la esta mujer rompe una lanza en favor de que los sacerdotes sean hombres no casados.
Llevo ya un buen número de años de sacerdote, y jamás se me ha ocurrido pensar que la castidad que vivo haya sido para mí una “carga inhumana” Es más, la considero una auténtica liberación de tantas cosas que me hubieran impedido llevar a cabo, con alegría, paz y dedicación completa, la labor sacerdotal.
Aunar en un mismo corazón cuerpo y espíritu es el fruto más maravilloso de la castidad que se nos pide a los sacerdotes, y a la que hemos dicho que sí libremente. “Allí donde está nuestro tesoro, allí está nuestro corazón”. Y nuestro tesoro está en servir a todos los hombres y a todas las mujeres que nos encontramos en nuestro caminar; y en ese servicio, manifestarles el amor que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre les tiene, y dar así gloria a Dios.
Dios, que conociéndonos bien como hombre, y hombres sanos y en plenitud de nuestras facultades, si nos pide vivir la castidad, sabe que no nos pide nada imposible, y que con su Gracia la podemos vivir con serenidad y paz. Y Él sabe mejor que nadie, que no nos está pidiendo nada imposible, y, por supuesto, nada “inhumano”.
Y vivir la castidad en el sacerdocio no comporta ninguna renuncia. Al poner toda nuestra capacidad de amar a Dios y de amar a los demás, encauzamos las fuerzas de nuestro cuerpo, hormonas, sistema nervioso y emocional incluidos, y de nuestro espíritu, en el servicio a todas las personas.
Es posible −casi diría que es seguro−, que la autora de esa recensión no conozca muy bien los verdaderos males que pueden afectar, y afectan, a la vida de la Iglesia; y piense que, por ejemplo, los penosos casos de pederastia en los que han incurrido −pecado− algunos sacerdotes, muy pocos si se tiene en cuenta el total de sacerdotes que vivimos en este mundo, hayan sido el fruto de esa “inhumana castidad” que, según la autora, se les ha “impuesto” sobre la cabeza.
Y otra vez, nada más falso. La pederastia ha echado raíces, mucho más profundas y muchísimo más extensas, en hombres y mujeres que viven una sexualidad sin límites de castidad alguna: homosexuales, lesbianas, heterosexuales, bisexuales, etc., etc.; y por supuesto en hombres y mujeres casados, solteros y viudos; de más o menos edad, y de todos los niveles de la sociedad.
Esa “inhumana castidad” que ve la autora de la recensión es un auténtico don de Dios, un regalo de la mirada maternal de la Virgen María, que nos da fuerza y aliento a los sacerdotes para enfrentarnos con las situaciones más engorrosas que se puedan presentar en las relaciones de hombres y mujeres; y nos lleva a mirar cualquier situación con la esperanza de servir a Cristo en su obra de Redención.
Y nos da, además, la perspectiva para animar a los que caen, ayudar a los que se tambalean, y levantar del fango a quienes están a punto de ahogarse en la ciénagas del camino. Confiando en la Gracia de Dios no tenemos ningún miedo a mancharnos en las suciedades “inhumanas” del mundo. Con nuestra castidad, vivida sabiéndonos plenamente sexuados, no nos contaminan. Dios purifica nuestro espíritu, y nos sostiene.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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