Algunas ideologías desde hace décadas han considerado determinadas dimensiones parciales del ser humano como valores absolutos y, al hacerlo, han generado clamorosas injusticias
Quienes defienden la legalización de la eutanasia suelen invocar al supuesto derecho individual a disponer de la propia vida, o bien a lo que consideran una manifestación de solidaridad social: eliminar vidas que −siempre según ellos− carecen de sentido y constituyen una dura carga para los familiares y para la propia sociedad.
Sin embargo, parece claro que esforzarse por mitigar el dolor es positivo, pero proponerse eliminarlo por encima de cualquier otro valor, incluso atentando contra la vida de un inocente, es un grave error: el fin no justifica los medios. El ser humano, aun en el umbral de la muerte, conserva toda su dignidad.
Algunas ideologías desde hace décadas han considerado determinadas dimensiones parciales del ser humano como valores absolutos y, al hacerlo, han generado clamorosas injusticias: así ha sucedido con quienes han construido su visión del mundo exclusivamente sobre la raza, el color de la piel, la clase social, la nación o la ideología. Y algo semejante ha sucedido a algunos con la salud, y les ha llevado a un fenómeno similar. Propugnan un totalitarismo que, en la práctica, decide quién tiene derecho a vivir y quién no; y eso les hace considerarse legitimados para ensañarse con quienes no se corresponden con su patrón de hombre: los deficientes, los enfermos, los ancianos, los moribundos.
Cuando se pretende dar muerte a los que son débiles o deficientes, para establecer en el mundo una especie de tiranía de la normalidad, ese mundo queda inevitablemente deshumanizado. Hay que luchar contra la deficiencia física y la debilidad, pero los enfermos siempre son seres humanos a los que debemos respetar.